jueves, 9 de octubre de 2008

El último día del imperio: Crimen Co.

El auto negro que siempre le hacía lucir tan bien en todas las reuniones con embajadores, políticos, empresarios, artistas, intelectuales, subversivos y clientes ahora era un manojo de fierros, llenos de pólvora quemada, cristales rotos y por suerte las llantas intactas, por lo que ahora escapaba a todo lo que el pobre automóvil viejo le podía ofrecer. Tenía que batallar con el cuerpo del chofer muerto que llevaba al lado, pues con cada curva, el hombre (¿seguía siendo hombre después de muerto?) inerte se ladeaba hacia su brazo destrozado por al menos doce balas.

Lejos de lo que podíamos pensar, la escena le consternaba bastante, sobre todo porque todos los muertos que había matado los veía en las fotografías de los diarios, y nunca como en aquella ocasión. El sudor frío refrescaba la fiebre que sin duda lo atormentaba, la sangre se le iba poco a poco, llenando el automóvil, regalo de su padre, poco a poco, convirtiéndolo en una pequeña tina, en donde sin duda alguna, si tuviera los poderes de tantos vampiros, la sangre le refrescaría la piel y seguiría siendo inmortal. Lástima, no era vampiro.

El brazo le punzaba, pero aún tenía fuerzas para manejar un poco más, alejándose lo más posible de sus atacantes. Tuvo suerte de que sus sicarios fueran dos jóvenes inexpertos y un hombre que había dejado de beber un día antes, quien impulsado por la desesperación de volver a beber, decidió omitir el importantísimo paso de verificar el trabajo con el famoso tiro de gracia. "Confío en ti, chamaco. ¡Larguémonos de aquí!", "¿Tienes miedo de que nos agarre la policía? Aquí mismo nos los chingamos", "No seas pendejo. Sabes bien que la policía sólo hará su parte. Tengo miedo de que el Pepe se acabe la botella de whiskey que me compré ayer", "¡Ah no! Así pus sí, pícale pues, que ese Pepe tiene garganta profunda", "JAJAJAJAJAJAJAJAJAJA". Y así, entre risas y plomazos al aire, había dejado muerto al chofer y mal herido al pobre José. Tenía la suerte de su lado.

Y mientras manejaba, pasando luces verdes, rojas y amarillas, escuchando sirenas de ambulancias (qué suerte tienen los que se mueren en una ambulancia) recordaba las palabras de su padrino. "Muchos, muchacho y escúchame bien, muchos son los que te dirán muchas veces aquello de que 'el crimen no paga' y yo te lo voy a decir muy claro y una vez, el crimen no paga, los que pagan son los clientes que les compran la droga. Verás, esto es un negocio. ¡Es un negocio! Así, sencillo, es un negocio, la logística es la de un negocio, la estructura es la de un negocio y un negocio vende y cuando algo deja de ser redituable pasamos a otra cosa. Es un negocio que no necesita de mucho márquetin, es un negocio que no paga impuestos, pero paga otro tipo de aranceles para que la cosa funcione, por lo que más o menos gastamos más o menos lo mismo que si pagáramos impuestos, pero como ganamos más que los que pagan impuestos, entonces esa pequeña pérdida es una pequeña pérdida. El crimen, muchacho, el crimen no existiría sin clientes. Los clientes lo son todo para nosotros, pero el día en que no haya clientes, no hay que persuadirlos a que compren, no, simplemente hay que venderles otra cosa, sexo, alcohol, cigarrillos, droga, cualquier cosa que no puedan adquirir y que quieran adquirir. Te lo digo muchacho, son nuestros clientes el principal peligro para cualquier sociedad, y te digo esto a ti, y sólo a ti, para que te des cuenta de que nosotros no somos los malos, porque sé que tienes principios y no somos los malos. Los clientes. Ellos son los malos, ellos son los malos porque quieren cosas, son codiciosos, son cobardes, son ambiciosos. Incluso algunos de nuestros empleados son malos, los ambiciosos, los que quieren más. Nosotros sólo somos comerciantes. Los clientes son los malos y los empleados que llegan con ínfulas de romanticismo a querer ser el nuevo Padrino, el nuevo Cara Cortada y cualquiera de esas imágenes icónicas que dan asco y degradan nuestro negocio. Recuerda hijo, son los clientes los malos". Y ahora se estaba desangrando por culpa de los clientes y de los empleados, malditos malos.

Las llantas del auto habían quedado intactas ante la refriega de unas cincuenta mil balas (el "chamaco" había conseguido que le cumplieran el capricho de usar la metralleta de Rambo) pero desafortunadamente el contenedor del líquido de frenos había recibido un rasguño que, a cada enfrenón del pobre José, tiraba chisguetitos, y como todos saben, de poquito en poquito se hace muchito. Pero sabemos que el pobre José tiene buena suerte y justo cuando daba vuelta a la izquierda para llegar a la casa de su padrino, Argeno Lovalles, los frenos se quedaron sin líquido y la pared de concreto hidráulico que protegía las vallas de la mansión Lovalles lo detuvieron en un impacto escandaloso.



Acudieron a su rescate, llamaron al médico Anastacio Romiro Fuentes, especialista en operaciones de urgencia en condiciones infrahumanas, que había conseguido desangrar a una veintena de guerrilleros en los gloriosos años setentas, había salvado la vida de un general mientras habían sido emboscados por Marcos teniendo como herramientas un tenedor para pastel y sanguijuelas y después de una vida entregada en cuerpo y alma a la patria había sido "jubilado" por el Ejército con una pensión angustiante. Ahora tenía que mantener su estilo de vida y revivía a los muertos de Argeno Lovalles, pero más que el dinero, era la adrenalina de tener que operar con lo elemental, un cuchillo para mantequilla y unas tijeras de pollero. Ahora bebía mucho, cogía mucho y operaba mucho, ¿qué más podía esperar?

"Esto no va a tardar Don Argeno, no se preocupe". "Yo no me preocupo, usted es el que debe estar preocupado, porque el muchacho no está respirando".