jueves, 9 de octubre de 2008

El último día del imperio: Crimen Co.

El auto negro que siempre le hacía lucir tan bien en todas las reuniones con embajadores, políticos, empresarios, artistas, intelectuales, subversivos y clientes ahora era un manojo de fierros, llenos de pólvora quemada, cristales rotos y por suerte las llantas intactas, por lo que ahora escapaba a todo lo que el pobre automóvil viejo le podía ofrecer. Tenía que batallar con el cuerpo del chofer muerto que llevaba al lado, pues con cada curva, el hombre (¿seguía siendo hombre después de muerto?) inerte se ladeaba hacia su brazo destrozado por al menos doce balas.

Lejos de lo que podíamos pensar, la escena le consternaba bastante, sobre todo porque todos los muertos que había matado los veía en las fotografías de los diarios, y nunca como en aquella ocasión. El sudor frío refrescaba la fiebre que sin duda lo atormentaba, la sangre se le iba poco a poco, llenando el automóvil, regalo de su padre, poco a poco, convirtiéndolo en una pequeña tina, en donde sin duda alguna, si tuviera los poderes de tantos vampiros, la sangre le refrescaría la piel y seguiría siendo inmortal. Lástima, no era vampiro.

El brazo le punzaba, pero aún tenía fuerzas para manejar un poco más, alejándose lo más posible de sus atacantes. Tuvo suerte de que sus sicarios fueran dos jóvenes inexpertos y un hombre que había dejado de beber un día antes, quien impulsado por la desesperación de volver a beber, decidió omitir el importantísimo paso de verificar el trabajo con el famoso tiro de gracia. "Confío en ti, chamaco. ¡Larguémonos de aquí!", "¿Tienes miedo de que nos agarre la policía? Aquí mismo nos los chingamos", "No seas pendejo. Sabes bien que la policía sólo hará su parte. Tengo miedo de que el Pepe se acabe la botella de whiskey que me compré ayer", "¡Ah no! Así pus sí, pícale pues, que ese Pepe tiene garganta profunda", "JAJAJAJAJAJAJAJAJAJA". Y así, entre risas y plomazos al aire, había dejado muerto al chofer y mal herido al pobre José. Tenía la suerte de su lado.

Y mientras manejaba, pasando luces verdes, rojas y amarillas, escuchando sirenas de ambulancias (qué suerte tienen los que se mueren en una ambulancia) recordaba las palabras de su padrino. "Muchos, muchacho y escúchame bien, muchos son los que te dirán muchas veces aquello de que 'el crimen no paga' y yo te lo voy a decir muy claro y una vez, el crimen no paga, los que pagan son los clientes que les compran la droga. Verás, esto es un negocio. ¡Es un negocio! Así, sencillo, es un negocio, la logística es la de un negocio, la estructura es la de un negocio y un negocio vende y cuando algo deja de ser redituable pasamos a otra cosa. Es un negocio que no necesita de mucho márquetin, es un negocio que no paga impuestos, pero paga otro tipo de aranceles para que la cosa funcione, por lo que más o menos gastamos más o menos lo mismo que si pagáramos impuestos, pero como ganamos más que los que pagan impuestos, entonces esa pequeña pérdida es una pequeña pérdida. El crimen, muchacho, el crimen no existiría sin clientes. Los clientes lo son todo para nosotros, pero el día en que no haya clientes, no hay que persuadirlos a que compren, no, simplemente hay que venderles otra cosa, sexo, alcohol, cigarrillos, droga, cualquier cosa que no puedan adquirir y que quieran adquirir. Te lo digo muchacho, son nuestros clientes el principal peligro para cualquier sociedad, y te digo esto a ti, y sólo a ti, para que te des cuenta de que nosotros no somos los malos, porque sé que tienes principios y no somos los malos. Los clientes. Ellos son los malos, ellos son los malos porque quieren cosas, son codiciosos, son cobardes, son ambiciosos. Incluso algunos de nuestros empleados son malos, los ambiciosos, los que quieren más. Nosotros sólo somos comerciantes. Los clientes son los malos y los empleados que llegan con ínfulas de romanticismo a querer ser el nuevo Padrino, el nuevo Cara Cortada y cualquiera de esas imágenes icónicas que dan asco y degradan nuestro negocio. Recuerda hijo, son los clientes los malos". Y ahora se estaba desangrando por culpa de los clientes y de los empleados, malditos malos.

Las llantas del auto habían quedado intactas ante la refriega de unas cincuenta mil balas (el "chamaco" había conseguido que le cumplieran el capricho de usar la metralleta de Rambo) pero desafortunadamente el contenedor del líquido de frenos había recibido un rasguño que, a cada enfrenón del pobre José, tiraba chisguetitos, y como todos saben, de poquito en poquito se hace muchito. Pero sabemos que el pobre José tiene buena suerte y justo cuando daba vuelta a la izquierda para llegar a la casa de su padrino, Argeno Lovalles, los frenos se quedaron sin líquido y la pared de concreto hidráulico que protegía las vallas de la mansión Lovalles lo detuvieron en un impacto escandaloso.



Acudieron a su rescate, llamaron al médico Anastacio Romiro Fuentes, especialista en operaciones de urgencia en condiciones infrahumanas, que había conseguido desangrar a una veintena de guerrilleros en los gloriosos años setentas, había salvado la vida de un general mientras habían sido emboscados por Marcos teniendo como herramientas un tenedor para pastel y sanguijuelas y después de una vida entregada en cuerpo y alma a la patria había sido "jubilado" por el Ejército con una pensión angustiante. Ahora tenía que mantener su estilo de vida y revivía a los muertos de Argeno Lovalles, pero más que el dinero, era la adrenalina de tener que operar con lo elemental, un cuchillo para mantequilla y unas tijeras de pollero. Ahora bebía mucho, cogía mucho y operaba mucho, ¿qué más podía esperar?

"Esto no va a tardar Don Argeno, no se preocupe". "Yo no me preocupo, usted es el que debe estar preocupado, porque el muchacho no está respirando".

viernes, 5 de septiembre de 2008

Coming Soon!

sábado, 30 de agosto de 2008

Zombie

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"Querido Doctor McKey, no se fije en mi semblante que es el que siempre quise y gracias a usted me di cuenta de que siempre lo oculté con vergüenza. Permítame agradecerle la bondad con la que me trató la primera vez que lo vi y la sabiduría que despilfarró al sugerirme aquella cirugía, gracias a usted soy otra persona... literalmente. Quisiera disculparme por la tardanza de mi agradecimiento, pero debe entender que una recuperación después de una convulsión como la que tuve es larga, dolorosa pero al final siempre fructífera. Además, tardé mucho tiempo en volver a tomar una pluma, no tanto por falta de ganas, más bien porque había olvidado cómo escribir con los dedos al revés. Sé que también estará realmente orgulloso de mí, pues aprendí a cortar como todo un cirujano (como usted) y ahora podrá estar doblemente orgulloso, pues me siento en completa fuerza para ir con usted y demostrarle mi trabajo (deberá entender que aún tengo algunos errores debido a que uno de mis ojos se desvía de vez en cuando, pero es algo menor). Espero que después de presenciar mi trabajo se sienta como yo me sentí después del suyo... una experiencia inolvidable sin lugar a dudas".

-¿Y esto qué es?
-Es la nota que encontramos junto al doctor McKey.
-¿Será posible que este ser lo haya escrito?
-Imposible. ¡Veálo! Desde que entró a la clínica todos se apartaron de él, pensando en un cuerpo pestilente saliendo de la tumba. Es un monstruo por fuera, pero estoy seguro que fisiológicamente no es apto para escribir tan bellamente ni mucho menos para practicar un corte tan preciso... ¡Mire nada más! Es imposible que este, este monstruo haya concebido si quiera una idea tan fría, tan métodica, tan calculada y tan macabra... es un monstruo por fuera, pero eso no es razón suficiente para juzgarlo.

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viernes, 22 de agosto de 2008

Un día especial más

(foto)Un trueno cayó por la noche y terminó con la vida de Minerva. Nadie lo esperaba y como todas las muertes inesperadas, todos estuvieron en shock por varios días (hay quien dice que pasaron años antes de que su recién casado esposo pudiera salir de la perplejidad en la que cayó aquella noche y en la que vivió toda su vida). Pero había que velarla, esa era la tradición y era lo que Minerva hubiera hecho con cada uno de los que la visitó. Cuando escuché sobre su repentina desaparición no pude evitar pensar "me debe un café". Tomé mis cosas sin darme cuenta de lo que había sucedido realmente. Era como si Minerva me hubiera llamado por la mañana "¡Qué hay amiga, vamos por un café!" y yo estuviera preparándome para verla... como siempre.

Tomé la carretera, pues su casa (donde la velaban entre lúgubres pompas) estaba retirada de la mía. Atravesé innumerables parcelas que me recordaban su pasión por la agricultura. Nunca había conocido a una mujer que le gustara la agricultura ni mucho menos a una (creo que a nadie) que se interesara por el cultivo de las pitufresas. Cuando me contó sobre su proyecto no pude evitar reírme a carcajadas. Creo que al principio se sintió avergonzada por contarme una idea tan fantástica "¡Como se te ocurre semejante cosa Minerva! ¡Plantar pitufresas!". Después de varias horas de mi risa, Minerva se dio cuenta de que ahí estaba la clave para plantar la fantástica frutita: necesitaba las ondas (la frecuencia exacta) que desprendían las carcajadas para dar vida a las pitufresas. "Será un éxito... ya lo verás amiga... ya lo verás".

Nunca lo vi. Jamás pudo comenzar a preparar la tierra para sus fantasías. La muerte la tomó de sorpresa o quizás no quería que plantara esas vallas. Vayan ustedes a saber qué le pasó por la cabeza a la muerte que prefirió conjuntar a los electrones atmosféricos y precipitarlos sobre el cuerpo de Minerva. Mientras dejaba atrás los matorrales y a las aves que rodeaban el cadáver de algún perro muerto-de-hambre, la noche cayó y aplastando mi seguridad con su pesada lona de estrellas. Miré las luces de los autos que me parecieron ser luceros cayendo del cielo. Fue cuando me di cuenta de que algo no andaba bien. Fue cuando me di cuenta de que había muerto Minerva. Lloré por varios minutos, horas quizás pues cuando llegué a la dolorida casa (estoy seguro que la mansión en la que vivía la iba a extrañar igual que cualquiera, nadie olvida tan fácil a una niña tan completa como ella) y abrí la puerta de mi camioneta, salieron litros de agua salada.

