Vicente estaba tirado de panza, la cara estaba llena de lodo y mucha sangre se confundía con la noche. Le salían a chorros por la nariz pedazos de sangre coagulada y con cada estertor brotaba más y más sangre. Pero todavía respiraba. Se había caído de un caballo muy alto, negro azabache con un lunar blanco. Llevaba más de dos horas tirado y aunque tenía el propósito de levantarse, los brazos ya no le respondían, y las piernas rotas no aguantaban el peso de un hombre de dos metros que estaba inválido en medio de la noche.
Podía respirar con dificultad. Su cuerpo aún estaba caliente y emitía un vaho que resplandecía gracias a la luz de varias estrellas que todavía miraban el triste espectáculo. Vicente quiso levantarse una vez más. Sintió cómo crujían los huesos de sus manos. Dejó de intentarlo y volvió a caer de bruces, tragando nuevamente fango. Su rostro impotente enmarcaba una mirada de coraje y frustración. Quería gritar fuerte. Quería que todos escucharan su rabia, pero cada vez que lo intentaba sólo derramaba brotes de saliva y sangre.
Sabía que estaba derrotado. Eso no lo incomodaba, es más, ya había previsto que esto podría ocurrir. Lo que lo enervaba era saber que todos lo habían abandonado. Lo entristecía pensar que había logrado subir a aquel caballo apoyado por muchos hombros. Muchos creyeron que podría subir sobre aquel caballo bravío y salvaje. De pronto su mirada se fue para atrás y empezó a recordar esos momentos felices que le daban unos minutos más de vida.
Una semana atrás todo era muy diferente. La gente del pueblo estaba muy ansiosa de que alguien pudiera amansar al caballo brioso que había acabado con la mayor parte de la cosecha, pues en sus trotes locos había arrasado con todas las pencas y mazorcas. Había terminado con más de tres cuartas partes de toda la cosecha. Era un caballo negro que todos temían y todos odiaba, pero que nadie quería matar, porque gracias a sus barbaridades, el pueblo seguía en pie. Nadie sabía cómo, pero así era.
Vicente había sido de los pocos rancheros que conservaba su cosecha. Después de oír las noticias de las calamidades causadas por el corcel negro, Vicente regresó a su casa. Meditó toda la noche. No pudo dormir y estuvo despierto por más de nueve horas. Cantó el gallo y despuntó el sol. Se levantó y salió de su casa. Se dirigió al pueblo. El sol daba al pueblo un aspecto dorado, mágico. La gente estaba fuera de la iglesia, unos llorando su desgracia y otros persignándose para que no les ocurriera lo mismo. De entre todas las personas reunidas en el atrio sobresalió el alto ranchero, con una mirada decidida y a la vez triste. Se abrió paso entre la gente y subió las escaleras para que todos lo vieran.
“Señores…”, dijo Vicente y espero que su vozarrón retumbara en los oídos de todos los presentes. Todos lo oyeron y todos voltearon a mirarlo. Se veía enorme, majestuoso, parecía un dios de la antigüedad hablando con el pueblo espantado. Su mirada se perdía en cada uno de ellos y sentían cómo los llenaba de una esperanza que no conocían, aún antes de saber lo que iba a decirles.
Vicente levantó los brazos y con la voz potente y las palabras dulces les dijo “Yo voy a domar al corcel, no teman más. Ya todo pasó”. La gente quedó atónita ante lo que estaban viendo. De pronto, un rayo de luz se abrió paso de entre las nubes y cayó lentamente, mágicamente, místicamente sobre el héroe que se levantaba frente a ellos. Parecía que el dios que los había abandonado hacía tiempo, había vuelto a recordar a sus hijos desamparados. Un par de aplausos rompieron el silencio religioso y después más palmas y más y más se unieron en un estruendoso tronido que enchinó la piel de todos y llenó sus corazones de luz.
