Tamborileaba los dedos en la cama. La luz que se filtraba por la ventana de su cuarto comenzaba a palidecer. Un cigarro se consumía nuevamente en la otra mano, que estaba colgando de la cama. Llevaba trece cigarrillos consumidos sin haberlos probado siquiera. El resto de la ceniza de su cigarro cayó al suelo. Se consumió como se consumían los minutos en su habitación. La música retumbaba en todo el lugar. Respiraba profundamente; agitadamente. Su mirada estaba en otro lugar muy lejano; no estaba en su cuarto. Los audífonos conectados a su iPod ® parecían desconectarlo completamente de la realidad monótona e inalterada de su derredor.
Tenía una repisa llena de muñecos, que según su abuela, cobrarían vida en el momento en que Dios cayera al suelo, y entonces nada ni nadie podría salvarlos, ni a ellos ni a los pobres mortales que se quedaran a ver el triste espectáculo. Parecía que en ese momento, Dios caía, porque los muñecos se movían lentamente al ritmo de las percusiones que golpeaban en los oídos de Jaime. Su movimiento era casi imperceptible, pero si uno ponía demasiada atención en los pequeños dedos de los autómatas de madera, se percibían leves movimientos.
Las ondas sonoras poco a poco llenaban la habitación de Jaime. Él seguía sumido en sus pensamientos, en su imaginación. El piano entraba con su compás diáfano y corto pero imponente, claro y lleno de vitalidad. Las percusiones se mantenían con un ritmo hipnótico. El acordeón completaba la armoniosa melodía, con matices largos y esfumados, dando la sensación cremosa de dos labios surcando la piel. La guitarra acompañaba a todo el resto de la música, daba ritmo, daba pausas, se iba, llegaba, bajaba, subía, gritaba, giraba, se regodeaba en los músculos de Jaime, se anidaba en sus brazos y ahí se acurrucaba, jugueteaba con sus sentimientos, le hacía cosquillas. De pronto un violín tomaba el lugar de la juguetona guitarra y con su vibración melancólica elevaba la razón de Jaime a un estrato imperceptible, invisible e impensable sin esas vibraciones melodiosas que inundaban la atmósfera, tal como lo hacía el humo de su cigarrillo, que en este momento se consumía nuevamente, y se combinaba con el irrespirable aire que ya no soportaba más el encierro de Jaime. Los bajos marcaban la guía para todos los instrumentos. Eran casi imperceptibles —para casi todos los sentidos menos para el corazón, que era el que lo oía retumbar en sus músculos como fibrilaciones, y parecía que esos bajos somníferos también gobernaran el corazón y la razón de Jaime— imperceptibles como lo es la estructura ósea de la mayor parte de las criaturas vivientes; y tan importante para mantener vinculados al resto de los sonidos, que sin los bajos, todo quedaría sin orden, sin madre, sumergidos en un caos eterno, como cuando los fantasmas se escaparon de la caja de Pandora. Así eran los sonidos graves que Jaime sentía recorrer por sus oídos, por su cerebro; recorrer cada neurona, cada dendrita y alojarse en los receptáculos de su órgano, para después redireccionar los sonidos a todas las partes del cuerpo, que adormecidas, caían en una especie de viaje.
Sentía que viajaba, que su cuerpo se desprendía de su espíritu y se quedaba yerto en la cama, descansando verdaderamente de hacer nada. Mientras tanto, el espíritu de Jaime corría entre las nubes de humo y electricidad que se regodeaban entre las paredes de su cuarto. Luces amarillas y rosas se transformaban en un espectáculo impresionante e impreciso. Después las luces se convertían en flores y después en animales sanguinolentos, despedazando cocos y embriagándose con su leche. Los muñequitos cobraban una estatura irreal, unos se hacían enormes mientras los otros se hacían todavía más grandes y parpadeaban cambiando los ojos de lugar y luego creciendo y creciendo para después reventar y con los rescoldos de su ímpetu se formaban pequeñas guitarritas que se moldeaban a las figuras femeninas que Jaime tenía en tres carteles pegados alrededor de su cuarto. Entonces, las féminas se salían de su cuadro y caminando sensualmente se convertían en agua y mojaban a Jaime lentamente, como besándolo, como acariciándolo con sus lenguas suaves y dulces, llenándolo de un calor agradable, como ondas que entraban en sus poros y le hacían elevarse, y girar como si estuviera cayendo desde lo más alto del sol. Pero la agradable sensación del contacto de esa agua femínea entre sus miembros comenzó a cambiar muy lentamente, y casi sin darse cuenta, el agradable calor se tornó en violentos puntazos, pinchazos dolorosos y muy pequeños, como miles de agujas atravesando sus piernas, picoteando sus brazos; como si la arena del mar, al ser revuelta por una impetuosa ola, se arremolinara entre Jaime y su mundo y entonces los pequeños granitos raspaban su piel y lo incomodaban. Inmediatamente un fuerte golpeteo lo elevó como una fuerte marejada y lo despidió hacia el cielo, llenando sus sentidos de olores y sabores llenos de melancolía y alegría. La música que invadía su cuerpo era mejor que la droga. La música lo hacía sentirse mejor que cualquier sustancia química que el hombre hubiera arrancado a la madre naturaleza para evadirse como él lo hacía en este momento. Una voz angelical acompañó entonces su viaje entre las nubes de humo negro que cambiaban de formas ante la cada vez más tenue luz que se filtraba por la ventana del cuarto de Jaime. “Se desapareció” decía la voz y entonces Jaime sentía que el corazón le mandaba una corriente eléctrica que atravesaba todo su etéreo ser. Otra vez el agua cálida de las mujeres lo volvía a rodear. Sentía los cuerpos cálidos y sudorosos de sus mujeres rodeándolo y llenándolo de sensaciones maravillosas, como chorritos de agua fría en un mar de agua caliente.
