lunes, 18 de junio de 2007

Cronicas de las tierras goyinas: Parte II La obscuridad

Abrí los ojos y supe que no todo estaba perdido. Por lo menos el calor de mi cuerpo había regresado y el dolor de las heridas me hablaban de que todavía estaba vivo en este maldito mundo que más parece el infierno que otra cosa. Mis pies estaban fríos, pero por lo menos sentía el vientecillo, por lo que supuse que no los había perdido; pero también deduje que debía estar enterrado con los pies de fuera. Malditos pies, por querer darles un gusto pisando las frutillas, ahora estaba metido en lo que parecía un hoyo. "Estoy en el hoyo", literalmente y no era placentero, como se supone debe ser.

Me quise mover pero era imposible. Estaba aprisionado, atrapado entre tierra --olía a tierra húmeda, a concreto con dejos de putrefacción-- y con los pies afuera. Quise moverlos para indicarles a los foráneos que aún seguía con vida, pero mis piernas estaban dormidas, vivas pero dormidas, y eso no era muy útil. De pronto, la respiración se me empezó a dificultar y una sensación de claustrofobia me invadió y me aterrorizó al sentir que era imposible dar vuelta para algún otro lugar. Mis brazos necesitaban movimiento y la desesperación volvió a aferrarse de mí.

Respiré con fuerza, intentando llenar mis pulmones con la última gota de oxígeno, la cual yo esperaba que no fuera precisamente la última. Pero esto fue contraproducente, porque con mi inspiración fuera de quicio, había arrancado un buen pedazo de tierra que bloqueaba mis narinas. Ahora quería estornudar y respirar y no podía hacer nada. Estaba atrapado. Quería gritar pero estaba trabado. Quería romper las paredes del hoyo en el que estaba, pero era imposible. Quería experimentar el viento sobre mi rostro pero sólo me encontraba con mi propio aliento, húmedo y vaporoso, caliente y exasperante. Quise llorar pero eso sólo me haría necesitar más aire y no era una buena opción.

El oxígeno finalmente escaceó y cuando sentí que todo estaba perdido y que finalmente me vería libre de las ataduras de este hoyo y de este cuerpo, entonces escuché que alguien escarbaba con rapidez. Decidí esperar un poco a morirme, porque me dio mucha curiosidad qué era ese sonidito. Quizás sería algún hombre topo que me estaba buscando. Quizás no. Pero la curiosidad me dio unos minutos más de vida. Los rasguños se hacían más y más claros y pronto pude sentir las vibraciones justo encima de mi cabeza, y después de un par de segundos que parecieron menos, pedacitos de tierra cayeron sobre mi frente aprisionada y un hilito de luz iluminó mis ojos que lejos de protestar por la súbita luminosidad, rieron agasajados.

El agujerito se hizo más y más grande y el oxígeno cayó a cuenta gotas en mis pulmones, pero fueron las gotas más delirantes que jamás me hayan alimentado. En cuestión de minutos --de horas, de días, de años, ¿yo qué sé!-- mi cabeza estaba liberada, aunque mis ojos seguían bajo tierra. Un poco más de laboriosos trabajos y entonces se había hecho un hueco lo bastante amplio frente a mi cara como para poder echar una dificultosa mirada hacia arriba --sólo vi una luz anaranjada-- y estornudar con placentera soltura. Estaba en mi quinto estornudo cuando un ardilla se posó sobre mi cara.

Los nervios se me subieron por todos lados y grité con mucha fuerza. La ardilla se volteó y me miró. Era negra y sus ojos estaban llenos de escrutinio. Finalmente pareció darme el visto bueno y se fue. No pasó mucho tiempo cuando un ejército de pequeñas ardillas comenzaron a hacer trabajos sobreardillas y en un cerrar y abrir de ojos --me quedé dormido un buen rato, porque la angustia de tener tantos animalejos sobre mí fue demasiado traumática-- ya estaba liberado. Me sentí como aquel pajarito que cayó de su nido al frío invernal y que había sido atrapado por una gran bola de caca, y después había sido liberado por un gato que se lo comió. Ahora pensaba que sería mil veces mejor haber quedado atrapado en la tierra, en la obscuridad, que estar "libre" con esos roedores.

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