Todos saben lo que es el cev(b)iche, y si no lo saben, se los digo: es un plato de pescado o marisco crudo cortado en trozos pequeños y preparado en un adobo de jugo de limón o naranja agria, cebolla picada, sal y ají. Así parecía una vez que logré escaparme pedazo por pedazo del terrible mundo de las ardillas suicidas. Cuando la luz finalmente iluminó mi rostro, pude ver, esparcidos por todo el jardín de las tierras goyinas, un brazo arrastrándose por la izquierda, la pierna derecha reptando sobre un árbol, el tronco rodando una y otra vez, pues trataba de subir una pendiente demasiado inclinada para él, y así, cada parte de mí estaba haciendo lo que le daba la gana.
Finalmente y después de arrastrame con los dientes hasta un lugar alto para que todos los miembros de mi cuerpo me escucharan --y después de escupir hasta estar seguro de que había logrado arrancar toda la tierra tragada hasta ese momento-- hablé. Les pedía a cada parte que se acercaran y rehicieramos el cuerpo que alguna vez una ardilla malvada había mellado y había cambiado por un puñado de sal. Las primeras que corrieron fueron las piernas. Encontraron al cuerpo y se empezaron a pegar. Después siguieron las manos y finalmente, todas las partes juntas, arrastrándose se unieron a mi cabeza. Entonces comenzó la charla.
Pedazos de sensaciones, olores, tramos de electrones, los líquidos que volvían a subir por las hendiduras de las venas, los trocitos de células que volvían a tejer el calor de la vida, todos eran un murmullo de vívidas escenas que acentuában el clamor por la recuperación instantánea. De pronto escuchaba a las piernas, que estaban carcomidas por múltiples mordiditas, cómo se quejaban del terrible escenario que habían elegido, y sus aullidos se confundían con los bramidos de los brazos cuyas anécdotas eran igualmente increíbles y desgraciadas, y ninguna se comparaba o se igualaba o se desdibujaba ante los horrores que habían sufrido el tronco y el pedazo de cuello que sobresalía de él.
Las piernas clamaban una escena tremenda. Cuando las ardillas habían salido corriendo por la temible venganza de los dioses y del destino, no pudieron más que llegar a los terrenos de las ratas. Estos roedores aprovecharon el temor de las ardillas y comenzaron a hacer una masacre. Las colas peludas y los ojos graciosos adornaron las paredes de las cavernas con viscosos líquidos relamiendo las entrañas de la tierra. Fue tal el temor y el convencimiento de las ardillas sobre su fatalidad que creyeron ver en las ratas a los dioses encarnados para purgar su raza.
Las últimas ardillas que habían logrado escapar de la tortura de las ratas no pudieron evitar al destino fijado por sus propios temores. Al momento de ver un torrente de agua, fieles a sus costumbres por encontrar la cuadratura del círculo, se pusieron a discurrir sobre si el agua es dadora de vida o dadora de muerte. Unas pensaban que el agua daba vida, mientras que las demás arguían que sólo traía destrucción. La más sabia ya no pudo decir nada porque la presión del agua rompió las paredes de la caverna y se llevó en un remolino angustioso al resto de la congregación.
Las piernas sintieron --no puedo decir que lo vieron, pues no tienen ojos, pero su elocuencia fue basta y pude formar en mi cerebro imágenes precisas de la hecatombe-- cómo una civilización cobarde se iba por el caño, mientras que la barbarie sin una cultura fija, estaba en los pisos superiores del reino cavernoso, rumiando las últimas raciones de carne que aún quedaban en los huesos inertes. Ahí estuvieron las piernas, una buena cantidad de tiempo, temiendo salir por miedo a que las ratas las devoraron. Finalmente los chillidos cesaron y las ratas, al ver que abajo había miles de cuerpos pero también había peligro de inundación, decidieron ir a otro lado para satisfacer su hambre.