Llegué a su casa y antes de entrar a la sala donde me esperaba Minerva, pasé a la cocina, tomé una taza y serví el café. El delicioso aroma me hizo recordarla y la vi, ahí junto a la puerta, como siempre se paraba.

"Me debes un café amiga".
"Lo sé, por qué no vamos a la sala y platicamos un rato".

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Entonces me abalancé sobre ella y la abracé como si se fuera a ir para siempre. Ella sonrió y me miró como me miraba cuando sabía que tenía que contarme algo muy terrible. Caminamos hacia la sala lentamente, ella me tomó del brazo, "Isaac está un poco confundido conmigo. Creo que vamos a cortar o algo así". "Minerva, te das cuenta de que eso pasó hace un año. Isaac no te cortó, de hecho están casados". "Hay... cómo serás. Gracias por darme ánimos, pero creo que esto se acabo. Creo que no habrá más y no sabes cómo me duele el corazón". Sus ojos se llenaron de lágrimas y se recostó en el sofá. "Minerva... ¿qué día es hoy?". "13 de septiembre". "¿De qué año?". "1947, ¿por qué me preguntas esto... te sientes bien?". "Te quiero Minerva. Sólo quiero que sepas que te quiero mucho y que vas a salir adelante con Isaac y que estoy segura de que tus pitufresas serán todo un éxito. Sé que vas a tener muchos hijos. Sé que vas a viajar a Europa como lo has querido siempre". "Gracias... pero me estás asustando un poco". "Tienes razón... mejor te contaré un chiste". "¡Sí! Un cuento. ¡Cuéntamelo! Quiero contarle algo a Isaac, tal vez así se dé cuenta de que soy una mujer que vale la pena". "Isaac sabe que eres una mujer que vale mucho, Minerva. Sólo que quizás esté un poco asustado por casarse contigo... vivir con alguien, responsabilizarse de algo, ceder tiempos... son cosas que no son fáciles". "Razón tienes y mucha. Pero... cuéntame el chiste".

Entonces conté uno y después otro y después recordamos viejos tiempos y vimos cómo los chistes parecían arrancados de nuestras anécdotas y comenzó a carcajearse y me sentía en un sueño, con voces de ángeles acompañando la escena. Minerva se reía. Y entonces, entonces entró una mujer corriendo, supurando alegría por los poros, lanzando centellas de mariposas, impregnando la sala con aroma a flores silvestres y a ferormonas y a paz y cirios y a luz y gritaba incontenible "TE AMO", "TE AMO" y sus ojos irradiaban belleza y vida. Minerva se levantó en el acto. "¿Quién es?" y miró a la niña que corría y lanzaba destellos de "TE AMO" y contagiaba a todos. Y volteé a ver a Minerva. Estaba viva. Se llevó las manos a la garganta. Alguien gritó "¿Qué le pasa?". Otros más, "¡Está viva!", "Jesús, María y José ¡Resusitó!", "¡Un doctor! ¡Un doctor!". Corrieron y la auxiliaron. Le quitaron unos algodones que le habían puesto en la garganta y que no la dejaban respirar y la llevaron al hospital para que le pusieran sangre nueva. Todos salieron estupefactos, entre silenciosos cuchicheos, mientras el administrador quería detenerlos, pues ya habían contratado el servicio. "Señores, no pueden irse así como así". "¿Ustedes velan muertos?", preguntó el padre, "Sí, así es pero...", "Aquí ya no hay muertos, entonces ya no hay servicio... there you go!". Y salieron ante la impotencia del administrador.

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Fue cuando me di cuenta de que su madre me miraban con extrañeza y me di cuenta nuevamente de que no me miraba con extrañeza en ese momento. Desde que entré me miraba así. ¿Quién es? Decía sus caras. Pero yo no lo había notado. Yo había entrado con Minerva y ella se había recostado sobre... su cuerpo. Y sólo platiqué con ella. Sólo platiqué y reímos. "Hija", me dijo su madre, "hija, perdona que te lo pregunte... ¿Cuál es tu nombre?". "Señora, ¿no me recuerda? Soy amiga de su hija Minerva. ¿Recuerda? Me ha invitado a esta casa desde hace muchos años". Hubo un silencio. Sus ojos me miraron con alegría y con miedo, pero creo que ganó la primera. "No importa. Ayudaste a mi hija... ella se llamaba... se llama Nadia". "¿Nadia? Pero esta es la casa de Minerva. Minerva estaba ahí adentro". Estaba sumamente confundida. "Esta no es una casa chiquita. Es un velatorio. Pero no importa. Creo que has hecho suficiente para ganarte el cielo... ahora puedes irte".

Y cuando volteé estaba en el campo, sola otra vez y recordé de nuevo que Minerva se había ido sin darme ese café que me debía. ¿Dónde está Minerva? Fue cuando vi de nuevo al pequeño niño. "Minerva murió". "Minerva murió", me dije y no pude evitar pensar "Minerva, me debes un café".
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perdiendo los sueños

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Jaime Revueltas solía soñar cosas ilógica e irreales. La cadencia de sus sueños habría dado envidia a Breton, pues cada uno tenía su propia personalidad, tenía su propia línea para hilvanar los hechos y tenía sus propias reglas. Nunca un sueño fue igual al otro, hasta en ese mundo donde las reglas del hombre y la naturaleza se deshacen en ilusiones fantasmagóricas de recuerdos y memorias, cada sueño había logrado ser un único y especial ser que nacía cuando las ondas Alfa de Jaime brotaban, crecía en lo más profundo de la inactividad corporal y moría cuando el despertador timbraba exhausto por más de diez minutos. Entonces Jaime abría los ojos y se daba cuenta de que la vigilia había llegado y era momento de dejar descansar a sus fantasías, pues toda la noche habían parrandeado en un baile concupiscente lleno de estertores y moralinas pendientes de regocijos y electrones atómicos bailando sin cesar, creando figuras y situaciones que serían aberrantes para cualquier Descartesiano.

Quizás este continuo ejercicio creativo, donde su mente descomponía y recomponía la realidad a su antojo lo preparó para su carrera, y para su vida... mientras duró. (Jaime podía recordar entre telarañas y nubes negras alguna vez haber soñado con un color que nunca antes había visto y desde entonces tenía la certeza de haber creado algo completamente nuevo para el mundo, aunque con cada día que pasaba, se alejaba más y más aquella imagen nítida que jamás pudo plasmar en ningún lugar, pues no supo con qué colores formar un nuevo color, tal parecía que su mente era el lugar más adecuado para vivir).

Ahora era un creativo en un despacho para publicidad, y le encantaba su trabajo, pues sólo tenía que escribir un par de tonterías (para él eran tonterías) en un papel y pasarlo a sus compañeros y ya estaba la nueva campaña. Pero lo que más le gustaba es que le pagaban y le daban espacio para pensar y crear verdaderas cosas (una campaña no valía la pena su cerebro, pero todo lo que estaba planeando sí). Fue así como decidió llevar una pequeña libreta en donde empezó a construir un mundo que sólo él podía entender, y aunque sabía que nadie más podría jamás acceder a él, no importaba, cada día que pasaba y cada sueño que se lo permitía, le hacía despegarse del común de todos. Ahora era él el único que había descubierto la fórmula para crear algo. Era Dios. Y sin darse cuenta dejaba de ser Humano. Poco faltaba para terminar su creación, quizás unos pincelazos por aquí (porque no escribía con letras, escribía en una forma que no puedo explicar) y unos suspiros por allá, pero en sí, aquel pedazo de mundo empezaba a respirar y abrir los ojos, a balbucear... a vivir.

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Pero (siempre esta maldita palabra que existe en la literatura para enfatizar lo que no existe en la realidad) un buen día (un mal día para él, un buen día para sus sueños, quién puede decirlo, creo que será prudente dejarlo sólo en un día, sin adjetivo alguno) algo pasó en su cabeza (qué peor lugar para acontecer una desgracia. Pudo haber perdido un ojo, un pie, el habla pero su cerebro se enfermó... quizás Dios se daba cuenta de que alguien quería jugar a ser él y Él jugó a que nadie podía ser Él). Sucedió algo completamente extraño: soñó con la normalidad de la vigilia. Las cosas que se sucedía en su sueño eran completamente verosímiles. Los olores correspondían a sus cuerpos. No había fluctuaciones en el tiempo ni paredes de olas gigantes ni autos que se movían con alas y patas y veían por todas partes ni muertos que saludaban ni atrios que se convertían en aeropuertos. Eran simplemente él y un viejito tomando el te. Algo común ¡algo común!

Y entonces el terror verdadero cobró vida. Ya no era creativo. Sus ideas increíbles se hicieron verdaderos patés comunes sin chiste ni sabor. No era sólo perder el trabajo, pues dinero había ahorrado en demasía. Lo peor estaba ocurriendo. Su mundo, su mundo se caía a pedazos. Se desgañitaba en un grito de aborto. Caía y no entendía que pasaba. No entendía que había plasmado. Entró en su mundo y era un lugar ajeno, era un Xeno en su propio nido. Sus aves (que es lo que más aparenta ser, pues recordemos que lo plasmado ahí jamás había visto la luz del sol) dejaban de volar. Sus quimeras no lo reconocieron y comenzaron a morderlo a ladrarle a enjuiciarlo a decirle cosas que no entendía pero que sabía no eran agradables. Su mundo se colapsaba poco a poco y con ese poco a poco, él lo iba perdiendo más y más.

La vigilia era el peor lugar de todos. Dejó de ser lo que era. Dejó de crear lo que creaba. Y moría por dentro. Entonces cerró los ojos y los abrió al sueño. Todo perfectamente normal. El café sabía a café. La vida sabía a vida. Y entonces, como por arte de magia, encontró que una idea se colaba. Sintió lo que sentía en la vigilia. Sintió ese pellizco de creatividad. Sintió flotar sin flotar (en el sueño bien pudo estar en agua, pues era un sueño, pero no, como dejó de ser sueño, ahora era realidad y estaba sentado). Sintió que la idea subía por sus poros y se colaba en las narices y finalmente llegaba a sus manos y abría el cuaderno y volvía a empezar lo que en la realidad se había vuelto espantoso y temible.