Vicente volvió a abrirse paso entre las personas. Sentía que realmente era el elegido para domar a aquel bravío corcel negro y sintió cómo sus pasos eran dirigidos entre la chusma, que alargaba los brazos para poder tocar al Único que había alzado la voz y había sido escuchado. Vicente se puso pronto frente a toda la congregación que lo seguía pues muchos seguían incrédulos ante la capacidad del nuevo Mesías para amansar al corcel. “Una cosa es que él tenga ganas… y otra que el corcel también las tenga”, decía uno de ellos a su hijo quien a penas podía balbucear un par de palabras pues tenía como nueve meses.
El grupo de gente salió poco a poco fuera del pueblo y se internó en la espesura de la sierra. La noche fue cayendo poco a poco, y muchos se fueron fatigando. Pero la gran mayoría seguía con la dicha vaporosa de que Vicente domaría al corcel. Finalmente llegaron a un prado grande y a lo lejos la luz de la luna que apenas salía, y del sol que ya se iba metiendo, iluminaron al corcel negro. Todos se detuvieron. El corazón de Vicente comenzó a latir fuertemente. Sabía lo que tenía que hacer; pero tenía miedo. Entonces, después de un largo silencio, se decidió a dar un paso adelante. Todos dieron un paso atrás. Después, Vicente dio dos pasos al frente y todos dieron dos pasos atrás. Y conforme Vicente se acercaba al corcel, todos se alejaban de la pradera, escondiéndose entre los matorrales pero con la mirada puesta en los sucesos.
Vicente caminó con paso seguro y lento. No le quitaba los ojos de encima al caballo. La luna salía más y más hasta que su luz venció completamente a la del sol. Entonces el campo se llenó de fantasmas. Vicente estaba muy cerca del caballo y la luz de la luna los iluminó a los dos. El corcel negro miró a la sombra negra que se acercaba lentamente a él. No se inmutó. Vicente levantó las manos y quiso tocar al caballo, a pesar de que sabía que los separaba cerca de treinta metros. El caballo seguía pastando; parecía que nunca se acabarían sus ganas de comer y destrozar. Vicente pisó una rama y crujió. El corcel relinchó y se levantó en sus patas traseras advirtiendo al aventurado ranchero. Vicente decidió esperar.
La desesperación del pueblo empezó a crecer. Mucho creían que no lo iba a lograr. Poco a poco empezaron a irse pues la noche arremetió con su manto frío. Cuando casi todos los que estaban presenciando el acto se habían ido, fue cuando Vicente sintió un piquete en las costillas. Sabía que era el momento. Corrió fuerte y vigorosamente hacia el caballo, quien lo miraba de reojo. Cada paso que daba lo acercaba más y más. El caballo no se inmutaba. Su carrera loca se hizo más rápida. Respiraba fuertemente. Su corazón se agitaba. Los pobladores que estaban retirándose de pronto se detuvieron para ver el lance del ranchero. Las botas de Vicente se hundían en el fango, pero su fuerza era mayor y corría más y más rápido, como empujado por el viento. Finalmente llegó a tres pasos del caballo y se aventó sobre él. Lo montó inmediatamente y el caballo empezó a tratar de quitárselo de encima. Así estuvo el pobre corcel por horas, hasta que al amanecer se dio por vencido. Vicente estaba sobre el corcel negro, al cual dominaba con suma facilidad.
Esa mañana Vicente llevó al caballo a pasear por las calles del pueblo. La gente lo miraba desde sus ventanas, pues aún temían que el caballo se le fuera a salir de control. Vicente se pavoneaba frente a todos y pronto hizo sentir a la gente confianza por el caballo. Los niños se acercaban para jugar con Vicente y el caballo y se subían a las ancas y trotaban por todo el lugar. Vicente se veía invencible sobre ese caballo y muchos en el pueblo sintieron envidia. “Yo pude haber domado al caballo, pero me duele mucho el cóccix”, decía el barbero. “Yo lo iba a hacer, pero ese sábado tenía que recoger unos mulos, pero por supuesto que lo hubiera hecho”, decía el tendero.
