El sábado 16 de junio mi abuelo Pablo cumplió ni más ni menos que 100 años. ¡Vámonos! A tan grande acontecimiento deberíamos corresponder con un gran festejo. Y así fue. Durante las últimas tres semanas, quizás cuatro, mis papás se pusieron a ver en dónde, cómo, cuándo, cuánto y quiénes iban a hacer el festejo. Mi hermano, al igual que yo, éramos de la opinión de hacerlo en un restaurante, para minimizar el trabajo. Después del habitual toma y daca y de proponerlo a la familia se decidió que sería en la casa de un servidor --suya también, lector, lectora queridos, si me la piden y me dan una buena lana, ¡¡¡jo jo jo!!!--.
En seguida mi mamá nos puso a trabajar a mi hermano y a mí. Nos mandó por varios paquetitos de granos de maíz previamente cocidos para hacer un pozole de esos. Y ahí empezó el periplo. Ibamos al super y mi mamá nos decía que se nos había olvidado un par de cosas de la lista--mentira, a ella se le había olvidado anotarlo--. Regresábamos y nos volvía a mandar. El último viaje lo hicimos por las cervezas. Llenamos el carrito con muchos "sixes", eso sí, de diferentes sabores y colores, para que nadie quedara ofendido por la falta de tacto de los anfitriones. En ese momento recordé el slogan de las cervezas sol: Hoy hay futbol, mientras los paquetes desfilaban en la banda de las cajas.
Finalmente llegó la víspera del festejo. Mi madre había pedido una mesa larga con veinte sillas, y cuando llegué a la casa todo estaba en su lugar. Las mesas con manteles, las sillas cubiertas, enormes cajas con vajilla y vasos. "Sólo faltan las flores", nos dijo mi mamá. Ahí vamos mi hermano y yo, nada más y nada menos que a la florería de 24 horas, la que nunca cierra y que está en avenida chapultepec, casi casi donde se encuentra con constituyentes. Pedimos unas rosas blancas y de inmediato el joven me trajo una coronota de esas que usan para los funerales. "¡No, no, no!", le dije. Finalmente compramos una docena de rosas blancas y rosas --me las dejaba a 90 le dije 70, quedamos en 75, me vieron la cara-- y un par de arreglos florales. Con que la casa no pareciera funeraria me daba por bien servido.
Dejamos todo presto para el día siguiente, quién nos diría que sería de los más ajetreados de toda mi vida. Mi madre me hizo levantarme muy temprano, pues teníamos que recoger al abuelito Coco. Mi abue está un poquito gordito --sí como no, que le pregunten al asensor-- y generalmente se desplaza en su silla de ruedas, más por comodidad que por necesidad. Llegamos por él y lo subimos al automóvil. Nos lanzamos hacia la casa. Llegamos, él se bajó y yo estacioné el coche. Llegó el asensor y subió mi abue, su ayudante --otros 100 kilos más-- Omar y yo. Marcamos el quinto piso. Subimos el primero, el segundo y a la mitad del tercero ¡cha chan! que se traba el jodido elevador.
Ahí estabamos un viejito, dos hermanos y un cuate más, respirando el poco aire que quedaba. Pa su madre. Mi hermano se puso nervioso y en seguida actuó: abrió las pueras y efectivamente sólo pudimos ver la mitad del concreto pintado en amarillo huevo con un poco de mugre y arriba un pedazo de puerta y abajo otro pedazo de puerta. En vano intentamos abrir la puerta que estaba más arriba. Entonces Telcel entró en acción. Omar marcó por su celular --qué bueno que no lo había vendido aún-- a la casa, que estaba tres pisos más arriba --tan lejos y tan cerca-- y Lupita, hermana de Mario, el cuate que le ayuda a mi abuelito y que ahorita estaba ayudándonos a consumir el oxígeno del elevador, nos contestó. En seguida la pusimos al corriente de nuestra situación y bajó cual flash.
Cinco minutos después ya estaban ahí mi mamá, lupita, el conserje, su mujer y nadie podía abrir las susodichas puertas. Otros cinco minutos después llegaba el conserje con una llave --un vil clavo largo-- y, haciendo gala de su memoria, recordó cómo le hacen los técnicos del elevador para abrir las puertas y de pronto, ¡ábrete sésamo! las dos hojas metálicas cedieron y se abrieron. Una bocanada de aire fresco cayó en nuestros pulmones. Mi hermano salió por la pequeña rendija que se mostraba ante nosotros. Después salí yo.
Quedaban adentro mi abuelo y Mario. Pasaron cinco minutos más y ya estaba ahí también la administradora del edificio, quien presurosamente tomó el teléfono y marcó a los técnicos quienes en veinticinco o treinta minutos llegarían para salvar a mi abuelo. Pero mi abuelo es terco. "Yo me salgo, hijo", nos decía y se ponía de pie. "No abue, quédate ahí", "¿Cómo me voy a quedar aquí. No. Yo subí el Popocatépetl y el Iztacíhuatl". Breve paréntesis, mi abuelo está operado de las rodillas, podemos decir que tiene rodillas biónicas, pero casi no las usa, por lo que está un poquito débil para la caminada, de aquí se entiende el pendiente de todos para que no se moviera (¡Quería subir un escalón de casi metro y medio!).
En ese mismo momento estaban llegando mis otros abuelitos, quienes obviamente no podían subir por el elevador, y pensar subirlos por cinco pisos de escaleras se veía evidentemente como una tremenda locura. Los técnicos no llegaban y ya llevábamos diez minutos más. Total que decidimos darle chance al viejito. Subí presuroso por una base para ponerla en el elevador y que minimizara el metro y medio que tenía que salvar mi abuelo. Llegué con una silla y la colocamos dentro. Mi abuelo subió a la silla ayudado por Omar, que ya estaba de nuevo adentro del elevador, y por Mario. Yo lo esperaba afuera. Se sentó en el borde y desde ahí lo jalé. Estaba libre, lo subimos a su sillita, se salieron Mario y Omar y lo subimos los tres pisos restantes.
Pero todavía faltaban los otros abuelitos. Eso fue más fácil. Usamos la silla. Sentamos al abuelito Pablo en ella y entre cuatro personas los llevamos hasta arriba. "Me siento en canoa", dijo mi abue, mientras todos perleábamos el suelo con sendas gotas de sudor. Después fuimos por la abuelita, pero ésta, temerosa a la silla, prefirió echarse tres pisos caminando. Finalmente la sentamos en la silla y, ¡vámonos!, para arriba. Todo lo demás sucedió sin sobresaltos. Comimos pozole, tostadas y quesadillas; bebimos refrescos y cervezas y finalmente Cosqui llegó, porque teníamos que ir a ver a los del Royal Ballet, que esa noche presentaban ni más ni menos que la Bella Durmiente.
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