Fue hasta entonces que las piernas pudieron salir arrastrándose. De no haber sido por el musgo que nacía gracias al tremendo golpe de agua, las piernas no hubieran encontrado forma para salir reptando, pues los hilos de las pequeñas plantitas habían fungido como pequeños escaloncitos. De nada sirvieron las palabras de las ardillas que defendían o que recriminaban al agua, porque el agua no es dadora de vida --pensaron las piernas-- ni tampoco de muerte, el agua es agua y punto. Ya lo sé, se escucha muy obvio, pero, ¿qué profundidad podemos encontrar en los pensamientos de las piernas?
martes, 26 de junio de 2007
lunes, 25 de junio de 2007
¿Rock en Español?
Voy a ser franco y directo, me parece que el rock en español es un absurdo. Me explicaré intentando dar a conocer mi punto de vista y dejando muy en claro que no intento ofender a nadie, y si sí, pues ni modos, ¡qué intensos! Me parece que el término con el que nos referimos a la música que muchos grupos hispanos interpretan no es acertado y de hecho ayuda a que no haya una evolución como tal. El rock es un invento anglosajón.
El retrato de una generación terriblemente abrumada y confundida se esboza en las notas impetuosas y descarriladas de su melodía, y podemos entender un llamado de auxilio y de esa necesidad de libertad encerrados en las cadencias y en la potencia y en los desgarres de las guitarras y en la velocidad y aparente escándalo de las baterías; en la energía que nace de las notas del bajo; en la sed de romper con lo cotidiano, a través de los gritos y la fuerza de la voz; desaparecer las apariencias y desnudar al verdadero ser, al que llora, al que ríe, al que se enerva, al que se encoleriza, al que pierde el control. Eso es el rock y está hecho para una cultura específica: la oriental anglosajona.
No estoy diciendo que los iberoamericanos, o para ser más preciso, los hispanoparlantes, no tengan necesidades muy parecidas. De hecho, la sensación de ahogo y las ganas de explotar y hacer que el alma se deshaga de las cadenas del cuerpo son sentimientos humanos, primitivos, atemporales, que no pertenecen a ninguna cultura ni a ninguna diversificación social. Es algo humano y punto. Es la expresión en la que el "rock en español" entra en el absurdo.
El rock, decía fue hecho para la lengua anglosajona, porque fueron ellos quienes querían dar a conocer su visión de la realidad y la forma de comunicarlo fue a través de su propio lenguaje. Las lenguas anglosajonas tienen la particularidad de ser cortas, lacónicas --conste que no excluyo bellos poemas y una tremenda cantidad y calidad de vocabula que existen en la literatura -- van a lo que van, y así como lo pinta su lengua, así lo pinta su música. Notas cortas, directas, explosividad en el beat, todo estas particularidades acompañadas de un lenguaje exprofeso para el mismo. ¿El resultado? Piezas musicales y rolas verdaderamente artísticas --aunque el ángel del comercio siempre esté buscando hacer su agosto, sobre todo en estos años--.
¿Y por qué digo que el rock en español es un absurdo? Porque simplemente no hay armonía entre lo que se dice y el vehículo, en este caso, la música. Por ejemplo, en los primeros años del rock en México, sólo se hacían covers, es decir, era una vil copia de lo que estaba sucediendo en Estados Unidos. Dejemos a un lado las pretenciones económicas de la rapiña empresarial y centrémonos en la estética. El lenguaje español no encaja con las notas rítmicas del rock. Por tal motivo, en Estados Unidos e Inglaterra hubo una evolución musical, porque para empezar el rock fue el idioma que ellos inventaron y como tenía una armonía intrínseca, sólo creció.