Tres golpes secos rompieron el encanto. Los muñecos palidecieron y se detuvieron. Jaime regresó a la realidad. Era como si estuviera a punto de entrar en el clímax de su culminación y de pronto su amante se esfumara dejándolo con el dolor de su felicidad. Sus ojos, abiertos en todo momento, recobraron la vida que se había alejado para jugar en la tierra donde su corazón y su razón hacían el amor a menudo. No quiso hacer caso a quien llamaba a la puerta. Cerró los ojos fuertemente, y lleno de rabia quiso volver a sentir el ritmo. El piano tintineaba alegremente y los bajos volvían a hacer los suyo. Pero un nuevo juego de golpes lo alejaron bruscamente de la mujer buscada.
Detuvo su reproductor de música y salió para ver quien era. Nadie. Sólo encontró una nota. “Te dejé galletas y leche en el refri. Fuimos a ver a tu abuelo. Mamá”. Arrugó el papel y lo lanzó hacia el cesto. Se sentía un poco abrumado y molesto porque su madre había interrumpido su viaje. “Todo por unas galletas”, se dijo a sí mismo. Bajó por ellas y subió inmediatamente.
Volvió a ponerse los audífonos. Tomó una galleta y se desmoronó entre sus mandíbulas. Saboreó el sabroso chocolate y entonces reinició la música. Miró el título de la canción. El sonido chirriante como de gaita le conmovió el corazón y lo estrujó, llenándolo de lágrimas que se transformaron en un torrente, en una cascada que cayó desde su corazón hasta los lugares secretos de su memoria, y ahí el chorro provocó algunas ondas tremendamente enormes que invadieron cada parte de su ser.
Inmerso en la música y en los sentimientos dolorosos que ésta le provocaba, se asomó lentamente, casi tímidamente a su ventana. Descorrió la cortina. Las gotas chocaban contra el vidrio al compás de la música. Tac – tac – tac. Su sonido intermitente e infinito se multiplicaba y hacía que su memoria encontrara pedazos de recuerdos rotos y sueños deslavados y los uniera creando imágenes que jamás habían ocurrido y que sin embargo se sentían tan vivas como si esos sueños recién nacidos hubieran existido en carne y nervios.
Los ojos de Jaime se perdían en las múltiples gotas que al encontrar la muerte con el vidrio, alcanzaban a esparcirse y generar múltiples gotas que continuaban la panoplia de la gota madre, deslizándose, escurriéndose por el cristal. La mirada de Jaime siguió una de las gotas. El ritmo delicioso de un acordeón hacía que el viaje errante y aleatorio de la partícula de agua se viera fascinante y emocionante. Cada camino que la gota elegía iba acompañado de un compás diferente. Las notas dolorosas del acordeón danzaban con la gota, y ésta formaba siluetas de mujeres, ojos llorosos, madres rezando, parejas concibiendo su amor en la obscuridad de sus corazones iluminados sólo por la pasión de sus miradas y el contacto límpido de sus cuerpos. La gota seguía caminando, seguía eligiendo caminos tortuosos e impredecibles. Finalmente, la gota se mezcló con un charco que se formaba en la base de la ventana. Y justo ahí terminó de morir la gota lanzada desde las alturas y que había recorrido tantos lugares, tanta distancia, sólo para unirse a las demás lágrimas lanzadas por el cielo.