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Afuera, la carpeta se había secado, dejando miles de voraces gérmenes a lápices petrificados en un gesto de miedo absoluto. Los compañeros de Jaime lo fueron a visitar y se llevaron una gran sorpresa al entrar al departamento y encontrarlo en un completo absurdo, y fue mayor su sorpresa al verlo dormido, con la barba crecida, signo de que había permanecido, por lo menos en una situación depresiva por mucho tiempo. También el olor era repugnante, pues había hecho del cuerpo por varias semanas (quizás meses, quizás años) y las ratas y las cucarachas empezaban a anidar en su cuerpo. Lo rescataron y lo enviaron a un nosocomio especial para rehabilitarlo.

Los médicos le diagnosticaron un coma inducido. Así que había que esperar a que regresara y abriera los ojos por sí mismo, o desconectarlo para siempre. Cuarenta años pasaron. Mientras, durante mucho tiempo más (en el sueño, por más realidad que parezca, los años se alargan enormemente) Jaime disfrutó de la ilusión que le había negado la realidad (¿Dios?) y se había escudado en lo que realmente le pertenecía. Inventó un mundo completamente para él que no tenía que vivir en el papel pues podía olerlo y saborearlo a cada instante. Su creatividad no encontró límites y fue el hombre más feliz de todo el universo (su universo). Cerró los ojos al mundo. Murió en el mundo. Vivió en el mundo. Jaime Revueltas murió un 15 de noviembre, por falta de pago de luz.

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domingo, 17 de agosto de 2008

Un día especial

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¿Que si he visto cosas raras en mi trabajo? Esa es una de las preguntas más frecuentes que se le puede hacer a un intendente de una funeraria, y la respuesta que todos esperan es saber si he escuchado a los fantasmas traspasar paredes, ruidos inexplicables, manchas de sangre que por más que se tallen jamás desaparecen, luces que se desvanecen en el espesor de una sala vacía, un apagón inesperado, olor a flores (no a las blancas que todos ponen, ustedes saben, Jasminum Officinale, Lonicera, Clematis, Citrus Sinensis, Eucalyptus, Pelargonium graveolens, y demás arbustos y floras que no se ven por lo regular en una funeraria.

Tengo que decirles que nunca he visto algo parecido, pues es claro que los muertos no mueren aquí, simplemente los despiden en medio de lágrimas que retumban la paz de los salones y eso sí, sientes siempre un aire tenso intermitente, que se relaja a ratos, cuando la impresión de ver el sarcófago refugiando al ser querido se va palideciendo y el cuerpo se acostumbra al acogedor lugar. Es el momento en que la gente platica, empezando con la curiosa pregunta ¿porqué murió? y terminando con alguna aventura o chacarrillos del muerto en turno. Recuerdo que en una ocasión, cuando subí a dejar unos refrescos y unas galletas, escuché que el señor al que velaban había muerto por enfisema pulmonar que se complicó al grado de tener que practicarle una traqueotomía para que pudiera respirar y salvarle la vida (o alargarle la agonía que empezó desde que abrió los ojos y las narices al mundo, como se quiera ver); tan pronto como se hubo recuperado, el hombre pidió le trajera unos cigarrillos. No encontrando la forma de que el señor los consumiera por tener muchos tubos saliéndole de la boca, a la bendita mujer se le encendió la imaginación y aprovechando el tubo que salía de la traquea insertó el cigarrillo ahí. Vano es decir que el hombre disfrutó su último cigarrillo (¡esas si son cosas increíbles!, pues las cosas increíbles son las que hacen los hombres no las que hacen los muertos). Después de que las risas vuelven a aparecer en los acostumbrados visitantes, regresa el golpe seco de la realidad y el llanto vuelve a aparecer y los nudos en la garganta no dejan respirar a gusto.

Pero si me he de acordar de algo realmente extraño fue de hace un par de semanas. Cuando entré a una de las salas, encontré a dos sombras (no como las sombras de las que todos hablan, de esas que tienen cuerpo y mente, como un pedazo de carbón, negro, negro) charlar. Sus cuchicheos fueron elocuentes. Él la quería mucho y había visto sus ojos en más de una ocasión. Ella siempre lo buscó, pero nunca se atrevió a mirarlo. Así se les fueron las horas y los días, buscando la esencia de aquella mujer en los pétalos que volaban libres entre los silbidos del viento. Encontrando los petardos candentes de la mirada de él, como un par de brazas ardientes que de mirarlos la derretirían en un abrazo caprichoso que era preciso evitar para seguir sobreviviendo.

Él la buscaba entre los almidones de una canasta vieja y llena de olores agradables del recuerdo. Ella lo evitaba, pues sentía su sombra acercarse y absorberla, ingerirla y atraparla en un soplo. Él fingía ecuanimidad, cuando a cada paso sólo obtenía una pisada delatora, un olor incriminador, una plantita moviéndose, mostrando el rastro del amor. Ella corría presurosa, queriendo la libertad sin él, queriendo sus ojos, sus figuras, su risa para ella, pues lo sabía (y así había sido con todas las hembras de esa especie), tan pronto cayera entre sus manos amorosas, sus ojos le pertenecerían, sus figuras le pertenecerían, su risa le pertenecería, aun cuando fuera políticamente incorrecto pensarlo de esa forma.

Él la perseguía y ella escapaba por centímetros. El péndulo cerraba cada vez más su movimiento, prediciendo el innegable futuro de una pareja que revolotearía entre los crepúsculos tan pronto dejaran al destino hacer lo suyo. La espada de Damocles dejó caer su peso sobre los cerebros de ambos jovencitos una tarde veraniega, cuando los vientos cálidos impelieron los destinos de dos personas a cruzarse. Ella sabía que ahí estaba él. Él presentía que esa era ella. Él la miró. Ella quiso resistirse pero finalmente el magneto busco a su polo y no pudo escapar más.

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Brutal podríamos calificar a una mirada (a esa mirada). Un instante lo podemos describir con millones de letras. Ella quiso escapar, pero no lo intentó más. Las garras celosas de él la envolvieron con cariño. Hubo sangre. Hubo fuego. Hubo mordidas traidoras. Hubo relámpagos y centellas. Vibraron dos mundos. Se unieron dos corazones levantando magma, creando cordilleras, emitiendo vapores, extinguiendo dinosaurios, arrastrando a razas a perderse para siempre, empujando enigmas al exterior, abatiendo la atmósfera, creando de sus masas a nuevas generaciones de especies que no tendrían más oportunidad que reproducir la reproducción, que cazarse mutuamente y vivir el goce en un idilio salvaje y caótico. Formaron galaxias. Levantaron cielos. Inventaron dioses. Desplegaron los cerebros de millones de diminutos seres que inventaron cien mil bombas atómicas que destruyó su mundo. Y todo eso ocurrió en un instante.

No hubo besos, no hubo dedos recorriendo la piel erizada del otro. Era él frente a ella. Ella frente a él. Un abismo los separaba y los aproximaba. Finalmente él la tomó de la mano. "Quiero que me acompañes...", "...a donde sea, que yo quiera...", "...pues será a donde los dos queramos". Los pasos se acompasaron. Cruzaron charcos repletos de gente. Subieron colectivos repletos de lodo. Bajaron alcantarillas pobladas de monóxido y ácidos repelentes. Sintieron el frescor poblado de ratas. Anduvieron por paredes pintarrajeadas y sellaron con sus huellas muros que se elevaban hasta el cielo gritando su futilidad. Y finalmente eligieron el tálamo donde todo pasaría sin que pasara algo. "Después de ti". Avanzaron con paso firme, siempre entrelazando los dedos, como víboras que se muerden a sí mismas ad aeternitas.

Puedo imaginar la cara de todos al verlos pasar, derramando flores que caían en ese lugar de seriedad absoluta y de respeto completo por el dolor ajeno (siempre por un módico precio). Una mujer se apresuró a recoger aquellas flores antes de que marchitaran su belleza, no podía perder un centavo y serían una bonita corona o un arreglo pomposo para algún difunto de peso (o pesudo, como quiera verse). Nadie quiso contradecir sus designios, pues bien podía ser una pareja consternada, que le había llegado el dolor muy pronto y que su válvula de escape era por los ojos. No lo sé, pero subieron y se adentraron a una sala que aún estaba solitaria, pero que ya tenía al principal invitado rodeado de velas incandescentes.

Fue ahí donde vi sus siluetas, donde sus murmullos hablaron más de la cuenta. "¿Quieres vivir por siempre...","...empezando aquí donde parten para siempre...","...jugando contra la muerte que juega con todos...","...y reírnos cuando ni la misma muerte separe...","...lo que se acaba de unir ante sus ojos?". Una declaración de amor en un velorio: eso es amor. Eso es darle un tamiz diferente a la mercadotecnia. Es hacerle justicia al romanticismo más puro y más bello. Romántico al fin, sentí los violines de Beethoven retumbar desde la caja que presenciaba con júbilo a la nueva pareja. Él sentía las venas cargadas de electrones felices explotando de un lugar a otro. Ella era la mujer más feliz de todas (por lo menos en aquel lugar así era), sintiendo el aleteo de millones de mariposas ascender desde sus talones hasta sus rodillas, haciéndolas temblar, fracturando con rasgos de sonrisas sus fémures, inyectando pasión en el pubis, recorriendo cada vértebra, que enviaba señales propias a cada nervio, hasta terminar en la cabeza, abriéndole los ojos, levantándole las cejas, propulsando mucho aire desde su diafragma y gritando incontenible (es a esto a lo que le tenía pánico y por eso huyó tantas veces) "TE AMO".

Salió corriendo, con la mano fantasma de su amor colgándole por todos lados. Arrastrando su felicidad cruzó por varias salas. "TE AMO", repetía con valentía. "TE AMO", y el furor se le salía por las anginas, le brotaba en gotitas de sudor. Y sería difícil pensar que sólo yo vi esto, pues su cuerpo emanaba brazos de energía, excitando sin pensarlo a todos los electrones que deambulaban en el ambiente. Subió las escaleras, pasó por una sala en donde velaban a una joven mujer muerta a penas unos meses después de casarse, (si no lo hubiera visto no lo contaría), la chica no puso atención a eso y sólo gritó con más júbilo que nunca "TE AMO". Salió del lugar y todos voltearon sorprendidos a ver a la chiquilla que subía al siguiente nivel y después voltearon con mayor sorpresa al ver a la muerta levantándose de la tumba, sacándose con desesperación los miles de algodones que le tapaban la respiración y pidiendo con urgencia algo de sangre y suero para poder seguir viviendo, tan feliz como la que pasó compartiéndole un poco de felicidad.