En los países de habla hispana no pudieron hacer más que copiar. Copiaron un estilo, lo quisieron adecuar y simplemente no tiene el mismo sabor, ¿qué comparamos una rola de Alex Lora con una de los Doors? no hay comparación. Y precisamente ahí está el absurdo: en el idioma y en la copia. Lo que pregona el rock es libertad. Lo que pregona el rock en español es copiar la libertad del otro y eso no es libertad. Se hizo que el lenguaje español se metiera en un pantalón que no le viene. El español tiene una cadencia maravillosa, es armónico y musical per se, a diferencia del inglés --específicamente-- que necesita de una carga musical para que brille.
¿Por qué intentar la libertad a través de los pasos de los demás? ¿Por qué hay agrupaciones como Botellita de Jerez o el Haragán que buscan "hacer rock" y lo que hacen, muy bueno por cierto, pero no le llega ni a la mitad del rock? El punto es el siguiente: seguimos de copiones y eso no sirve para la evolución. Las cosas que hacen las agrupaciones musicales hispanas que dicen ser rock no lo es. Deberían llamarlo de otra forma. Lo que tenemos es una mezcla de ritmos latinos con instrumentos gringos: eso no es rock, es otra cosa. El error está en querer pensar que hacemos rock y así nos volvemos libres. Falacia, porque no es rock.
Si escuchamos a la Bersuit, a Héroes, a Soda, a la Maldita, a los Tacubos, Fabulosos, etcétera, etcétera, escucharemos grandes rolas, llegadoras, que nos hacen estremecernos, pero no es rock. El rock es para el inglés y nosotros hablamos español. Y aunque parezca absurdo que mi inconformidad se dé por el término con el que nos referimos a la música, no lo es tanto. Si aceptáramos que lo que hacemos --perdón por incluirme, pero ni modos-- es algo propio, algo nuestro, que no es ni indígena ni europeo, sino que es algo que nace de nuestras vivencias y de nuestra forma de ver la vida, estaríamos dando un paso más, un paso fuerte, un paso bien dado, en la conformación de algo que carecemos: identidad.
No tenemos identidad, la buscamos en todos lados, la copiamos a los franceses y hacemos una arquitectura afrancesada, la copiamos a los europeos y tenemos democracias terribles y populistas, la copiamos a los árabes, a los chinos, a todo mundo y no nos damos cuenta que la identidad no viene de afuera, sino de adentro, y aunque nos demos cuenta, tal parece que no es así. Tener una música propia, un género acuñado por nuestras manos sería mucho más valioso que pelearnos por saber si lo que tocamos es o no es rock. Caemos en la trampa estamos encerrados en un mundo creado por otros y seguimos peleándonos por no poder ser como otros... así, ¿cuándo vamos a ser nosotros mismos? Somos un gatito queriéndo ser un perro sin darnos cuenta que eso es imposible.
Nota: la foto la tomé de aquí: www.piedralibre.co.il/revista/2004/06/fotos_g/rockero.jpg
viernes, 22 de junio de 2007
La gloria
Imprescindible resultan los fulgores lumínicos que trascienden las acertadas orillas del pandemónium ecléctico de los seres insoportáblemente incoherentes refulgiendo y ordeñando las masas acuosas que se tratocan objetablemente en la desviación de los dioses a través de los pormenores de las rúbricas hegemónicas y dalécticas de los que se rapan sin usar la sutura del aguijón verde que resplandece dentro de los más recónditos y lúgubres mitos y las melodías de la trasubstancialiazación que reverbera en la inmensidad de un cajón para tejer y que se enredan con cualquier impulso cuasieléctrico lleno de quiromoancia y brujería sutil para conseguir los bailables egeos llenos de minas, tambores y cánticos tribiales y triviales que rondan en lo más sumiso de las vértebras de un cráter lleno de gónadas e intestinos putrefactos, inocuos e intactos con la vitalidad rumana de los gitanos hechiceros que logran destellar por milenos a pesar de las cargas industriosas y malévolas que los reúnen en un vaibén de sensaciones demoniacas y lúcidas rodeadas de la tranquilidad sibilítica de las maniobras de un Tarzán que puede aullar