El jueves de Corpus Christi, un día venerado por los católicos y que es brillantemente explicado por nuestro bloggero Gabo Márquez (ver: http://somnums.wordpress.com/2007/06/08/cuerpo-y-sangre-del-senor), se supone que cierran las puertas de la Universidad. Pues bien, yo no recordaba tan sagrado día y como todos los demás días me dispuse a asistir cabalmente a desempeñar las actividades que me han encomendado desde el día en que dí el sí al estimadísimo licenciado y ahora pronto en convertirse doctor, F Huerta.
Después de evadir los siniestros embates del tráfico, tan común en nuestra hermosa ciudad de la esperanza --siempre estará esperando, pero la esperanza no se le irá por los caminos del desagüe del gran canal-- me perfilé con alegría y un poco de estrés para introducir mi automóvil, el siempre fiel "sombragris" (aca Minu), en el laberíntico estacionamiento. Pero cuando me iba a clavar, ¡cha-chan! las dos puertas negras cerraban mi paso y entonces recordé las palabras de Marianiux "mañana no hay clases, no vayas a venir". Ni modos, ya estaba ahí.
Tuve que darme la vuelta hasta Goya y entonces me encontré con miles de lugares vacíos. "Nanai, ahora aprovecho", me dije y entonces me estacioné. Por breves instantes experimenté una felicidad rara en la ciudad de México y reservada para algunos elegidos: encontrar lugar. Disfruté algunos momentos dentro del automóvil, escuchando las charadas de Iñaki Manero y Alejandro Cacho, y mientras más entretenido estaba escuché golpecitos sobre el parabrisas. Me asomé para ver qué caía del cielo y vi miles de frutillas cayendo. Alegría doble: estacionamiento y frutillas que pisar. "Es mi día de suerte", pensé.
Me bajé del corcél autómata y me puse a pisar frutillas. Todas se desmoronaban con un crujido antiestrés bajo mis pies. Así estuve, rompiendo miles de burbujitas verdes con mis zapatos, y cuando levantaba la mirada, un mar de frutillas se perdía hasta el final de la calle. Troné, y troné, y troné y troné y entonces, llegué junto a un árbol viejísimo que estaba rodeado por una rejilla blanca despintada y a sus pies --o raíces, como se tenga a bien mirar-- hojarazca podrida adornada con frasquitos de danup y bolsitas de Sabritas, alimentaban sus venas contaminadas. Ahí me detuve porque una ardilla se posó frente a mí.
Era del tamaño de cualquier ardilla, su piel grisásea con franjas pardas y una cola más alopécica que frondosa. Comía un mango putrefacto que estaba incluído en el manjar de hojas y plástico junto al añejo árbol. No le dí importancia, en fin, una ardilla no puede hacer gran cosa más que comer, subir a los árboles y dar ternura a los niños, mujeres y ancianitos. Seguí con mi faena epicureísta pero la ardilla seguía mirándome. Me moví a la izquierda para bordearla, y ella se movió a la izquierda para que no la bordeara. Di un paso a la derecha y ella se movió a la derecha. Caminé con velocidad y ella me tapó el paso. Algo había en su mirada que me inquietó y decidí dar marcha atrás, olvidando por este momento mis frutillas.
Pero tan pronto me volvía sobre los pasos dados, la ardilla me volvió a cerrar el camino. "¡Diablo de ardilla!", pensé y sus ojos brillaron y me pareció que gritaba "¡Por fin! Mi llave de regreso a casa". "No tengo cacahuates que darte", le dije en tono conciliador, pero pareció no escucharme. Quise caminar hacia el lado opuesto y mientras lo hacía sólo sentí cómo se me colgaba de la espalda. Los nervios se me crisparon y me moví enloquecidamente para tratar de quitarme al animalejo pero se había aferrado con sus sucias garras. Mis manos se movieron con desesperación hacia atrás y ella, ágilmente, rodeó mi cuello. Quise gritar pero era demasiado tarde, pues los nervios se apoderaban de mi quijada y la trenzaban fuertemente impidiendo que se abriera. Sudaba como nunca había sudado y brincaba y me movía y la ardilla se escabullía entre mis dedos. Sentía sus patitas recorriendo mi estómago y después mi cabeza y después mis tobillos y luego mis orejas y mis sentidos estaban confundidos buscando al animalejo que me torturaba con sus pisadas diabólicas.
Finalmente la retuve entre mis manos. La aferré como un guardameta se hace de un balón travieso que se pasea por la línea de la meta. La ardilla no se inmutó. Me miró con sorna y estoy seguro que la escuché pensar "¡Imbécil!". En ese momento las heridas que no había notado comenzaron a arderme como si me hubieran bañado con aceite calcinante. Me dí cuenta que la ardilla me había mordido y me había arañado mientras yo intentaba atraparla con frenética impotencia. Entonces, mientras la aprisionaba entre mis manos, quise estrangularla, apretarla ferozmente hasta que su último hálito se extinguiera con el mío. Lo hice y la ardilla empezó a retorcerse, pero pronto las fuerzas me abandonaron y las luces se apagaron poco a poco. Mis ojos veían a la ardilla que regresaba a la compostura habitual mientars mis dedos dejaban de presionarla. Alcancé a escuchar sus últimas palabras tácitas: "¡Hogar, dulce hogar! Por fin, hoy regreso. Ja, ja, ja, ja, ja...".
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