lunes, 18 de junio de 2007

La triste historia del editor

Padrino murió, y entonces los ríos se desbordaron y el cielo se desbarató llorando su partida. Padrino fue muy leal mientras estuvo a mi lado, y siempre lo fue desde que llegó a mi casa. Mi padre lo trajo a la familia cuando yo tenía dos años. Era un perro que se adivinaba sería pequeño. Su pelo era esponjoso y dorado, y sus ojitos pizpiretos e inquietos como todo él. ¡Cómo quise yo a Padrino! Aunque he de admitir que no siempre lo quise así. Solía molestarme mucho y eso nos distancio. Pero conforme crecí y creció junto a mí, nos fuimos entendiendo.

Mi primer trabajo fue ser repartidor del Diario de México. Como era yo buen mozo y mi madre siempre se preocupó por vestirnos decentemente, los patrones confiaban en que mi aspecto de ángel daría buena impresión a las señoras de alcurnia, y por eso me encomendaban llevar los periódicos a las casas de familias ricas. Llevaba a Padrino, porque él no se quedaba en casa. Ir a esas casonas era todo un rito que comenzaba desde que eras anunciado; te pasaban a la sala y te ofrecían bocadillos, los cuales nunca desperdicié; y entonces, después de un rato que era corto gracias a las exquisiteces que servían, aparecía la señora o el señor, muy bien vestidos, bañados en harto perfume y con una sonrisa espléndida. Entonces yo les daba el periódico, el cual lo recogía un criado suyo, y empezaban a platicar cosas baladíes. Esa era la peor parte. Por suerte siempre volteaba a la ventana y veía a Padrino afuera, ora mordiendo esto, ora ladrando al transeúnte, ora marcando territorio en lugares no propicios.

Pero un buen día, la guerra –que se vivía, con fusiles afuera de la capital, pero con los estragos y los efectos desalentadores dentro– y la vida me recompensaron años de esfuerzos insufribles de aguantar a las señoronas y sus hijas pedantes, y sus pláticas bizantinas, y sus dulces, que después de mucho comerlos daban asco, y la misma monotonía de siempre, para convertirme en el editor del diario. El que hasta ese momento fungió como editor, decidió retirarse. El Diario ya no era negocio. Era más factible ganar dinero sembrándolo que de con Diario. Estaba lleno de deudas, los subscriptores debían mucho, el precio del papel estaba por las nubes y no se diga el de la tinta. Además, gracias a que las personas no aportaban, no había dinero con sostener la calidad, por lo tanto se trataba de ahorrar cualquier gasto que fuera innecesario. La lista de estos gastos aumentaba día con día.

Pronto quedamos sólo Valentina, Padrino y yo, aunque gracias a grandes esfuerzos logramos hacer parecer como si un gran equipo estuviera laborando día con día, para mantener al tanto de las noticias a los clientes. El trabajo de editor me llegó como anillo al dedo, porque en esos días mi madre había muerto, mi padre había sido encarcelado y muerto, víctima de una injuria, mis hermanas emigraron con sus esposos a la nada tranquila Europa. Padrino y yo nos quedamos solos en el mundo. Pero nos bastábamos uno con el otro.

Valentina era una muchacha de unos quince años, muy bonita y activa. Era el año de 1817, lo recuerdo perfectamente. También recuerdo que yo tenía 17 años, como que había nacido con el siglo. Fueron tres meses agobiantes. Valentina decidió tomar la pluma y escribir. Yo imprimía y sacaba los números. Padrino se la pasaba dormido ora en el sillón, ora debajo de la imprenta, ora en mi cama, tan buenos amigos éramos. El trabajo que los tres realizamos en conjunto me alentó a mantener al Diario. Los artículos que Valentina escribía firmándolos con varios alias –la mujer llegó a tener cerca de doce nombres distintos– eran realmente buenos. Yo me esmeraba en lograr que la impresión saliera en la primera ronda, pero no faltaban las travesuras del viejo Padrino que estropeaban todo. Pero las cosas ya estaban hechas y tenían que salir como fueran.

Fueron tres meses de un trabajo arduo, que lograron encender momentáneamente el fuego del éxito. Parecía que lo lograríamos. Los subscriptores volvieron a interesarse en los artículos, la gente volvía a comprar el periódico, parecía que el Diario resurgiría. Pero nos topamos con dos problemas: falta de papel y la muerte de Valentina. Valentina estaba escribiendo, como era su costumbre, en el ático. Eran las tres de la mañana y yo estaba imprimiendo en el taller. Estaba yo muy concentrado cuando oí que algo caía al suelo. No le di importancia, pues en ese momento me pareció que el ruido venía de afuera. Aunque ahora tengo miedo de haber sabido qué había sido ese sonido y no haber hecho nada. Dos minutos después de que aquel estruendo hubiera golpeado mis oídos, el humo llegó a mis narinas. Quise subir e ir por Valentina pero una bocanada de fuego me alejó de las escaleras y me obligó a retroceder. Creo que murió instantáneamente y hasta creo que estaba dormida, porque no oí ningún grito. También a veces pienso que ella misma provocó el incendio, ya para fugarse y escaparse con Joaquín, un guiñapo de tercera que la cortejaba, o para escaparse de la vida, que gracias a algunas cartas suyas que había leído a escondidas pude entender que el trabajo que desempeñaba la asolaba.