y pedir clemencia dentro del verdor de la espezura negra que trastoca los límites humanos tras los goces y los omnívoros destartalados que sueltan la bocanada de humo patético encontrando vitalidad y precisión en las intensas goteras de los recuerdos que piensan en la blancura de los polos y que sólo encuentran en el magnetismo hermético de la decadencia una reflexión rumiante que desvanece y biodegrada los pensamientos en rombos y aleteos de moscas que levantan la cosecha a través de pasitos llenos de hedores lángidos dándo a los túmulos un aspecto de discordantes pedazos de tierra y moho, oliendo a cigarro y sal y a sudor de hembra que se sienta en la meditación perenne de la maternidad y del discurso apocalíptico que desoye a los ruegos clamorosos sentados en lo más inmenso de su vientre, lleno de salpingoclasias inútiles y de estertores pundorosos que podrán llenar de agua y de estiércol los límitos insolutos de una especie que sólo transmite sus minerales y genes a otras especies que en un abrir y cerrar de ojos volarán y se encontrarán en un cielo despejado, lleno de trompetas y guirnaldas y el bocabajo de las sinuosidades carnales develará una deplorable imitación del ser que no es y que es porque quiere ser mientras que el cero frenético reune las fuerzas rubicundas de un borracho que mira a través del fondo de una botella las gotitas que se elevan y tocan el cielo, llenando de fuerza los pulmones del dictador que sienta a sus discípulos monogámicos y desgraciados en frente de unos simios con la certeza de que llenan los espacio con un brillo perdido en la ignominia del tiempo y de los descalabros sufridos por los vórtices implacables que llenan de espantos y demonios los equívocos fundamentados en la tala de montes y de templos rellenos en un incesante aspecto lúgubre y decimonónico lleno de esperanza y de certeza que los caminos se arremolinan en una curvatura extremadamente simplona llena de mitos y mientras te encuentras en un laberinto de engaños y artificios diseñados para desdeñar el alma y aumentar los valores en las carteras vencidas de los vencidos que se sienten vencedores y que sólo pueden trastocar los rostros de la felicdad a través del apuntalamiento de sus guirnaldas, te das cuenta de que el mundo se va por el agujero prediseñado por dios y que en este momento el ruido de la gran cadena estará estropeando los deseos más vagos y fantásticos pues sólo podrás soñar en los sueños y la vida de los gnosticos que sólo supieron decir lo que callaban.
jueves, 21 de junio de 2007
Inteligente o ñoño...
Hace unos meses nos encontramos, Cosqui y yo, con una pequeña pregunta, qué diferencia hay entre una persona inteligente, un ñoño, un matado y un nerd. Sé que este tipo de clasificaciones resultan estúpidas y en cierta forma hasta molestas, pero qué hacerle, todos --o por lo menos muchos, porque hay que recordar el viejo adagio del filósofo: "nunca generalices y ni siquiera esto", refiriéndose claramente a la sentencia previamente expuesta-- decía muchos de nosotros las hacemos.
Vemos pasar a tal persona y pensamos o cuchicheamos, "Mst, ese que va por allá es un ñoño", "¡es rebien matado!", "es un nerd", "qué inteligente", "¡qué astucia!", "es un viejo lobo de mar", y así nos ponemos a calificar a aquellos que, por una cosa o por la otra, o por lo que ustedes quieran, han logrado algo que nosotros no, y quizás, muy en el fondo o bien afuera, nos gustaría hacer.
Pero ante todo, ¿a qué diablos nos referimos con esos adjetivos? ¿Qué queremos decir cuando llamamos a alguien nerd o ñoño o matado? ¿A caso son sinónimos? ¿O existe alguna subnivelación? Para matar el tiempo y pensando que quizás, algún día alguien pudiera hacer su tesis sobre la diferencia entre estos conceptos, propongo las siguientes definiciones, aunque claro, usted, lectora o lector, puede tener su propia versión. Empecemos del nivel más sencillo hasta el, tal vez igual de sencillo, pero que por fines dramatúrgicos necesariamente se constituirá como el más complejo.