Y lo más extraño de aquella noche fue ver a la pequeña subir hasta la azotea, gritando eufórica "TE AMO". La sangre se agolpó vívida en las cienes. "TE AMO". El calor subió rápidamente y transformó su oxígeno en un gas más etéreo. "TE AMO". Sus entrañas se convirtieron en mariposas que volaron libres, arrancándole la forma a la mujer, como una serpentina que deshace los círculos para rehacerse en espirales eternas. "TE AMO". Su vida subió precipitadamente hasta el cielo donde explotó en miles de estrellas, haciéndolas más brillantes y en el aire escuché nuevamente al aire susurrar: "TE AMO".
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viernes, 15 de agosto de 2008

Vicio

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-¿Entonces qué compadre? ¿Nos lanzamos por unas frías?
- ¡Uy, cómo será usted compadre que ya ni a las muertas respeta!

jueves, 14 de agosto de 2008

100

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Cuando tenía 40 años empezó con esa idea estúpida. Gracias a Dios a un segundo aire (como dicen los astrólogos) olvidó por completo la aberración por la edad y el miedo (miedo que provoca aberración) por envejecer y aún más, miedo por dejar las delicias de una vida de don Juan rico. Sin embargo, no supo jugar sus cartas diez años más y ahora, a los 50 me vino con lo mismo de la otra vez. "Sabes Juan (sí yo también soy don Juan, pero si me conocieran se llevarían un gran chasco, pues demerito el arquetipo), creo que tengo miedo de perder mi memoria". Fue el inicio del acabose.

En su cumpleaños número 50, nosotros, sus verdaderos amigos, quisimos hacer que se lo pasara bien, que olvidara esas necedades de la edad y de la pérdida de memoria. Por eso le decoramos su cuarto con los pósteres favoritos, dejamos los tapices blancos (eran verdes, pero odio ese color), restauramos sus muebles de madera, reparamos las cornisas, limpiamos los vidrios, abrimos todas las ventanas para que el olor a muerto saliera (tengo la teoría de que cada día dejamos a un yo muerto que se arrastra por la eternidad, a menos de que el aire limpie sus impurezas, digo, es sólo una idea rara que tengo, pero ¿quién no tiene ideas raras?), sacamos brillo a sus pisos, rellenamos la despensa, sellamos las fugas de agua. En fin, el lugar quedó más ordenado que los ángulos de un cubo. Festejamos, comimos, bebimos, bailamos, nos divertimos, comimos pastel y llegó el final del día. Todo parecía normal, jamás mencionó palabra alguna de su obsesión, al contrario contó chistes muy buenos y bebió y rió mucho.

Al día siguiente llamó a mi casa muy temprano. Fui a su departamento pues tenía algo que decirme.

"Bien Juan, creo que es momento de evitar esta tragedia. Quiero recordar todo lo que he vivido, todos los días que han transcurrido, todos olores que me han impregnado, porque sino, lo voy a olvidar todo".
"Basta con tu obsesión de Funes. No me vengas con tarugadas, mejor me regreso, realmente estás loco".
"Juan, ¿recuerdas? Ayer me levanté como todos los días, eran las 5 de la madrugada. Me estiré con delicia, sabes lo delicioso que es estirarse por la mañana. Encendí la lamparilla de noche. Me quedé unos instantes a reposar el sueño. Después me levanté y verifiqué que tuviera suficientes condones en la gabeta del buró, sabes que no los usos, pero siempre hay que estar seguros. En adelante miré la pared, después el suelo, después el techo y tallé mi cara con las manos abiertas sintiendo la rugosidad de mis cada día más viejas manos. Me calcé con las babuchas y me dirigí al tocador. Doce pasos exactos y siempre esquivo la esquinilla que por décadas me sorprende y golpea mi pie. Enciendo la luz con tiento pues a veces me da miedo tocar con la mano a alguna cucaracha, pero después me armo de valor, pues sé que tan pronto vean luz se irán. Son como fantasmas. Después di uno, dos y tres pasos. Me paré justo frente al espejo y me miré. Ojeras cada vez más grande. Me veo a los ojos y siento que desaparezco con cada día que doy. No quiero desaparecer, me digo siempre y entonces me froto con la loción tonificante. Lavo mis dientes. Resoplo dos veces. Respiro y respiro. Miro mi bigote y lo arreglo, lo despunto. ¿Después? Calistenia. Levanto los dos brazos, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez segundos. Sientes cómo los huesos de la espalda se expanden y truenan. Sientes cómo los músculos se estiran y liberan la presión en forma de un agradable calorcillo medio frío, tú sabes cómo es eso. Después va otro brazo, uno, dos, tres, cuatro, cinco segundos. Ahora el brazo derecho, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, segundos. Las mismas sensaciones. Después irá la cadera, un giro a la derecha, largo y lento pero poderoso, otro a la izquierda igual de lento y largo y poderoso. Terminamos. Respiramos profundo. Vuelvo a verme en el espejo. El color rojo de la sangre funciona para darle a mi cara un aspecto más juvenil. Me hace recordar cualquier cosa. Ayer recordé cuando éramos pequeños y los labios se nos resecaban, lo recordé a propósito de tocarlos y sentir la misma resequedad que nos provocaba el invierno gélido. Recordé que tenías unas tirillas con las que te molestábamos a cada rato..."

"Espera, ¿porqué me dices todo esto? ¿A caso te sientes mal? ¿A caso te... vas a morir?". No me escuchó. Siguió con su letanía y me contó cada acontecimiento con asombrosa precisión, aunque no descarto que algunas hayan sido rellenadas con un poco de invención muy real. Habló mucho, casi todo el día y cuando me di cuenta, me había relatado el día entero en 24 horas. Salí de su habitación, pero el siguió platicando, envuelto en un trance eterno. De vez en cuando, está bien, todos los días pasaba a visitarlo y le ofrecía un poco de comida, y él la aceptaba, pero sin parar de hablar, y así, sin parar de hablar o de recordar comía, a veces soltando toda la comida por todos lados y a veces tragándosela de verdad. A veces daba miedo pues te veía de tal manera que te atrapaba en su vórtice de hoyo negro y te ibas con él caminando por praderas de memorias insospechadas de apenas unos meses atrás, y corríamos el peligro de caer con él en ese túnel sin fondo de sus recuerdos, pues entonces ya no habría ancla que nos atara a la realidad.

Pasaron veinte años y me daba risa verlo, mientras lo duchaba, pues hablaba de sus músculos y de cómo las mujeres lo acariciaban y yo veía sus pellejos arrugados y llenos de miles de manchas y era imposible imaginar que aquél anciano hubiera tenido tantas queridas. A veces jugaba con él ajedrez y él seguía contándome cosas, aunque no dejaba de mover las piezas, claro, siempre con un poco de ayuda. Llegó un momento en que ya no podía yo ayudarlo más y entonces llegaba con otra persona para que nos atendiera a los dos, mientras su monótona cantaleta de miles de imágenes corrían a borbotones relajantes (al escucharlo me di cuenta las veces que repetíamos las cosas, pues había días enteros en que repetía exactamente las mismas cosas, aunque, debo confesarlo, cada cosa, por muy igual era diferente).

Llegó a la edad de 99 años, (yo tenía 92) con 364 días, justo un día antes de que se cumplieran cincuenta años de que había comenzado con su esquizofrénico recorrido por su vida. Debo decirles que hubo momentos en que ya no entendía bien lo que refería, no sé si por mi sordera progresiva, por los dientes que se le habían caído o porque balbuceaba como cuando tenía pocos años de nacido.

"Los colores del mundo me sorprendieron ese día. Eran blancos, completamente blancos y había figurillas opacas" continuaba, y me di cuenta de que se refería a su alumbramiento, "sentí que me empujaron de aquella cobija, y el frío me hizo gritar. ¡Qué feo es vivir!". Y me contó con detalle aquél primer día. Entonces, comenzó con la parte más inefable de su relato, se quedó mudo. Cumplía exactamente 50 años en ese momento. Sus ojos miraron a un punto inexistente y su sonrisa se hizo cada vez más grande y más grande y sus músculos viejos se relajaron, su piel anciana se volvió elástica de nuevo, (por Dios) vi cómo los cabellos viejos e inútiles se le erizaban y las canas se le cubrían por un vellón negro. Sus ojos se extasiaron y comprendí que recordaba aquel calambre mágico con el cuál había sido formado (tengo la teoría, después de haberlo visto, de que el momento de la procreación es un momento verdaderamente familiar, pues es el único en el que compartimos el placer del orgasmo con nuestros padres). Después murió.

Después de ver la tranquilidad en la que estaba mi amigo me di cuenta de que no había vivido 50 años más, los había revivido, sintió de nuevo sus mejores años y terminó con una explosión fugaz. Y también me di cuenta que yo viví a través de él. Al final me pongo a pensar dos cosas: a partir de los cincuenta qué más pudo haber sentido mi amigo sino toda la sintomatología de un cuerpo decrépito, y en cambió volvió a repetir los sabores de la vida; y que así es como me gustaría morir a mí, sintiendo ese calambre mágico... creo que no podré recordar ningún momento parecido... jajajaja creo que es momento de buscarme a una puta jajajajajajajajajajajajaja.
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Dos páginas

Esta es la historia de dos páginas blancas que un permanecían juntitas en un cuaderno escolar. Su idilio duró meses escondidos en el rincón más profundo de aquel pupitre olvidado. Pero llegó el verano y con él las vacaciones y los niños se emocionaron y sacaron sus cuadernos y arrancaron las páginas y las aventaron al cielo. Al principio el Sol asustó a las dos páginas blancas. Después el terror los invadió cuando los separaban para siempre. En seguida sintieron la frescura del viento y las ansias por volar los embruteció. Ahora eran libres, libres y podían amarse, amarse y formar figuras en el viento, grandes corazones en círculos eternos. Viajaron de aquí para allá, mirando a los autos estacionados en el suelo (ahí las miré por primera vez), que a su vez los miraban, celosos por tanto amor y tanta libertad. Y cuando el clímax del orgasmo más inefable se acercaba, sucede la desgracia, sucede que una de ellas, la hoja más blanca, se atora irremediablemente en los cables de alta tensión.

