martes, 12 de junio de 2007

No pasa nada

Felipe subió feliz a su nueva oficina. La revisó de buena gana, esculcó cajones vacíos, escudriñó repisas con polvo. Quiso abrir su ventana, pero cayó en cuenta de que no había posibilidad alguna de hacerlo. Sólo unos pequeños rectángulo más anchos que altos, en el borde inferior de las ventanas, podían abrirse para permitir al viento entrar y orear el lugar. Cuando estaba investigando el mecanismo que abría dicha entrada de aire, quedó paralizado por la vista imponente que desde ahí tenía.

Con un solo vistazo podía ver a la perenne Estatua de la Libertad escoltada por una multitud interminable de soldados de acero y vidrio, gigantes que resguardan en sus entrañas pequeñas células que permiten a la nación más poderosa del mundo respirar, moverse y vivir. Los pequeños autos amarillos inundaban las venas de la poderosa ciudad de Nueva York. Felipe respiró hondo y se sintió feliz por su suerte, que había cambiado de la noche a la mañana.

“Un día, pensó, se está abajo” y miró a las personas que caminaban en la acera entrando al edificio, muchos de ellos trabajadores de mantenimiento. Después miró su oficina, vacía pero elegante, con una alfombra gris brillante y un escritorio enorme, una computadora, un calendario y un teléfono, y continuó con su reflexión: “y otro día estás arriba”. Sonrió por la ocurrencia tan brillante que había tenido y se imaginó que la oficina incluía algún tipo de poder mágico que hacía inteligente a su morador.

Finalmente tomó asiento y esperó a que su jefe le hablara para encomendarle las primeras tareas del día. Pasaron diez minutos y nadie llamaba. Los ojos de Felipe no apartaban la vista del teléfono, mientras una sonrisa estúpida estaba grabada en su rostro. Pasaron diez minutos más. La sonrisa poco a poco se desdibujaba y los dedos de Felipe comenzaron a tamborilear en el escritorio. Volvió a esculcar en los cajones donde lo había hecho. Se levantó, se estiró, caminó, encendió la cafetera, se sirvió un poco de café, bostezó, miró al infinito, se rascó el pie derecho, miró al infinito, le dio sueño, miró la ciudad nuevamente, descolgó el teléfono, lo colgó, se quitó el saco, se volvió a poner, se lo volvió a quitar, miró al infinito, telefoneó con su celular a algún amigo, nadie le contestó, miró al infinito. Cinco minutos más pasaron y al ver que no pasaba nada, encendió su computadora.

Dos minutos más, el aburrimiento comenzó a invadirlo. Felipe era un hombre muy activo, y esa inactividad a la que se veía forzado, lo empezaba a incomodar demasiado. Descolgó el teléfono y marcó el número de una extensión, la de su jefe. El teléfono llamó unas dieciocho veces, según los cálculos imperfectos de Felipe, y entonces cayó en cuenta de que no le iban a contestar. Se resigno y abrió una ventana de Internet. Navegó dos minutos, pero el mundo cibernético parecía tan pasmado como el mundo real.

Abrió el portal de intercomunicación instantánea denominado por los conocedores como MSN. Buscó cuántos de sus contactos estaban conectados en ese momento. Uno. Sólo un mortal entre los mortales de su interminable lista –Felipe se pavoneaba al decir que tenía más de novecientos contactos incorporados, aunque difícilmente encontraría a dos conectados– estaba ahí, en ese momento. Era Bill, un enano californiano que lo había contratado para repartir pizzas. ¿Qué hacía Bill a esas horas levantados? Generalmente trasnochaba, pues tenía repetidas fiestas en la parte trasera de automóvil, siempre con una invitada diferente. Ese Bill, no podía estar dos segundos sin tener a una mujer al lado. ¿Qué hacía Bill a esas horas?