La música siguió con un plañido fúnebre que despedía a la gota. Jaime veía a las hermanas de la primera gota caer y unirse para formar a la, hacía unos momentos, extinta gota madre. Mientras estaba perdido en ese espectáculo natural, la canción terminó, pero inmediatamente entró una nueva. Eran golpes de piano rapidísimos, pero también tristísimos. Era como la continuación de la pieza anterior. Y mientras los sentidos de Jaime se acostumbraban y disfrutaban el cambio, una pareja de novios atravesó la calle apresuradamente para evitar la levísima llovizna, que anunciaba una tromba segura. Jaime miró a la chica. Era, pequeña, morena, ojos enormes, cabello lacio y corto que enmarcaba deliciosamente su rostro fino, sus facciones perfectas, su nariz recta y pequeña, sus labios pequeños y carnosos, ardientes, antojables, su cuello firme, sus pechos grandes pero no desbordados, su talle excelso, sus caderas poderosas, sus pies hermosos, y su único defecto, ir del brazo de un estúpido.
Las notas sintieron el colérico humor que se apoderó de Jaime. Las notas del piano cambiaron por acordes fuertes, pausados, con una cadencia angustiosa, iracunda y famélica, que buscaba venganza para satisfacer su hambre de odio. Los ojos de Jaime reflejaron todo eso. Nunca había visto a ese estúpido, pero a esa mujer la había visto mil veces en la playa donde su razón y su imaginación hacían el amor con pedazos de memorias. La canción cambió de ritmo. Los tambores y percusiones dominaron largamente un instante de su vida, inflamando a cada golpe el corazón de Jaime. La guitarra le indicó que era momento de que declarara la guerra. Siguieron unas notas del piano, fuertes y decididas. Las percusiones se detuvieron unos segundos, pero el ritmo lo llevaba la guitarra. Los ojos de Jaime se posaron en la cara de ella. Iniciaron nuevamente las percusiones. El violín entró, el piano cayó. La mirada de Jaime arrancó una mirada de ella, un instante perenne. Sus dos miradas se encontraron; viejas conocidas. Ella seguía caminando al lado del mequetrefe aquel, pero su mirada estaba bailando con la de Jaime al ritmo africano y pasional de la pieza musical e hipnótica que oía Jaime. Las percusiones aumentaron. Un ritmo sabroso invitaba a las miradas a iniciar el baile que los envolvía desde mucho antes de haberse visto por primera vez. Sabían que uno pertenecía al otro. Sabían que eso estaba escrito y sólo estaban disfrutando el momento, dejando que la corriente de sus corazones los guiara en los borrascosos caminos del amor y la pasión, tan tenues las fronteras que a menudo ambos ríos se juntan en un manglar de sentidos y sentimientos que desbordan, callan y matan.
Los ojos de la chica hacía rato que habían dejado de ver a Jaime, y sin embargo, su pensamiento seguía enredada con esa mirada fugaz a aquella ventana donde un chico le robó el pensamiento. Jaime seguía en ella, sobre ella, dentro de ella. Los dos ojos finalmente se quedaron quietos. Era el preludio de la pasión. Los ojos de la chica le sonrieron a los de Jaime. Se acercaron poco a poco, acompañados de los compases de la canción. Lentamente, pero ininterrumpidamente, ella se acercaba, él se acercaba, ella se acercaba, él se acercaba. Finalmente comenzó la danza. Los cuerpos se juntaron. Las almas se cruzaron, se entregaron, se mezclaron, se hicieron una, se deshicieron, se rehicieron y se convirtieron en agua y tierra, en sal y mar, en lluvia y viento, en sol y sudor, en sangre y victoria. Las corrientes de la luna comenzaron a erizar la piel de ella. El sudor recorría las dos pieles y formaba surcos por donde la electricidad hacía brotar a los poros de la piel. El violín acompañaba los compases de sus cuerpos que se unían y se desunían, creando una corriente de miel que los envolvía y no los dejaba ir.