"¡No te vayas!", grita ella mientras ve a un brazo de viento arrastrar a su amado lejos, muy lejos.
"¡No te vayas!", grita él mientras ve a un brazo eléctrico retener a su amada lejos, cada vez más lejos.

Ahora estaban solos. Los hacía volar los recuerdos de cuando estaban juntos, pero las lluvias terminaron por ahogar todo vestigio. La hoja blanca no pudo seguir volando y terminó naufragando, desconsolada y sin ganas de vivir, en el charco de una casa y cerró sus ojos a lo que pasara (la otra hoja blanca tampoco pudo seguir volando y terminó naufragando, desconsolada y sin ganas de vivir, en el charco de una casa y cerró sus ojos a lo que pasara).



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Un día de invierno, un viejo decidió escribir su última historia. Había vivido para escribir y las letras se le seguían desbordando en historias curiosas a pesar de que el pelo ya no tenía tinta para seguir escribiendo y sus ojos se cansaban de repasar tantas historias que estarían por siempre libres en sus pensamientos. El viejo decidió usar una libreta que construyó con cariño, recogiendo hojas de muchos lugares, rescatándolas, pasándoles una capa de cera ligera y uniéndolas con hilo de cáñamo, cobijándolas con unas gruesas pastas de piel. Abrió el libro y deslizó la pluma. La luz de la vela despertó a una hoja blanca. El cosquilleo del bolígrafo le hizo voltear a todas partes. ¿A caso esto era el Paraíso? Sí, así fue, pues cuando miró más a la izquierda (su izquierda) sintió el calor conocido del amor (La luz de la vela despertó a otra hoja blanca. El cosquilleo del bolígrafo le hizo voltear a todas partes. ¿A caso esto era el Paraíso? Sí, así fue, pues cuando miró más a la derecha (su derecha) sintió el calor conocido del amor).

Ahí estaban los dos otra vez, juntos por siempre, portando una bella historia en sus memorias, portando su historia otra vez.

miércoles, 13 de agosto de 2008

Las penas con pan

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Sólo tengo una pregunta: si las penas con pan son menos, ¿habrá pan suficiente para empanizar mis penas?

martes, 12 de agosto de 2008

La otra cara del potasio

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-¿Y según tú, cuándo se volvió tu jefe loco?

-Es difícil establecerlo. Si nos ponemos a analizar un poco, siempre estuvo loco. Pudo ser algo en su infancia, aunque lo dudo. El señor Marono siempre fue muy respetuoso con sus padres, y por difícil que pueda creerse sus padres jamás lo golpearon, siempre lo trataron con justicia, con firmeza pero nunca con violencia. De modo que su locura es un entramado de claroscuros y usted sabe, teniente, que cuando un muchacho es joven y recibe las mejores directrices educativas, resultará cada vez más susceptible a cambiar sus rumbos. Sobre todo durante los siete y los doce años, durante ese período el muchacho puede cambiar, sobre todo si ha tenido mucha atención y de pronto, por cualquier cosa, deja de tenerla. Es diferente con quienes son de una forma y no cambiarán nunca. Son malos desde el principio y así serán para siempre, o bien son buenos para siempre y serán buenos para siempre, aunque con remordimientos. Ahora, si me lo permite teniente, le pediré dos cosas...

-¿Qué cosas guiñapo?

-¿podría regalarme un cigarrillo y hablarme de usted?

-No abuses de tu suerte barbón. Ten un cigarro, pero olvídate del respeto, tú no lo tuviste con la sociedad, no lo tendremos contigo. Ahora no andes con teorías pedagógicas y dinos, cuándo se volvió loco tu jefe.

-Es difícil saberlo. Recogimos a la menor tal y como lo habíamos planeado. Nos habíamos confiado y seguramente ahí fue nuestro error, pues cuando le enseñamos al blanco, nos gritó varias estupideces incoherentes. Ja, ja, ja, habíamos recogido a la niña equivocada. No había tiempo de pedir disculpas y dejarla donde la habíamos encontrado así que pensamos en continuar el plan y seguir con el secuestro. Entonces vino el segundo error (uno es demasiado, dos, como lo comprobamos más tarde sería mortal). Este segundo error tiene su historia. Al jefe, cuya locura no puedo determinar, pues cuando lo conocí ya estaba loco, le gustaba jugar con las víctimas. Hacía que el viejo Bac colocara la mano de alguno de ellos sobre el teclado del teléfono y después con una navaja tecleaba los números, el chiste era digitar la clave telefónica correcta sin herir mucho al secuestrado, pero, como podrá usted esperarlo, no siempre ocurría así. Generalmente devolvíamos a la víctima con las manos bastante magulladas (la víctima, hasta ahora, siempre fue devuelta porque los interlocutores caían en un pánico normal y cooperaban con el proceso, he de afirmar mi sorpresa en este caso, pues la persona con la que hablamos nunca habló, lo cual contribuyó con la locura del jefe Marono).

En una ocasión, Marono decidió jugar y picoteó varias veces las teclas sin herir a la mujer en turno. Realmente se exasperó por su buena puntería y a pesar de que ya le habían contestado, colgó y volvió a intentarlo con el mismo resultado, parecía ser el día de suerte de la mujer y de Marono. Jugó una tercera vez con más violencia y en el último dígito uso una fuerza descomunal sin conseguir herir a la mujer. El cuchillo quedó clavado en una de las teclas. Marono se exasperó y con fuerza desclavó su arma pero la hoja quedó tan floja del mango que salió disparada hasta los ojos del viejo Bac. No tengo que decirlos lo ciego que quedó Bac y lo enojado que quedó Marono, al grado de despostillarle los dientes a la mujer con la cabeza.

Ahora bien, esta historia viene al cuento pues pues como ahora sabrá, teniente, difícilmente se podían leer los números en el teléfono. El día en que secuestramos a la joven equivocada, fue Bac el que telefoneó y seguramente marcó el número equivocado nuevamente. De esto no nos dimos cuenta hasta el final, cuando Marono se había vuelto loco y había matado a las tres cuartas partes de la banda, incluyendo a la víctima y yo, queriendo salvar algo de la banda y recuperar un poco del dinero, volví a marcar, esta vez al número correcto. Quien me contestó fue un padre afligido, habló conmigo y nos entregó parte del dinero por una hija ausente, seguramente por escaparse con un novio, pues como sabemos, no teníamos a la hija de aquél pobre hombre... quién sabe de quién sería la pobrecita.

-Lo que quieres decir es que Marono se volvió loco porque ¿Bac? telefoneó mal y porque ustedes recogieron a una mujer que no debían recoger.

-No, lo que realmente enloqueció a Marono fue la persona al otro lado del teléfono. Claro está que Marono ya estaba loco, pero tenía una estabilidad que le permitía llevar a cabo procesos cognoscitivos normales. Verá, la psicología del secuestro nos indica que la amenaza primera debe infundir un miedo reactivo. Es decir, la persona debe querer dejar de sentir ese miedo por lo cual accederá a cualquier petición, es probable que negocie los precios pactados, pero invariablemente cederá. En esta ocasión, nosotros fijamos la cantidad y no recibimos respuesta, pues supusimos que el otro estaría pasmado. Lo que enloqueció a Marono fue que el otro siempre contestara (signo inequívoco de que entablaba una comunicación con nosotros) pero que nunca preguntar por su hija o por el monto pactado. Pensamos que todo saldría miel sobre hojuelas. No fue así. Siempre contestaba, parecía que disfrutaba oír la tortura, primero psicológica y después física, a la que sometimos a la criatura. Cuando comenzamos a destazar a la pobre, y el sujeto seguía contestando, enfureció a Marono. Lo hizo sentir humillado. Lo hizo sentir confundido y sobre todo sintió el sometimiento hacia alguien superior, con menos escrúpulos que él, con una resistencia voraz al sufrimiento, con una capacidad por convertir en placer el dolor ajeno. Marono definitivamente se asustó, pues el suponía que era el padre el que contestaba y que no sólo no estaba dispuesto a cederle un centavo de su dinero sino que se divertía en el juego macabro de la tortura hacia su hija. Marono se volvió loco por estar frente a un ser más loco que él mismo... o bien se pudo volver loco por falta de potasio.
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Potasio

(foto)Cuando a uno le suena el teléfono de pronto, sobre todo a mí, sucede que no se sabe qué hacer. Yo entré a mi casa un caluroso día de junio, y como podremos imaginar, el sudor me derretía tanto que las cejas ya no estaban en la posición en la que las había encontrado con anterioridad, es decir, por la mañana cuando me vi en el espejo y todo parecía normal. El sudor es pieza clave en lo que me ocurrió, pues estoy seguro que la pérdida de potasio en exceso provocó ese lapsus del cual ahora me arrepiento horrores.

Abrí la puerta con voracidad, pues el sol carcomía mi cuello a mordiditas, y yo necesitaba de un recinto fresco en donde guarecerme del hambre del astro. Tan pronto mi piel sintió la frescura las sombras (creo que esta es una de las razones por las que la maldad nos tienta a muchos), un vapor se apoderó de la habitación, como cuando lanzas un metal ardiente a un balde con agua helada. Me senté en el sofá, que por cierto debe ser una gran esponja de potasio, pues en segundos el sudor que chorreaba se había desaparecido, guareciéndose en los escondrijos del hule espuma. Entonces sonó el teléfono.

Después de varios timbrazos me percaté de la existencia de ese aparato molesto. Aún fumigado, levanté mi cuerpo con bastante dificultad y levanté la bocina. Como podrán imaginar, la persona del otro lado había colgado, y como podrán volver a imaginar, la molestia se apoderó de mi impaciente carácter. Por suerte no había avanzado más de dos pasos cuando volvió a timbrar. Levanté el auricular y antes de que pudiera decir nada (que realmente no hubiera podido decir nada, pues estaba realmente exhausto, así que de alguna forma agradezco que mi agresor (ahora verán porqué) haya tomado la palabra) el sujeto del otro lado me esgrimió con violencia una amenaza que enfriaría a cualquiera.

