lunes, 18 de junio de 2007

FaVula 1: las luces

Eran las cinco y media de la madrugada cuando Horacio Pérez Camposanto observó en el negro cielo de Campeche doce luces que se dirigían hacia el Este. Las luces no le hubieran llamado la atención de no haber sido por su zigzagueante caminar en la negrura de la noche y porque su perro faldero el Gato, cruza de San Bernardo y Maltés, ladró más de trece veces: número de la calamidad.

Miró cómo pasaban sobre sus cabezas y en un parpadeo la velocidad de las luces aumentó tanto que ya no las pudo ver, pero al siguiente pestañeo, volvieron a su aletargado paso. El olor de los pantanos se levantó al paso de las luces y la fetidez marchitó la siembra que de todos modos iba a ser devastada por las aguas o la sequía.

Estupefacto, Horacio Pérez Camposanto tomó su sombrero y caminó hacia la comisaría más cercana. Salió como a las cinco cuarenta de la madrugada y llegó a su destino a las ocho del día. Esperó otras dos horas más hasta que el comisario hubo desayunado. Entonces lo recibió. “Señor. Vi varias luces en la madrugada viajando en el cielo”.

La cara de desprecio del comisario cambió drásticamente ante las palabras del hombre. “Dime, interrogó el comisario, ¿qué fue lo que exactamente viste?”. Horacio Pérez Camposanto miró hacia el techo rememorando las imágenes en su cabeza: “Eran doce luces que se movían como lagartijas rayando el cielo. Iban primero rápido, rápido y luego lento, lento. El Gato no dejó de ladrar un solo momento. Además, mi cosecha se pudrió y el aire se apestó con un olor a azufre que me llenó los ojos con lumbre”.

El comisario despidió a Horacio Pérez Camposanto dándole falsas explicaciones y en seguida se encerró en su oficina. De inmediato llamó al Jefe. En la madrugada, un pelotón llegó a las tierras de Horacio Pérez Camposanto, y en menos de diez minutos transformaron el humilde hogar en un cuartel de observación hechizo. El Gato y Horacio Pérez Camposanto tuvieron que dormir entre los bejucos y las culebras.

La noche llegó y el calor insoportable abrió los ojos de Horacio Pérez Camposanto. Las estrellas se volvieron a mover. Eran trece luces esta vez. Se movieron con el mismo patrón indefinido y zigzagueante. Esta vez, desaparecieron atrás de un monte pelón. Horacio Pérez Camposanto oyó a lo lejos el radio del capitán. “Sí señor, eran ellos. Los identificamos plenamente… En seguida señor”. Segundos después llamaron a Horacio Pérez Camposanto y se encerraron con él en uno de los camiones.

Dos horas más tarde, regresó al pie del árbol donde había dejado a El Gato. “Ya vez Gato, dijo mientras escupía los dientes, la ignorancia es vida. Me mataron por saber demasiado”.


Dos meses después, sobre los cielos tropicales de la Habana, sobrevolaron doce luces con un movimiento indefinido y zigzagueante. Pedro Danzón estaba descansando en su lancha cuando las miró por primera y última vez. Al día siguiente, la Habana estaba completamente despedazada. Unos soldados estadounidenses se aseguraron que no quedara nadie vivo. Encontraron a Pedro Danzón, en su lancha, con los ojos quemados por los fogonazos del ataque nocturno y repitiendo “Luces, luces, son doce. Luces, luces, nos atacan”. “Este ya no hace nada”, dijo un marín, mientras le daba una fumada a su habano. “De todos modos lo matamos, para que no extrañe a sus cubanos”. Puso el pie sobre el cráneo de Pedro Danzón y lo aplastó. Un chisguete de sangre le cubrió el rostro y unas gotas mancharon la bandera que traía en el hombro. “¡Maldita sangre cubana!”, dijo, “ahora tendré que lavar mi uniforme con Tide ®”.

Minutos después, los marines se montaban en sus aviones de combate para emprender otro viaje, disfrazados de luces que marcaban con la fatalidad a quien los veía.

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