La envidia se convirtió en ataques frontales contra Vicente, quien no comprendía qué había hecho mal. Ahora todo el pueblo podía estar tranquilo sin tener al caballo loco corriendo por sus cosechas. Y sin embargo lo criticaban por cómo cabalgaba, por cómo hablaba cuando andaba sobre el caballo, por cómo le quedaban los pantalones, incluso lo criticaban por usar bigote, cuando no había hombre en todo el pueblo que no lo usara. Comenzaron a despreciar a Vicente. Ya no le vendían alimento para sus animales. Ya nadie le hablaba. Las antiguas olas de camaradería se dispersaban conforme pasaban los días cabalgando en el corcel negro.
Llegó el fatídico sábado. Se cumplía una semana de que el caballo había sido domado. La gente estaba harta de Vicente y el caballo, pero no pudieron resistir la invitación que les había hecho el ranchero de festejar ese día en su hacienda. Llegaron puntuales y comieron como hambreados. Todos elogiaban a Vicente y el barbero ofreció tres brindis mientras que el tendero, borracho y con la cara inflamada sólo pudo decir sandeces. La velada llegaba a su clímax, cuando Vicente tomó la palabra: “Amigos y amigas, hace una semana que no tenemos problemas causados por el bello corcel negro”, todos estallaron en vivas y hurras. Vicente continuó: “Por eso he decidido llevar la fiesta a la pradera donde se consumó todo esto. Acompáñenme amigos, que allá habrá más vino y más comida”.
Todos celebraron al ranchero y salieron rumbo a la pradera donde Vicente había domado al corcel negro. Pero conforme se iban acercando al lugar, la gente comenzó a hacer comentarios ofensivos contra Vicente, y con el calor del alcohol, empezaron a criticar sin tregua a su anfitrión. Vicente se hacía el sordo pues no quería caer en los juegos de todos. Seguía con su paso firme, aunque se le podía ver un rostro triste e intranquilo.
De pronto, cuando llegaron a la pradera, la luna brillo nuevamente sobre sus cabezas e iluminó al corcel negro que estaba completamente amansado. La sangre hirvió en el cuaco y una antigua sed de libertad retornó a sus miembros que comenzaron a agitarse con fuerza y coraje. Vicente no supo cómo responder ante un súbito asalto de locura como ese y sólo atinó a sostenerse fuertemente de la crin del animal. Pero su fuerza no fue suficiente y la bestia lo sacó volando por los aires. Cayó de bruces en el suelo y cuando aún no se incorporaba, el caballo arremetió contra él coceándolo y golpeándolo con furia y resentimiento.
El animal terminó su tarea y se fue a cabalgar libremente en el campo. La gente se quedó paralizada y a muchos se les bajó el efecto del alcohol. No sabían que hacer. Uno de ellos, el más borracho tiró su ánfora de tequila y la lanzó sobre Vicente. “¡Eres un baboso! ¿No que muy macho, no que muy macho? Ahí tienes pedazo de bestia” y se echó a reír con unas carcajadas que invadieron a todos los presentes. Poco a poco todos se acercaron a Vicente para reclamarle y para mostrarles su desprecio. “¡Bien hecho Vicente! Ahora por tu culpa el caballo está vagando por ahí y nos va a volver a atacar”. “¡Gracias Vicente! ¿No has escuchado el dicho: ‘más ayuda el que no estorba’?”. “La próxima vez muérete, para que nos evites la pena de estarte insultando, por favor”. Y así, todo el pueblo escupió a Vicente, lo insultó.
Vicente quedó solo. Los recuerdos se acabaron poco a poco y ya no tuvo más fuerzas para seguir viviendo. Miró por última vez el cielo negro que lo cobijaba como una mortaja fría. Entonces vio que un caballo negro se acercaba a él. Era el caballo que lo había golpeado. Vicente le sonrió. El animal lo miró y puso una pata sobre su cabeza. El sonido de los huesos rompiéndose fue lo último que se llevó Vicente a su tumba.
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