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-¡A ver hijo de la chingada tenemos secuestrada a tu hija! (¡Papá, papá!) ¿Escuchaste? Mira bien cabrón, vas a esperar a que volvamos a marcar y no intentes nada pendejo, eh pendejo, porque si no aquí nos atoramos a tu pinche hija, que por cierto está re sabrosa...

No supe qué hacer. Quedé atónito. Simplemente no me moví, no pensé en nada, el frío del cuarto heló mi sangre y, como lo dije en un principio, la falta de potasio en el cuerpo no me permitió hacer gran cosa. Minutos después, yo seguía parado al lado del teléfono. Volvió a sonar y contesté rápidamente:

-Serán 2 millones pendejo. ¡Dos millones al final del día! Sabemos que tienes harto varo (me sorprendí, ¿a caso me espiaban?). Sabemos que lo tienes ahí, en tu habitación (¡realmente me espiaban!). Así que te damos al final del día para que nos lo entregues. ¡No le digas a nadie pendejo! Te estamos observando...

Si antes, durante el día, mataba por un poco de frío bajo el calor tormentoso, ahora recibía dosis de vientos fríos por el cuerpo. La falta de potasio no me dejaba pensar con claridad. ¡Cómo reunir dos millones si a penas había conseguido 4000! La vida de la pequeña tenía precio y no podía pagarlo. Di vueltas y más vueltas y sudaba más y más, ahora en la sombra me derretía igual que en el sol (creo que es un estado normal en todo aquél que prefiere el lado malvado, nunca encontrará paz en ningún lado). Pasaron dos horas y la llamada me congeló nuevamente.

-Queremos los 2 millones en sacos de basura. Los vas a dejar en donde está el montón de basura. Después hablamos de la chamaca...

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No voy a contar demasiado. Las llamadas fueron intermitentes y por varias horas. Finalmente llegó el final del día (¿el final del final?) y yo seguía petrificado, sudando y alimentando mi sillón. Las siguientes tres llamadas fueron mortales para mí. La paranoia me había invadido y no había caído en cuenta que todo era por culpa del maldito sudor que me arrebataba el potasio.

-¡A qué estamos jugando cabrón! ¡Te dijimos claramente que dejaras todo el dinero en las bolas hijo de la chingada! Ahora vamos a entregarte a tu hija en cachitos, por cada media hora que te tardes vas a tener más por coser hijo de tu rechingada madre...

Los sonidos desgarradores de la menor ambientaban los gritos del fulano. Estaba aterrado. No sabía qué hacer y media hora después volvió a llamar el sujeto.

-¡No tienes ni una pizca de huevos! ¡Te vale madres tu hija cabrón! Pues ahora la vamos a violar entre todos (otra vez) hijo de tu rechingada madre y le vamos a cortar otro brazo. ¡Tienes media hora pendejo! ¡MEDIA HORA CABRÓN SOPLACULOS!

Vano es afirmar el pánico en el que estaba y vano es decirles que la tortura a la mujercita se repetía en mi cabeza, desgarrando mis neuronas y crispando todos los nervios de mi cuerpo, al grado de estar lleno de tics y de movimientos incontrolados (confieso que me oriné sin saberlo y Dios sabrá cuantas cosas más hice sin saber que las estaba haciendo... el potasio, el potasio). La última llamada llegó, como las últimas palabras del padre antes de dejar caer el filo de la espada sobre el cuello desnudo.

-¡Te vale madres tu hija verdad? Pues estoy pensando en dejarla viva, coge muy rico la condenada. Pero soy hombre y tengo palabra pinche culero. Ahora te la voy a matar. Me vale madres tu puto dinero. ¡ME VALE MADRES QUE ME QUIERAS VER LA CARA DE TARUGO! Eres un cabrón. ¡UN CABRÓN! ¡A MÍ NADIE ME HACE PENDEJO! ERES UN PUTO MARICÓN... CHINGAS A TU MADRE, MUERDEVERGAS, ¡CHINGAS A TU MADRE! ¡CHINGAS A TU REPUTAMADRE! ¡AAAAAAHHHH! DI ALGO CABRÓN... ¡DÍ ALGO!...

Los disparos de la metralla llenaron el espacio auditivo. Los gritos de la chiquilla desaparecieron entre el humo del fuego. Definitivamente el tipo se había vuelto loco, pues alcancé a escuchar a sus compinches cómo le gritaban para que dejara el rifle pues ya había matado a algunos. Ya no quise saber más. Tragedia para mí y para ellos. Caí narcotizado por la falta de potasio. Creo que dormí más de dos meses, aunque el reloj y el calendario me dijeron que sólo habían sido 12 horas. Abrí los ojos y me sentí aliviado. ¿Sería sólo un sueño? No lo creo, todo había sido una realidad espantosa... y lo más espantoso fue sentir que el potasio refrescaba mi memoria: yo no tenia hijas, vivo solo.

Es espantoso vivir con el remordimiento de la muerte de alguien más, sabiendo que el error siempre estuvo ahí... pero la falta de potasio me impidió ver cosas obvias. ¿Hacerle saber al sujeto que el número estaba equivocado habría salvado a la pequeña? ¿El tipo habría reconsiderado su error? Creo que fue un abismo al que la estupidez de alguien nos llevó a todos, y aunque caímos acompañados, abrazados por el infortunio, me siento (me sentiré) solo y lleno de vergüenza. Maldito calor, maldito potasio.
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jueves, 7 de agosto de 2008

La bola mágica

El día de ayer fui con Brown al billar. Fue difícil llegar a él pues una tromba cayó en la ciudad de México, levantando insospechados charcos en donde pululaban peces con cara de reflejos y manos de hombres de la antigüedad, extendiendo sus dedos para coger el pie de algún incauto. Por esos fantasmas no salimos de casa de Dr. Brown hasta que la llovizna tupida cesara y todos los monstruos que (en verdad) salen se fueran. Escogimos una mesa, cosa que también fue difícil, pues todas tenían grandes goteras anegándolas. Finalmente vimos una que estaba menos mojada y ahí nos instalamos.

Fue un juego difícil (como todo lo que pasó aquella noche) y en un par de ocasiones perdí y en otras dos gané. Pero el momento más difícil (les he dicho que esta es la palabra que define y describe precisa y completamente esta tortuosa noche) fue sin duda el último juego. Como se ha visto, Dr. Brown y un servidor íbamos empatados, así que este último juego debió ser el del honor. Abrí la partida, el sonido seco de la bola blanca estrellándose con la línea de bolas esperando el fusilamiento terminó en un expansivo abanico. Dr. Brown eligió matar a todas las bolas rayadas, yo me quedé con la obligación de exterminar las lisas.

El juego se desempeñaba muy bien hasta que Dr. Brown se topó con la maldita bola 12. Su primer contacto con ella fue conmovedor. La bola blanca golpeó a la 12 con especial fuerza y justo cuando se dirigía a la buchaca extrema, la 12 dio un giro inesperado, aceleró y rebotó en la meta. He de confesar que no esperaba eso, pero fue justo lo que necesitaba para que Dr. Brown no barriera conmigo como lo estaba haciendo. En un segundo intento por meterla, la bola sacó unas pequeñas manitas y se aferró al fieltro prolongando la agonía de Brown y asiéndose a la tela con todas las fuerzas para no caer en el abismo de la gloria. Dos veces era normal, pero cinco intentos infructuosos era una verdadera afrenta. Brown sudaba fúrico con tal de que la dichosa 12 cediera ante su voluntad, pero no sucedió (eh aquí cuando a la palabra difícil le sale sangre y venas y músculos y respira y te hace pasar una noche difícil). Mientras tanto, yo aproveché para, de 1 en 1 quedar sólo con la bola negra, que a su vez se negaba a entrar, cosa muy común cuando es mi juego.

"Maldita bola, no te niegues a morir", dijo Dr. Brown y soltó un culatazo con el taco que rozó a la bola 12. ¡Claramente vimos cómo la 12 sacó unas patitas y se movió, eludió el golpe de la 12! Era la locura. Fue mi turno. Pegué a la bola 8, rebotó en la banda y de rozón tocó a la 12. Jamás esperó un ataque así, de modo que no pudo valerse de ninguna argucia para salvarse. Vimos (juro que lo vimos) cómo cayó. Entonces Dr. Brown respiró tranquilo y pensó que podríamos definir la partida como dos hombres y una bola negra podían hacerlo. Enfiló su mirada a la bola blanca para que diera en la negra; era un tiro fácil pero no contaba con las agallas de la 12. Había sacado unas pequeñas uñas y ahora escalaba con férrea voluntad hacia la superficie. Quise advertírselo a Brown pero nunca me escuchó, sólo eran él y la bola blanca listos para hacer sucumbir a la negra.

El taco se deslizó por sus dedos. La punta pegó contundentemente en la blanca. Esta giró despacio y segura por el fieltro. La negra lo esperaba, acostumbrada a caer hasta la última vez. ¡Prak! Golpe seco. La negra se volcaba a su irremediable final. Sorpresa primero. Consternación después. Furia hacia mí (quién más habría puesto la 12 justo en la buchaca ganadora). Explicaciones. El coraje se volcó hacia la maldita bola 12. "¡Perecerás!" juró Brown. Lanzó el taco cual jabalina hacia la 12 que miraba a aquél objeto acercarse como quien ve una luz bonita y parpadeante. Un instante congelado. La mirada de coraje de Brown. La mirada boquiabierta mía. El taco dio justo al blanco de la bola 12. Ésta se proyectó violentamente contra una de las bandas. Saltó. Rebotó en el suelo. Aceleró su girar mientras daba vueltas en otra buchaca y finalmente salió disparada hacia la cuenca del ojo derecho de Brown.

Horas más tarde nos encontrábamos untando malteadas de chocolate en el ojo (o donde antes estaba su ojo) de Dr. Brown, quien me decía que lo peor que le podía pasar es que ahora, lejos de poder olvidar a esa maldita bola 12, tendría que verla todos los días de su vida. Mejor hubiera valido no salir aquella noche, cuando los monstruos de los charcos se esconden en cualquier objeto para hacernos la vida difícil.