Había perdido parte de mi casa, el taller, el papel, la tinta y a mi mejor y única escritora. Ahora sí estaba solo junto a Padrino. Recuerdo que en la mañana, después de ver los últimos resquicios de fuego, nos miramos uno al otro y su mirada me llenó de valor para afrontar la situación. Recuerdo que le dije: “Bueno Padrino, ahora es cuando se sabe de qué está hecho uno”. Él ladró dos veces y se fue a orinar entre los escombros. Entonces fue cuando emprendí la aventura más insensata de mi vida. Decidí trasladar la imprenta a una covacha, gasté los últimos reales que tenía en tres docenas de papel y tinta, y empecé a escribir.

El primer número fue todo un éxito, quizás por la inercia que teníamos y porque los lectores esperaban encontrar a tantos escritores distinguidos comentando sus ideas y sus consejos y los sucesos más importantes de la Nueva España. Pero en vez de eso encontraron una lista de los deudores más buscados por el periódico junto a una crónica del desastre del taller y algunos gráficos que yo mismo dibujé. La respuesta que obtuve fue rotunda, y comprobé que del éxito al fracaso hay un paso, di ese paso y me acomodé un santo zapotazo. Esa noche recibí cerca de seis de los ocho diarios que alcancé a imprimir. Otro lo tenía el virrey y uno más lo ocupé para encender una fogata y calentar algo de comida. Además, todos querían la devolución de su dinero, lo cual era una verdadera tontería, porque yo también exigía lo mismo. En el momento en que recibí el último periódico de vuelta, miré a Padrino y le dije: “hay que comenzar de nuevo”. Ahora Padrino ladró dos veces y movió el rabo, lo cual me incitó a volver a empezar el Diario, por última vez.

Dormí ansioso de ver el otro día. Tantos planes se acomodaban y desacomodaban en mi cabeza que me fue imposible conciliar el sueño hasta entrada la madrugada. Para colmo tuve que levantarme temprano. Recuerdo que abrí los ojos, ávido de reconstruir el diario. Todo estaba bajo control, primero iría con don Felipe para que me fiara unos pliegos de papel, luego lo dividiría en pequeños pedazos bien cortados e imprimiría una oración por cada noticia importante del día. Luego lo vendería de puerta en puerta, como cuando era más chico, y listo, el Diario resurgiría. Necesitaba ver a Padrino para que me acompañara y formara parte del equipo. Lo llamé. No respondió. Lo volví a llamar y nada. Así me la pasé casi hasta las siete y media del día. Pero no supe más de él. “¡Caray!, pensé, tendré que ir solo hacia donde don Felipe”. Entonces pasó ante mis ojos la imagen más horrible y más funesta de toda mi vida y estoy seguro que jamás la olvidaré. A la puerta de la casa estaba Padrino. Sus patitas estaban tiesas y estiradas. Las mandíbulas abiertas y gran cantidad de vómito lo cubría. Un plato volteado y tumbado estaba cerca de él.

Inmediatamente entendí todo. El día anterior estaba yo a punto de comer cuando las ganas de revivir al periódico me abordaron. Olvidé mi plato. El plato contenía un potaje de harina y hierbas del jardín. Con tantos problemas y la carestía en que vivía la ciudad, no había podido abastecerme de víveres. Padrino comió de mi plato. La comida que Padrino había ingerido seguramente se había corrompido y se había transformado en veneno. Lloré. Lloré porque, aunque fuera indirectamente, Padrino me había salvado. Ahora sentía el compromiso de levantar el Diario. Fui donde don Felipe. No me fió el papel. Se lo robé. Imprimí algunas líneas y me la pasé todo el día y la mitad del siguiente intentando vender alguno. No lo conseguí. Nunca había sentido el fracaso tan de cerca y lo peor es que ya no tenía a Padrino para apoyarme. Ahora estaba realmente solo. Por eso salí de la ciudad y me fui lejos.

Cuando habían pasado como tres días y empezaba a divagar, vi a lo lejos un grupo de hombres que caminaban en fila. Mi primer instinto fue esconderme y lo hice. Pero creo que alguno de ellos me vio. Empezaron a buscarme. Traté de meterme en una cueva, pero resultó que era uno de sus escondites, pues encontré varias municiones y muchos fusiles. Cuando estaba inspeccionando la cueva fue cuando sentí un mazazo en el cuello.

– ¿Y lo trajeron aquí?
– Yo supongo que sí.

El editor se encontraba en un cuarto obscuro y frío, junto a otro hombre, de edad avanzada, con la cara morena y maltratada.

– ¿Sabe que nos van a afusilar? –preguntó el hombre al editor.
– Sí
– ¿Y se va a dejar así como así?
– Creo, mi señor, que ya he vivido lo que tenía que vivir aquí. Estoy seguro de que es hora de pasar al siguiente paso de la vida.

El pelotón de fusilamiento descargó las balas en el editor y su compañero, y mientras las últimas notas de las balas se esparcían por el cielo, Padrino llegó para acompañar a su amo en su nueva aventura, enfrentando el siguiente paso de sus vidas.

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