MATADO. Es aquel especimen que es muy machetero, el mal llamado ratón de biblioteca (hoy en día las bibliotecas cuentan con sistemas digitales para erradicar las plagas de roedores. La de la UP no lo tiene). Se la pasa horas y horas y horas estudiando, lo cual no significa que vaya a sacar una óptima calificación, aunque su esfuerzo casi siempre se ve recompensado con buenas notas (7 u 8).
ÑOÑO. Es un especimen curioso. Es muy obediente y generalmente no ha logrado independizarse del todo, física, emocional ni sentimentalmente del arroyador liderazgo paterno. Ve en las autoridades una guía a quien seguir y por lo tanto se reflejará en sus califiaciones, pues el educador o profesor o maestro o lo que sea le dirá qué hacer: "Estudia", "lean los capítulos tal a tal", "entreguen sus tareas para el día de mañana". El ñoño lo hará, no porque sea un impulso libre y convencido dentro de él, sino porque se lo ordenaron. También es importante notar que su código para vestir está muy ligado a los pensamientos maternos, y de ahí las expresiones "se viste como ñoño", "te ves muy ñoño".
NERD. A este sujeto le gusta estudiar. Encuentra en la búsqueda del conocimiento y su adquisición una satisfacción parecida al orgasmo, al peyotazo o un campeonato del América --para el americanista-- o de los Pumas --para el que le va a los pumas. Estudiar, trabajar, cumplir con lo que indica el profesor y hacer sus tareas son en él una decisión propia y se siente satisfecho y cómodo con ella. Su cosquilleo por conocer más y más lo lleva a sobre pasar límites, por eso se le confunde con el matado, pues a veces se le encontrará en la biblioteca o pegado a un libro, o se le confunde con el ñoño, porque viste de una forma cómoda para él. En este rubro específico del vestuario, el NERD puede utilizar cualquier tipo de ropas, siempre y cuando esté contento con él, por tal motivo podemos verlo portando desde una corbata hasta una playera roída por el sol. El NERD será de los más exitosos pues hace lo que le gusta hacer: estudiar, y será muy exitoso en sus proyectos pues los hace de corazón. Por tal motivo los podemos encontrar, no como gerentes o CEO's, sino como dueños de grandes trasnacionales, escondidos en el anonimato y disfrutando de los conocimientos convertidos en dinero.
INTELIGENTE. Muy parecido al NERD, sobre todo en que sus acciones las lleva por convencimiento propio. Es libre y autodeterminado. Hace lo que cree que es mejor para él y, tiene la capacidad de ver más allá de sus narices, por lo que intentará no dañar a los demás, no tanto por ser un buen samaritano, sino porque esto puede conllevar en un desastre para sus propósitos. Hay muchas clases de inteligentes, pero todos comparten una visión más allá de lo común y una libertad insospechada por la mayoría de los especímenes que pululan en este mundo. Ahora bien, las acciones del INTELIGENTE no están encaminadas necesariamente a obtener conocimiento. Buscará otros destinos, y si se le ve en una biblioteca o buscando información, no es sólo (ojo, no es SÓLO) por el gusto de hacerlo, sino que esto le ayudará en un plan más adelante. El INTELIGENTE se diferencia del NERD, porque éste último es un gran conocedor en una cosa (o en un cúmulo de cosas), mientras que el inteligente es un gran conocedor en una gran variedad de cúmulos de cosas.
ASTUTO. Se le confunde con el inteligente, pero siempre logra sacar adelante las cosas por medio de artimañas o bajezas, a las que los medios de comunicación, en especial los comentarista del fútbol, las confunden con "inteligencia". Aquí entran los demás epítetos: Viejo Lobo de Mar, Colmillo Largo y Retorcido, etcétera. Son gente que sale avante a través de medios poco honestos. Son tramposos, pues. Eso sí, pueden ser encantadores, conocer de todo un poco, tener buen gusto, incluso ser gente importante (aunque también puede ser la persona más humilde), pero siempre buscarán sacar ventaja de los demás. El INTELIGENTE no, el INTELIGENTE simplemente está más adelante que los demás, y no necesita sacar ninguna ventaja.
