Todos saben lo que es el cev(b)iche, y si no lo saben, se los digo: es un plato de pescado o marisco crudo cortado en trozos pequeños y preparado en un adobo de jugo de limón o naranja agria, cebolla picada, sal y ají. Así parecía una vez que logré escaparme pedazo por pedazo del terrible mundo de las ardillas suicidas. Cuando la luz finalmente iluminó mi rostro, pude ver, esparcidos por todo el jardín de las tierras goyinas, un brazo arrastrándose por la izquierda, la pierna derecha reptando sobre un árbol, el tronco rodando una y otra vez, pues trataba de subir una pendiente demasiado inclinada para él, y así, cada parte de mí estaba haciendo lo que le daba la gana.
Finalmente y después de arrastrame con los dientes hasta un lugar alto para que todos los miembros de mi cuerpo me escucharan --y después de escupir hasta estar seguro de que había logrado arrancar toda la tierra tragada hasta ese momento-- hablé. Les pedía a cada parte que se acercaran y rehicieramos el cuerpo que alguna vez una ardilla malvada había mellado y había cambiado por un puñado de sal. Las primeras que corrieron fueron las piernas. Encontraron al cuerpo y se empezaron a pegar. Después siguieron las manos y finalmente, todas las partes juntas, arrastrándose se unieron a mi cabeza. Entonces comenzó la charla.
Pedazos de sensaciones, olores, tramos de electrones, los líquidos que volvían a subir por las hendiduras de las venas, los trocitos de células que volvían a tejer el calor de la vida, todos eran un murmullo de vívidas escenas que acentuában el clamor por la recuperación instantánea. De pronto escuchaba a las piernas, que estaban carcomidas por múltiples mordiditas, cómo se quejaban del terrible escenario que habían elegido, y sus aullidos se confundían con los bramidos de los brazos cuyas anécdotas eran igualmente increíbles y desgraciadas, y ninguna se comparaba o se igualaba o se desdibujaba ante los horrores que habían sufrido el tronco y el pedazo de cuello que sobresalía de él.
Las piernas clamaban una escena tremenda. Cuando las ardillas habían salido corriendo por la temible venganza de los dioses y del destino, no pudieron más que llegar a los terrenos de las ratas. Estos roedores aprovecharon el temor de las ardillas y comenzaron a hacer una masacre. Las colas peludas y los ojos graciosos adornaron las paredes de las cavernas con viscosos líquidos relamiendo las entrañas de la tierra. Fue tal el temor y el convencimiento de las ardillas sobre su fatalidad que creyeron ver en las ratas a los dioses encarnados para purgar su raza.
Las últimas ardillas que habían logrado escapar de la tortura de las ratas no pudieron evitar al destino fijado por sus propios temores. Al momento de ver un torrente de agua, fieles a sus costumbres por encontrar la cuadratura del círculo, se pusieron a discurrir sobre si el agua es dadora de vida o dadora de muerte. Unas pensaban que el agua daba vida, mientras que las demás arguían que sólo traía destrucción. La más sabia ya no pudo decir nada porque la presión del agua rompió las paredes de la caverna y se llevó en un remolino angustioso al resto de la congregación.
Las piernas sintieron --no puedo decir que lo vieron, pues no tienen ojos, pero su elocuencia fue basta y pude formar en mi cerebro imágenes precisas de la hecatombe-- cómo una civilización cobarde se iba por el caño, mientras que la barbarie sin una cultura fija, estaba en los pisos superiores del reino cavernoso, rumiando las últimas raciones de carne que aún quedaban en los huesos inertes. Ahí estuvieron las piernas, una buena cantidad de tiempo, temiendo salir por miedo a que las ratas las devoraron. Finalmente los chillidos cesaron y las ratas, al ver que abajo había miles de cuerpos pero también había peligro de inundación, decidieron ir a otro lado para satisfacer su hambre.
Fue hasta entonces que las piernas pudieron salir arrastrándose. De no haber sido por el musgo que nacía gracias al tremendo golpe de agua, las piernas no hubieran encontrado forma para salir reptando, pues los hilos de las pequeñas plantitas habían fungido como pequeños escaloncitos. De nada sirvieron las palabras de las ardillas que defendían o que recriminaban al agua, porque el agua no es dadora de vida --pensaron las piernas-- ni tampoco de muerte, el agua es agua y punto. Ya lo sé, se escucha muy obvio, pero, ¿qué profundidad podemos encontrar en los pensamientos de las piernas?
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