Dr. Brown no volvió a ser el mismo... maldita 12

miércoles, 6 de agosto de 2008

Transfusión

Cuando el doctor me dijo que mi vida se acortaba y que sólo una transfusión de órganos me salvaría, no creí que fuera tan malo. Me hice a la idea de que con algo de ayuda volvería a correr y a ver a mis hijos y a mi hija y abrazar a mi esposa. Volvería a ver (cómo añoraba ver) los prados verdes de mi amada Escocia, ora agrestes ora llanos, como protuberancias de un Troll que había quedado sepultado por una nación gloriosa y orgullosa. El corazón me saltó cuando supe la noticia, finalmente el órgano que necesitaba llegó al hospital; meses de espera en esa silla tortuosa se iban al tiempo, agitando sus alas y muriendo con el pasado.

El médico habló y el corazón volvió a saltarme cuando me dijo que no sólo necesitaba córneas, necesitaba también una cirugía de puente del corazón. El hígado (los malditos análisis son unos bocones y no saben cuánto los odié en esos momentos) era un montoncito de tierra, estaba desecho y posiblemente era la causa de mi inflamado vientre, ¿solución?, otro transplante . Los riñones habían resentido la falta de agua. Al parecer el cigarro lejos de desestresarme sólo me provocó monstruos en los pulmones y que mis intestinos resintieran la falta de comida y un cáncer que lo acortó al parecer a tres cuartas partes de lo que era antes. Los huesos los tenía completamente horadados por el gusano de la osteoporosis y los tendones no me servían como antes... ja ja ja, es que de hecho no me servían en absoluto (eso explicaba que no pudiera caminar más). Por último, había detectado que se tendría que cambiar toda la red de vasos sanguíneos y unos cuantos pedazos de piel (al menos unos cuantos, eso me aliviaba bastante). ¿La buena noticia? Inexplicablemente tenían todos los órganos listos para ponérmelos. ¿La mala? Ustedes pueden imaginárselo...

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Fueron sentimientos encontrados. Dicha por poder ver un poco más a los míos, poder sentirlos un poco más, poder vivirlos un poco más. Miedo por que tendría que sufrir muchas operaciones, quizás años en recuperación, posibilidad a que algo saliera mal. Coraje por no tener un cuerpo sano, por no haberlo cuidado (ahora entiendo eso del templo (verdaderamente) sagrado), por no haberle dedicado un ápice de amor. Y finalmente asco, asco de pensar que tendría pedazos de muertos en mí, asco de que me transmitan porquerías (los pacientes que reciben transfusiones durante cirugía de puente del corazón tienen un riesgo más alto de desarrollar las infecciones potencialmente peligrosas, y morir después de su operación), asco de que pudieran inocularme vivencias extrañas, pensamientos psicóticos o experiencias indeseables, asco de sentir a otro dentro de mí, extranjero, xeno, alienado (inimaginable mi terror al pensar que los donantes fueran animales). Asco y repugnancia de que me volviera loco con tantos seres conviviendo en un cuerpo materialmente insignificante.

Les debe sorprender verme vivo (y tranquilo, en perfecta paz y armonía, sin las locuras que se predecían en mí por los seres indeseables), aquí, sentado y viendo la deliciosa pradera que se dibuja a lo lejos, sintiendo los golpecitos de calor en un frío estival. Les debe sorprender, porque deducirán que realizaron la operación y que, de alguna manera logré sobreponerme a los demonios que llevaría dentro de mí. Ja, pero debe sorprenderles más que mi inteligencia fue más allá. Si iba a tener a alguien ajeno dentro de mí, prefería que fuera alguien que me importara, alguien que significara algo, alguien que no fuera en absoluto un ajeno. Alguien que fuera parte de mí desde antes de serlo.

Ahora somos felices. Ahora somos realmente una familia unida. Puedo ver a través de los ojos de mi hijo, puedo sentir el calor de la sangre gracias a mi amada esposa, puedo caminar por mi hija y entre todos me reconstruyeron. No lo dudaron un segundo. Sabían que la experiencia sería maravillosa. ¡Ah todos juntos! Lo difícil fue oírlos llorar, pero las consecuencias son deliciosas. Ahora son realmente parte de mí. Somos una familia.

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Asentó (o el mal uso de la s y la c)

Cierto día caminaba una señora rumbo al autobús que la llevaría de regreso a su pueblo. Estaba realmente nerviosa, pues acababa de cometer un crímen horrendo en nombre de la venganza. Se dijo varias veces que estaría perdida si le preguntaban qué llevaba en el canasto; y se dijo varias veces que, prefería decir la verdad a parecer una mentirosa tonta porque seguramente iba a vacilar para mentir. Fue así como al subir al camión, el policía le preguntó:

"Disculpe señora, ¿qué trae usted en esa bolsa?"
"Visceras de..."
"¿Viseras? ¿De las que tapan el Sol? A bueno, pásele, pásele, no se estorbe el paso de la demás gente...".

martes, 5 de agosto de 2008

Una quimera

Hoy fuimos con mi papá a que le entregaran un (otro) reconocimiento. Esta vez fue en alusión a que el instituto donde él trabajó durante 44 años fue remodelado. Mi hermano y yo pensábamos en la ironía de que todo lo viejo lo están cambiando, incluyendo a los investigadores. Cuando ya estábamos por irnos, una colaboradora del (ex)proyecto de mi papá se le acercó para informarle que debía llevarse unos paquetes que le habían llegado a la (ex)oficina. Así pues, subimos a mi padre con acrobacias inmensas y tras caminar las antiguas sendas (que por cierto son memorias de mi niñez, pues ahí pasé gran parte de mis días cuando mi madre trabajaba en ese Instituto y cuando mi padre continuó por otros 24 años más) llegamos a la pequeña edificación que colma de blanco una pequeña lomita.

Mientras mi padre se dedicaba a ver qué diablos le habían traído, mi hermano y yo paseamos por los pasillos largos y blancos de su laboratorio. Inmediatamente el olor a químicos y gas nos recordó los días en que caminábamos por los mismos pasillos, jugando a lanzar aviones de papel, o a engañar (siempre con ese cosquilleo que provoca la adrenalina del miedo) al duende Adolfus, que según la gente que trabajaba en el laboratorio, solía gastar malas jugadas a todos; incluso a veces, cansados de no poder encontrar al pequeño ser, jugábamos a ser el duende mismo, y dejábamos extrañas notas mecanografiadas en rojo. Deambulamos un rato más, encontrando que el baño de hombres, como siempre, no tenía foco ni toallas; la (ex)oficina de mi padre era una fortaleza de madera contra el frío y un habitáculo incondicional del polvo (todavía guardaba una botella de agua mineral Peñafiel con un trozo de plástico flotando en su interior; nunca lo abrió pues estaba seguro de poder demandar a la embotelladora) y miles de papeles que bien podrían servir como nidos a ratas muy cultas.

Nada nos sorprendió, antes todo nos trajo nostálgicos recuerdos y otros que preferíamos mantener en el baúl de lo indecible. Pero mientras caminábamos (siempre está esa bendita preposición que nos da chance de introducir ese giro deseado) una musiquilla salía de lo que antes era un cuarto para lavado bacteriológico. ¿Qué había adentro? Lo cierto es que era una dulce melodía de Beethoven (no puedo recordar cuál) y que no nos atrevimos a llamar a la puerta. ¿Quién podría estar ahí adentro? También es cierto que ninguno de los colaboradores de mi papá tenían gustos tan refinados. ¿Qué había adentro? ¿Qué escondía esa puerta blanca y carcomida por los años, sepultada por los archivos muertos y olvidada por los trapeadores?

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Todo eso pensábamos sin cruzar palabra alguna cuando mi padre llegó atrás de nosotros y sin dejarnos decir palabra alguna él habló "Alcancé a escuchar lo que estaban pensando y creo que tengo que decirles que hay ahí adentro. ¿Ustedes creen que me la pasé 44 años de mi vida, encerrado en este laboratorio simplemente elaborando UNA vacuna? Es justo que sepan que adentro está mi mayor creación... podríamos decir que mi hijo olvidado, mi vástago inútil.

"Desde que llegué me dediqué a coleccionar todas las partes de animales que según yo aún podían funcionar. Encontré cabezas de cerdo, corazones de borregos, cerebros de pollo, sangre de bovinos y por mucho tiempo me dediqué a coleccionarlos simplemente, hasta que un día una tormenta cayó, lanzó un tremendo rayo que incendió un árbol y con él muchos cables. Los refrigeradores dejaron de servir, y como el único que servía contenía mis preciados objetos, y mis investigaciones eran lo más preciado hasta ese momento, decidí sacar todos los fetiches y ponerlos en una cubeta con suficiente hielo seco. Después me dijeron que iban a tardar mucho en reparar los dichosos frigoríficos y yo no podía dejar que tantos recuerdos se pudrieran así como así.

"De modo que saqué un montón de libros de anatomía humana y animal y dediqué parte de mi tiempo a armar un rompecabezas increíble. Utilicé todos los pedazos de animales que tenía, y aún así me di cuenta de que todavía faltaban muchos más para darle forma a ese monstruo. Le di dos cabezas, una de cerdo y otra de ternera, dos patas de pollo en los miembros superiores y dos patas de equino, uno de caballo y otro de burro. Las caderas fueron difíciles de compaginar pues el ovino que las prestó murió precisamente de una enfermedad que desgastan el Ilión y la Pélvis. Después, cuando me di cuenta de que tenía una bonita figura, pensé que esa sería una forma de matar mi tiempo. Decidí convertirme en un ladrón avispado que corría de corral en corral, robando rumiantes, conejos, vaquillas, un día me encontré con un gran toro, me envistió y alcancé a salvar el pellejo con un salto del tigre. Robé gallos, gallinas, palomas, corderos, ovejas, y todo lo que pudiera ayudarme a reconstruir un cuerpo inexistente.

"Trabajé en eso durante 20 años. Finalmente cosí los últimos detalles, todavía recuerdo cuando le puse las patas de conejo, inservibles fisiológicamente hablando, pero le traerían buena suerte, o eso pensaba yo. Como lo dicen los antiguos, coloqué al cuerpo sobre una plancha con unas pinzas directamente en el corazón, para provocar la fibrilación natural. Mientras esperaba la descarga adecuada (no tenía que esperar otro rayo, los transformadores harían lo suyo, pero la paciencia es oro) comencé a infundirle poco a poco material sanguinolento, mezcla de varias razas. Finalmente la hora llegó, descargué la batería y el corazón empezó a hacer lo suyo, bombeando poco a poco la sangre fresca.