La chica estaba muy lejos de Jaime, y sin embargo sentía todo lo que Jaime sentía. Fue sólo un instante y su cuerpo estaba a punto de recibir un orgasmo jamás imaginado. Sus ojos se cerraron. Su acompañante no lo notó. Las gotas frías clamaban el ardor que aumentaba en la superficie de su suave piel. Su respiración comenzó a aumentar lentamente, como el viento antes de una tempestad. Las percusiones quedaron solas con ella. El violín la elevaba lentamente. Poco a poco su corazón latía más y más fuerte, al ritmo de la música. Tic, tac, tic, tac, tic, tac. Se detuvo. Miró la obscuridad y en la obscuridad encontró a Jaime. Se entregó a él. Se dejó invadir. El piano tocaba su piel y la erizaba. El viento la acariciaba con mayor fuerza. El ritmo era seductor y provocativo. Las percusiones aumentaron. Sus caderas se movieron más fuertemente. El piano chillaba y golpeaba las cuerdas, una, dos, tres, cuatro, veinte veces, mil veces. Y mientras, sus cuerpos se convulsionaron en una explosión de agua, luz y vida.
Jaime abrió los ojos. La música había terminado. La deliciosa visión se desvaneció. La chica también abrió sus ojos y encontró a su galancete mirándola estúpidamente. Soltó su mano con rabia. Lo miró furibunda y echó a correr, remontando el camino que habían recorrido a penas unos minutos atrás. Tenía que encontrar la ventana donde Jaime le había robado la mirada. Jaime oyó que la reverberación de las percusiones de su melodía cesaban y se extinguían, consumiendo los rescoldos del arrebato carnal y fantástico que había experimentado. Abandonó la ventana y se sentó en la cama. Llevó sus mano a la cara, tratando de retomar fuerzas después de haberlas gastado con aquella mujer que llevaba clavada en su corazón y en su pensamiento.
La chica seguía corriendo, sólo guiada por la intuición que la llevaba de la mano, conduciéndola entre los cientos de ventanitas que adornaban aquella larga avenida. Se detuvo frente a la ventana de Jaime. No había nadie, sólo gotas cayendo y mojando la ventana y su corazón. ¿Era posible que ese arrebato carnal y fantástico lo hubiera creado su imaginación para alejarla de aquel gaznápiro simplón? Su corazón latía mandando la sangre a su cuello, y sentía los latidos de su corazón golpeando en sus oídos. Sentía que adentro de esa ventana estaban los ojos que la habían hecho volar, pero su mirada esta vez le presentaba una ventana vacía, sin vida. Su corazón le decía que ese era el lugar, su cerebro se lo confirmaba al interpretar los signos de su sangre caliente corriendo por las venas de todo su cuerpo. Pero sus ojos le indicaban otra cosa. Sin embargo, miró la ventana y dejó que el poder de su mirada penetrara dentro.
Jaime se sintió espiado. Sintió que unos ojos felinos lo acechaban. Se sintió una presa siendo cazada. Miró a todos lados y no encontró nada. Se identificó con el cervatillo que huele a la leona, pero que le es imposible mirarla, pues se esconde entre las altas hierbas amarillentas de la Sabana. La mirada era fortísima y obligaba a Jaime a voltear, pero sólo se encontraba con su pared, y con el cartel de una mujer que lo miraba provocativamente. No podía creerlo. Esa mujer, producto de las tintas de una imprenta, tenía el poder de invadirlo. ¿Era ella a la que había soñado en tantas ocasiones? ¿Era ella quien ahora lo llamaba? ¿Verdaderamente había cruzado la tenue separación entre la cordura y la sinrazón? Se levantó de la cama y posó los ojos en la fémina dibujada. Se acercó a ella para analizarla, y sopesar su mirada. Quería penetrar en ella y descubrir si efectivamente era ella la razón de su desesperación. Pero cuando se acercó un grito le indicó que la mirada no venia de la chica del cartel, sino de afuera. “¡Ven por mí!”, gritaba una mujer.
Jaime asomó su cabeza y casi se cae al suelo cuando miró a la preciosa chica con la que había disfrutado uno de los momentos más hermosos y deliciosos de toda su vida. Logró mantenerse en la ventana, y entonces las dos miradas se reunieron nuevamente. Ella le sonrió, giró la cabeza y su mirada cambió bruscamente. El estulto acompañante que había abandonado minutos atrás caminaba hacia ella, pidiéndole una explicación. “¡Corre! ¡No hay tiempo! ¡Ven por mí!”, le gritó la chica a Jaime. Entonces él también miró al necio que se acercaba hacia su vida. Quiso abrir la ventana, pero estaba atorada. El palurdo joven se acercaba cada vez más a la chica. La lluvia aumento tremendamente su intensidad. La chica se guareció en un pequeño portal que tenía la casa situada frente a la ventana de Jaime. El caudal de agua que corría por la calle aumentó cada vez más y más, y la lluvia seguía cayendo, desplomándose, inundándolo todo. El novio de la chica intentaba acercarse, pero la lluvia y los fuertes vientos se lo impedían.
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