lunes, 18 de junio de 2007

La iniciacion




Alguna vez publiqué esto en el RECORD. Se lo dedico a los que le van a los Pumas.

Aquella mañana mi padre me despertó, y con el orgullo en su rostro me dijo: “Estás listo”. En seguida comprendí la magnitud de sus palabras. El día que todos los hombres de nuestra prosapia esperaban llegaba a mí como el sol llega a la tierra. Mi padre me llevó ante el altar máximo donde pendían los retratos de los héroes de nuestra casta. Una luz mística y divina iluminaba las banderolas que con letras de oro dibujaban las hieráticas inscripciones: PUMAS-UNAM.

Mi padre inició el ritual y me dio la representación a escala de la casaca que usaban los semidioses en la cancha. Con singular alegría la coloqué en mi tórax, teniendo al puma sagrado como escudo protector, justo frente a mi corazón. En seguida untó los venerables colores en mi rostro. Azul y oro vivificaban mi carácter. La valentía de todos los guerreros que habían ofrendado sus dones hacia el puma sagrado se conglomeraban en lo más profundo de mí. El puma sagrado rugía en mis venas.

Con tono severo cantamos algunos versos dedicados a alabar las hazañas de los soldados del balón, que aquel día se cubrirían de gloria obteniendo el ansiado título, demostrando su jerarquía y su linaje de dioses. Terminados los cánticos, con solemnidad cargamos las banderas que generación tras generación eran portadas por los de nuestra familia. Mi padre abrió la puerta y un sol radiante llenó mis ojos, mi mente y mi espíritu. El camino al templo de las victorias se dibujaba a lo lejos; el estadio de la benemérita Ciudad Universitaria nos esperaba.

Entramos siguiendo el ritual de siempre. Mi padre enseñó su insignia ante uno de los protectores del lugar, lo que aseguraba nuestra presencia dentro del recinto. Tomamos asiento mientras miles de nuestra casta gritaban el más sacro de nuestros himnos: “¡Goya, goya! Cachún-cachún, Ra-ra, Cachún-cachún, Ra-ra. ¡Universidad!”. Yo lo grité. Mi padre lo gritó. Todos lo gritamos.

Y en seguida, mientras uno de los sacerdotes menores repartía el elixir sagrado de los dioses, representado en la figura de la mística cebada, y otro más nos proveía de alimentos casi tan divinos como el divino líquido, los guerreros de la cancha saltaron al césped. ¡Oh, verde pasto que creces alto y orgulloso! Como que la sangre de los más puros, alimenta la cuna de donde provienes: la tierra que te hace grande.

Los grandes soldados Campos, Capi Ramírez, Suárez, Nava, Torres Sevín Tuca Ferreti, Beto García Aspe, Miguel España, Juan Carlos Vera, Luis García y David Patiño, dirigidos por el sacerdote mayor Miguel Mejía Barón tenían la misión de conjurar una vez el nombre del dios gol. Fueron noventa minutos de gran valor que se cristalizaron en un potente conjuro: el tucazo. Pumas ganaba el trofeo que lo acreditaba el mejor del campeonato; y yo, yo me sentía orgulloso de pertenecer a linaje de tal heroísmo. Mi iniciación había concluido, pero la pasión por las proezas de los grandes héroes y el puma sagrado, apenas había empezado.

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