Felipe decidió indagar. Abrió la ventana de conversación. “Hey Bill”, escribió. Un minuto pasó. Nadie contestaba. “How are you doing Bill?”, tecleó nuevamene. Nada. El aislamiento material en el que se encontraba, en donde ni siquiera podía establecer una conversación a través de Internet, comenzó a azorarlo. Decidió checar los documentos que tenía su computadora. Abrió “Mis Documentos”, no encontró nada interesante. Abrió otra carpeta y otra y otra y otra y nada. Sólo había dos probables razones: el tipo que estaba antes que él era un paranóico que decidió no dejar huella alguna de su estancia en ese lugar, o el tipo que estaba antes que él era un flojonazo que no había hecho nada, motivo por el cual había sido despedido.

“Por lo menos me hubiera entretenido un poco escuchándolos”, dijo y se dio un golpe en la frente, mientras recordaba que pudo traer un par de discos que había comprado un fin de semana atrás, y que había dejado en su casa. Se estiró en su lugar mientras sentía cómo le tronaban los huesos de la espalda. Abrió la ventana de conversación con Bill para ver si le había contestado. Nada. “Hey you man! What’s up?”, tecleó con desesperación. No hubo respuesta. Bill de pronto simplemente se desconectó y Felipe le hizo una seña obscena, que es imposible reproducir en este relato.

Un sopor lo invadió repentinamente y tuvo que bostezar. Entonces se dio cuenta de que hacía falta oxígeno. Tomó el control del aire acondicionado y oprimió el botón. El aire comenzó a marchar. Miró su escritorio. Lo ordenó; las plumas del lado derecho con la punta hacia enfrente, su libreta al lado izquierdo, había un pequeño cacto que había traído desde su casa, pues su madre se lo había regalado “para que tengas algo de vida en esa oficina” y después de darle la bendición. Eso había pasado apenas en la mañana. Colocó el cacto a un lado de las plumas. Miró su escritorio. Lo reordenó. Miró nuevamente el teléfono. Nadie llamaba. Volvió a telefonear a su jefe. Nadie.

Una extraña mezcla de aburrimiento y de desesperación invadió sus brazos, sus piernas, su cuello, se aflojó un poco la corbata, se arremangó, “vamos a adelantar un poco”, se dijo, “escribe algún proyecto para que cuando llegue el jefe se lo podamos enseñar… Eso te daría puntos”. Se echó contra el respaldo de su silla. Colocó sus manos detrás de la cabeza y empezó a pensar. “Veámos, se dijo, tu trabajo consiste en… consiste en…” y entonces recordó que tenía que ver al jefe precisamente para que le dijeran qué diablos debía hacer. Golpeó con fuerza el escritorio. Se escuchó un sonido proveniente de la computadora.

Felipe miró la pantalla y una ventanita de conversación parpadeaba. Era Bill que finalmente le contestaba: “Hey man, good n u?”. Felipe se precipitó para escribir “I’m **cking bored man! I really miss all the action in the pizza place. You’ve been the best boss I’ve ever had, ‘till now…” y siguió escribiendo sus pesares sin enviarle nada a Bill, cuando un mensaje de Bill aparecía nuevamente frente a sus ojos: “Anyway, I got to work c u tonight buddy! Take it easy”, y se desconectó. Felipe no había podido enviarle todo lo que había escrito y en una rabieta cerró todos los programas y desconectó la computadora.

Se cruzó de brazos y bajó la cabeza. Entonces miró su reloj. Faltaban dos minutos para las nueve de la mañana. Faltaban cinco minutos para que llegaran los jefes y las secretarias y los mensajeros. Ya se había acostumbrado a llegar muy temprano, pues cuando era del servicio de mantenimiento tenía que llegar una hora antes que todos los oficinistas. Sonrió. No podía creer que fuera tan estúpido. “Con razón no pasa nada”, se dijo mientras miraba el calendario y se daba cuenta que la fecha era la del día anterior. “En este lugar nunca pasa nada, se dijo, antes de las nueve”. Cambió el día al calendario. Un sonido ensordecedor empezó a hacerse más fuerte y más fuerte. Felipe miró su reloj: las nueve. El sonido venía de la ventana, era como si un motor cayera del cielo. Felipe miró la fecha del calendario: 11 de septiembre de 2001. El sonido se incrementó demasiado. Felipe volteó mientras pensaba “aquí no pasa nada hasta las nueve de la mañana” y entonces quedó petrificado mientras veía cómo un avión se estrellaba contra su ventana.

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