"Sabía que tardarían varios meses en comenzar a regenerarse los músculos y sobre todo en hacer funcionar los dos cerebros que tenía mi criatura. Ese fue el momento más feliz de mi vida, pues estaba creando una con mis propias manos. Después siguieron una serie de eventos afortunados, conocí a su madre, me casé con ella, los tuve a ustedes, gané varios premios seguidos, la vacuna finalmente funcionó y además, ahora estaba enseñándole a hablar al monstruo. De hecho, fue en una conversación con él cuando llegué a entender qué era lo que fallaba con mi vacuna.

"Lastimosamente no todos los cadáveres resucitados tienden a ser perfectos. Debo confesar que jamás pude enseñarle alemán ni el chino de la frontera norte con Mongolia, aunque hablaba medianamente fluido el inglés y suele no entender los albures del español. Tampoco es muy ducho al momento de tocar el piano, le enseñé Beethoven y Mozart pero no pudo ni con Chopin ni con Rachmaninov, pido disculpas ahí. Como verán es una máquina imperfecta... hice lo que pude pero no funcionó".

"Padre", dijimos, esta vez al unísono mi hermano y yo, "¡danos muestras de tu descubrimiento!"

"No podría hacerlo, lo mandé al futuro después de haberlo llevado al pasado, en una máquina que él y yo inventamos".

La respuesta era más rara que todo su discurso, aunque era una salida elegante. "Bueno, padre, pero entonces ¿cómo explicas la música que sale de ese cuarto?".

"¿Música? ¿De ese cuarto? Imposible, ahí no hay más que cubetas y overoles, debe ser su imaginación... si no supiera que son tan fantasiosos, me imaginaría que están locos".

domingo, 3 de agosto de 2008

Mi vida

Ahora miro los autos pasar. Sus luces me llenan de esperanza. En cualquiera estarás tú y pronto vendrás a mí. Disfrutaremos de las delicias del paladar, reiremos, cantaremos y nos amaremos. La adrenalina se apodera de mí poco a poco. Es un sentimiento surrealista, combinando pedazos de realidad para volcarme en un pensamiento sin límites obstinados. No tardes, quiero comerte, quiero sentirte, quiero vivirte. Sabes que te amo, sabes que te adoro. No tardes, mi vida.

Dos días llevo en esta terraza. Me comí sola las migajas de lo que no se había avinagrado. La adrenalina me dominó, se convirtió en una terrible serpiente que entró en mis huesos y los explotó. El corazón ya me había estallado para entonces, pues cada coche que pasaba era un palpitar estrujante, que se aliviaría al ver tus ojos; nunca pasó. Ahora entiendo que me olvidaste, que no sólo jugaste con mis sueños y mis esperanzas, sino que te ríes ahora al pensar que te esperé. Lárgate de mí, no tardes... ¡ja! ¿Mi vida?

Tardaste en salir, tardaste en dejarte escupir de mis entrañas, en vomitar todo lo que sentía por ti, desde el amor insulso y estúpido hasta el odio matón y asesino. Pasaron ante mí, ahora lo comprendo, muchas aves, muchos soles, muchos arco iris, la lluvia me empapó y el calor me secó y creció vida sobre mí y los gatos anidaron y ronronearon a mis pies y nada de eso sentí, porque mi cuerpo no te dejaba ir. Parece tarde, nunca lo es, empiezo de nuevo mi camino. Quiero que lo veas y me veas subir al cielo y estallar en un montón de estrellas. Quiero que sepas que ya no soy tuya ni nunca lo seré... nunca lo fui. Anda, ven, no tardes, no tardes para contemplar lo que realmente soy, por que soy mi vida.

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sábado, 2 de agosto de 2008

El silencio de las nubes

Armando Álvarez Icasa miraba todos los días, justamente a las 3 de la tarde menos 17 minutos, al remolino de nubes que se hacía sobre su casa. Era un bello espectáculo que le quitaba horas enteras de un tiempo productivo. Siempre gustaba de ver formarse ora leones, ora tortugas, ora escalpelos, ora bellacos con lianas y bolitas de maíz y siempre duraba recostado sobre la dura azotea más de cinco o seis horas. Cuando bajaba, todos dentro de su casa lo veían con un poco de asco, pensando que si quizás no se la pasara tanto tiempo mirando las nubes, seguramente ya habrían conseguido comprar unas tres casas más para guardar toda su fortuna. Lastimosamente para ellos, tenían a un hijo que le costaba trabajo entender las delicias de la riqueza y prefería sentir las incomodidades de un frío suelo con la mira siempre en alto.

Un día bajó como de costumbre, cinco horas después de las dos horas con cuarenta y tres minutos en que siempre subía. Cuando atravesó el umbral de su casa, su familia lo miró con una curiosidad poco habitual. ¡Qué pasaba con esa familia de locos? ¿A caso tenía pintada la cara cual payaso? No pudo resistir ni siquiera él la curiosidad que le daba ver la curiosidad que le daba a su familia y corrió hacia uno de los aposentos más visitado por las damas de la casa: el salón de los espejos. Encendió una vela y corrió al espejo más cercano. Cuál no sería su sorpresa cuando miró en su rostro sendas marcas azules, mientras que su propia piel había adquirido un cerúleo sepulcral. Cuál no sería aún más su sorpresa cuando notó que las pequeñas líneas se movían lentamente, dibujando formas y figuras, tal y como ocurría con el cielo y las nubes que tanto gustaba de ver.

La impresión fue mucha, aunque la hipnosis en la que entró al estar en contacto con las miles de figuritas en su rostro fue mayor. La familia llamó a la puerta, pero al encontrar solamente silencio decidieron aguardar. Seguramente su hijo preferiría estar a solas, con él y con las extrañas marcas que le habían aparecido en el rostro.

Pasaron varios días y el joven Armando Álvarez Icasa no salía de su habitación, no abría para recibir alimentos y de hecho no profería ni siquiera el minúsculo sonido de alguna flatulencia delatora. Nada. La familia estaba preocupada, pero, acostumbrados a su continua ausencia, aún antes de que se encerrara en el cuarto de los espejos, siguieron con su vida normal, juntando riqueza descomunal. Quizás las únicas que se quejaban eran las damas, pues ya no podían volver a ver sus rostros hermosos y tenían que confiar la una de la otra para embellecerse, cosa por demás peligrosa si tomamos en cuenta que las damas de la familia solían no ser muy condescendientes entre ellas y preferían la mofa; aunque bien podríamos imaginar que se adaptaron a la nueva situación.

Fue justamente al séptimo día de encierro cuando llamaron a la casa unos peones. "Disculpe patrón, pero pasa algo raro en el cielo". Los hombres salieron y al ver el cielo encontraron que estaba tan azul como siempre. "¿Y qué tiene de raro? En esta época el cielo se ve azul, será hasta dentro de tres semanas cuando se vea negro". "Lo que sucede, patrón, es que eso es lo raro. No han aparecido nubes desde hace ya una semana. Eso no puede pasar porque, como usted bien lo dijo para estas fechas el cielo se pinta de blancas nubes que poco a poco lo tapan para que en tres semanas se vea negro y caiga el aguacero".

El padre no lo pensó dos veces y corrió a la habitación de Armando Álvarez Icasa. Tocó con desesperación tres veces a la puerta y hubiera seguido haciéndolo de no ser porque Armando Álvarez Icasa la abrió sin reparar en que lo estaban llamando con vehemencia. "Padre, dijo a su padre, no sé qué pasa. Las nubes quieren decirme algo. Se revuelcan en mi cara y se mueven en una danza difícil de entender. Lo peor es que desde hace unos días cada vez son más y más y poco a poco mi cara se enegrece". Era terrible, ahora Armando Álvarez Icasa tenía a las nubes en su cara, pensando que algo querían decirle, sin saber que de tanto verlas se habían acostumbrado a su rostro y ahora vivían en él.

Lo llevaron con doctores, pero como os podrás figurar, ninguno dio ni siquiera crédito a lo que veían. Transcurrieron tres semanas terribles para Armando Álvarez Icasa. Su rostro cada vez se veía más y más hinchado, negro, y siempre en continuo movimiento que parecía estallar en cualquier momento. Fue justo el último día de la tercer semana cuando el dolor fue insoportable. A la madrugada, Armando Álvarez Icasa salió de su habitación, bajó con dificultad las escaleras, salió por la puerta principal, asustó a los perros de la entrada y corrió con penosa dificultad hacia los campos. Mientras las piernas se esforzaban por llevarlo lejos de sus problemas (sin darse cuenta que los traía consigo en la cara) inevitablemente la sangre bombeaba con más y más fuerza, hasta que cayó desarmado de toda oportunidad en una cuenca.

Tanta sangre bombeando por dentro no encontraba suficiente espacio para brotar de modo que, fiel a la vida, presionó toda las venas de la cara de Armando Álvarez Icasa. Las venas se tronaron, los músculos se rompieron, los tejidos se abrieron y en medio de un grito incontrolable de dolor y de placer (dolor por la piel desgarrada, placer por que la presión se liberaba) del rostro de Armando Álvarez Icasa brotó un incontenible cúmulo de agua. Millones de litros almacenados en su faz salieron a borbotones y llenaron rápidamente la cuenca. Vano es decir que el hombre murió ahogado bajo el inmenso cuerpo de agua que continuaba fluyendo creando riachuelos y arrastrando hierba y animales estúpidos que no se daban cuenta.

Al día siguiente la familia se dio cuenta de la desgracia. Ya no verían jamás a Armando Álvarez Icasa, pero siempre tendrían agua y su hacienda sería próspera. Pasaron años y la hermana de Armando Álvarez Icasa dio a luz a un niño. Los años pasaron y el niño creció y adquirió la extraña manía de su tío muerto. Todas las mañanas subía a la azotea de la casa, justo a las tres menos diez y siete minutos para observar las caras de las nubes que se reflejaban, sin que él lo cognitara, del estanque en donde muriera Armando Álvarez Icasa. Su madre sabía cuál era el destino de su hijo y decidió resignarse al silencio de las nubes.

(imagen tomada de aquí)