Era el 2 de mayo de 2004 cuando Fidel Castor escuchó en la radio una terrible noticia. El secretario de Gobernación Santiago Creel anunciaba la ruptura de relaciones diplomáticas con México. El pan se le cayó de la mano y cayó dentro de su taza de café con leche, causando que el líquido se derramara casi tan explosivamente como lo hacían las ideas dentro de su cerebro.
Tan rápido como pudo, alcanzó el teléfono. Marcó varias veces, pero al parecer estaba ocupado, pues de un golpe azotó la bocina. “¡Qué haré!”, dijeron sus manos que se crispaban con avidez sobre el par de cabellos que todavía conservaba en su jovial cabeza. En eso estaba cuando un par de golpes secos llamaron a la puerta.
Sus ojos se llenaron de un miedo indescriptible. Se puso blanco, las manos le comenzaron a sudar y los nervios le impedían moverse a cualquier lado. Tembló como tiembla la gelatina antes de ser devorada por un niño pecoso. Y eso mismo le iba a pasar. Iba a ser devorado.
Dos toques volvieron a repetirse, sonando huecos y sordos. La saliva se agolpó en la garganta de Fidel Castor. No pudo hacer nada más que orinarse en sus calzoncillos, y temblar aún más. Al ver que nadie respondía a los llamados, quienquiera que estuviera afuera comenzó a forzar la cerradura.
Fidel Castro notó las venas que saltaban rítmicamente y cada vez con más fuerza en su frente. Quiso tomar un gran respiro, pero no pudo, el aire no se le metió a los pulmones. En ese momento, la puerta cedió ante la insistencia y se abrió lentamente. Entró un hombre con gabardina café, sombrero obscuro, ojos azules y con facciones anglosajonas. Lentamente y con parsimonia ensayada, sacó de su bolsillo derecho una pistola de pesado calibre.
“Llegó su hora, no puede escapar como la otra vez”, le dijo con una voz carcomida por los años a Fidel Castor. Se acercó lentamente al hombre que tenía en los pies un pequeño charco, y con firmeza apuntó la pistola a la cabeza del hombre de los pelos de juventud. “¿Por qué ahora?”, pensó desesperadamente Fidel Castor.
Había logrado escapar de tantas persecuciones. Se les había escurrido tantas veces a los hombres de la gabardina. En esos momentos recordó el último encuentro que tuvo con ellos, precisamente en Cuba; casi medio siglo había pasado desde entonces. Ahora estaba solo, temeroso y parecía que todo llegaba por fin a un término poco decoroso pero necesario, pues ya no podía seguir escapando como lo venía haciendo desde casi catorce siglos atrás.
Aceptado por fin su destino, se inclinó y puso sus manos sobre la cabeza. “Está bien. Lléveme adonde me tiene que llevar”. El hombre descargó su arma dieciocho veces sobre su víctima y salió sin mayor problema. Llegó hasta el automóvil gris que lo esperaba afuera. “Misión cumplida, informa a Washington que ya eliminamos a la rata”. “Muy bien, respondió el conductor. Ahora hay que asegurarnos de que esa rata era la que buscábamos. No nos vaya a pasar como siempre, que matamos a la que no es”. “No te preocupes, si no era, matamos a otra hasta dar con la correcta. ¡Malditas ratas! No nos dejan vivir en paz”. Dicho esto, subió al auto pero antes de cerrar la puerta tuvo la precaución de meter su cola sin pelo, porque ya habían sido varias veces las que la machucaba con la puerta del auto.
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