Me habían liberado del hoyo, de eso no quedaba ninguna duda. Pero ahora estaban ahí, doce grandes ardillas, con sus pelillos blancos y sus ojos grises, mirándome y discutiendo entre ellas. Estoy seguro de que las escuché decir "El cambio es justo. Chump pide regresar a cambio de esto. El cambio es justo". Y mientras deliberaban, porque no todasestaban de acuerdo con que el cambio era justo, yo me debatía por tratar de escapar de una madriguera del tamaño de una nuez. Ahora había luz, pero seguía faltando suficiente aire y mis pulmones no lo resisitirían más.
Una de las ardillas se puso de pie y caminó hacia mí. Yo no podía moverme y sólo sentí la repugnancia que me había dejado el traumático episodio vivido con la primera ardilla. La pequeña criatura aprovechó que no podía moverme y se subió hasta mis ojos. Ahí pude ver su reflejo reflejado en el mío y me metí sin quererlo a un mundo tan pequeño que cabía en aquella cabecita de roedor. La visión me dejó petrificado, y mi impresión se corroboró cuando vi que la ardillita comenzaba a morder mis brazos con sádico fervor, tal y como lo acababa de ver a través de sus negros ojos.
La mitad de medio centímetro de mi piel había dejado de existir, y casi siete centímetros cúbicos de carne y músculo y grasa y contaminación impregnada en mis tejidos se debatían entre los intestinos de la asquerosa ardilla. Se limpió los bigotes con al cola y caminó hacia sus camaradas. "Es de fiar. Podemos aceptar el trato", les dijo a sus colegas. Todas brincaron de gusto y dieron saltos desaparramando por todos lados enormes terrones de suelo. Cantaron como sólo las ardillas saben cantar, con gritos agudos y muy rápidos. Afilaron sus garritas entre ellas y después de lamer un par de veces sus largas colas negras caminaron hacia mí.
Una masa única llena de fieros dientes y ojos resplandecientemente negros reptaban paso a paso marcado por los tumbos de mi corazón. Poco a poco me consumieron en un terrible banquete. Sus dientecillos afilados arrancaban como un cortauñas pedacitos de mí, y así, de a poco pero rápido, duele mucho morir. Habían pasado escasos instantes cuando ya me sentía más liviano, con mucho ardor y punzadas y olor a sangre y estiércol --porque las ardillitas no perdían tiempo y tanto que comían tanto que cagaban-- y pellizcos molestos y dolor, pero liviano. Las ardillas poco a poco me iban liberando de mí mismo.
La sangre salía a borbotones y en medio de una rapsodia de emociones mezcladas con melodías de Sabina, Queen, Metallica, la rumbera Celia Cruz, Jarabe de Palo, Rigo, Augusto, Muse y algo de Chopin, Mozart, Rachmaninov, Albinoni, Beethoven, Prokofiev pinceleados con los cantos de Homero, Cervantes, Lope de Vega, Stendhal, Bécquer, Guy de Maupassant, Lovecraft, Poe, Camus, García Márquez, Borges, Carpetier, Skármeta, y aunado a las locas voces de Spinoza, Paracelsus, Guillermo de Ockham, Aristóteles, Platón, San Agustín y Santo Tomás, Kant, Schoppenhauer repetidas a través de los altibajos tonales de la voz de Jorge Morán, la muerte me disolvía con la tierra.
Pero siempre tiene que suceder algo para que la felicidad se vaya. La ardilla que me condujo a ese libramiento del dolor con el dolor, la que había hecho un pacto con las demás ardillas para dar mi carne y mis huesos a cambio de su regreso, esa ardilla con el rabo pelón y los ojos de saetas envenenadas ahora traicionaba a todo mundo. En el desenfreno del éxtasis por devorame, todas la ardillas habían abandonado sus puestos de mando, incluyendo el rey de las ardillas, quien precidía al consejo de las sabias. Sus ojos se llenaron de avaricia y se avalanzaron hacia mí sin discernir las consecuencias mortales.
El trono estaba vacío, una jugarreta tonta, de niños, muy bien pensada por la ardilla exiliada. Ahora ella ocupaba el trono y todas las demás ardillas volteaban hacia la cúspide con ojos aterrorizados. La sentencia se había cumplido, lo decían las profecías "el real escaño será ocupada por la muerte, el fin de los días nos ha rebasado". Todas las ardillas se olvidaron de su tarea liberador y empezaron a correr por todos lados. La muerte se apoderaría de ellas, incluso de la traidora, y no importaba para donde intentaran escapar, ya todo estaba escrito.
El bullicio terminó a escasos minutos y ahora yo me arrastraba intentando encontrar algún otro agujero por el cual escapar. Se me ocurrió una idea imposible. Empecé a desmembrarme. Un brazo, luego el otro, las piernas, los dedos, la cabeza. Ahora era la representación viviente de la Coyolxauhqui. Ordene a cada uno de los retazos de mí que encontraran por sí solos algún lugar a dónde escapar, pues si bien eran los últimos días de las ardillas, no tenía que ser así para mí, hombre totalmente ajeno a las paranoias de los agradables roedores --en el fondo me cayeron bien--. Mi cabeza reptó como mejor pudo, ayudándose de los labios y de los dientes. Los brazos y las piernas tuvieron mejor suerte.
El tronco no sé cómo se movió. Todos desaparecimos dejando la obscura seguridad de la caverna. No sabíamos a dónde íbamos. Pero era indudable que nos volveríamos a ver. Las heridas dolían, pero era más fuerte la fuerza de libertad.
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