Vemos pasar a tal persona y pensamos o cuchicheamos, "Mst, ese que va por allá es un ñoño", "¡es rebien matado!", "es un nerd", "qué inteligente", "¡qué astucia!", "es un viejo lobo de mar", y así nos ponemos a calificar a aquellos que, por una cosa o por la otra, o por lo que ustedes quieran, han logrado algo que nosotros no, y quizás, muy en el fondo o bien afuera, nos gustaría hacer.
Pero ante todo, ¿a qué diablos nos referimos con esos adjetivos? ¿Qué queremos decir cuando llamamos a alguien nerd o ñoño o matado? ¿A caso son sinónimos? ¿O existe alguna subnivelación? Para matar el tiempo y pensando que quizás, algún día alguien pudiera hacer su tesis sobre la diferencia entre estos conceptos, propongo las siguientes definiciones, aunque claro, usted, lectora o lector, puede tener su propia versión. Empecemos del nivel más sencillo hasta el, tal vez igual de sencillo, pero que por fines dramatúrgicos necesariamente se constituirá como el más complejo.
MATADO. Es aquel especimen que es muy machetero, el mal llamado ratón de biblioteca (hoy en día las bibliotecas cuentan con sistemas digitales para erradicar las plagas de roedores. La de la UP no lo tiene). Se la pasa horas y horas y horas estudiando, lo cual no significa que vaya a sacar una óptima calificación, aunque su esfuerzo casi siempre se ve recompensado con buenas notas (7 u 8).
ÑOÑO. Es un especimen curioso. Es muy obediente y generalmente no ha logrado independizarse del todo, física, emocional ni sentimentalmente del arroyador liderazgo paterno. Ve en las autoridades una guía a quien seguir y por lo tanto se reflejará en sus califiaciones, pues el educador o profesor o maestro o lo que sea le dirá qué hacer: "Estudia", "lean los capítulos tal a tal", "entreguen sus tareas para el día de mañana". El ñoño lo hará, no porque sea un impulso libre y convencido dentro de él, sino porque se lo ordenaron. También es importante notar que su código para vestir está muy ligado a los pensamientos maternos, y de ahí las expresiones "se viste como ñoño", "te ves muy ñoño".
NERD. A este sujeto le gusta estudiar. Encuentra en la búsqueda del conocimiento y su adquisición una satisfacción parecida al orgasmo, al peyotazo o un campeonato del América --para el americanista-- o de los Pumas --para el que le va a los pumas. Estudiar, trabajar, cumplir con lo que indica el profesor y hacer sus tareas son en él una decisión propia y se siente satisfecho y cómodo con ella. Su cosquilleo por conocer más y más lo lleva a sobre pasar límites, por eso se le confunde con el matado, pues a veces se le encontrará en la biblioteca o pegado a un libro, o se le confunde con el ñoño, porque viste de una forma cómoda para él. En este rubro específico del vestuario, el NERD puede utilizar cualquier tipo de ropas, siempre y cuando esté contento con él, por tal motivo podemos verlo portando desde una corbata hasta una playera roída por el sol. El NERD será de los más exitosos pues hace lo que le gusta hacer: estudiar, y será muy exitoso en sus proyectos pues los hace de corazón. Por tal motivo los podemos encontrar, no como gerentes o CEO's, sino como dueños de grandes trasnacionales, escondidos en el anonimato y disfrutando de los conocimientos convertidos en dinero.
INTELIGENTE. Muy parecido al NERD, sobre todo en que sus acciones las lleva por convencimiento propio. Es libre y autodeterminado. Hace lo que cree que es mejor para él y, tiene la capacidad de ver más allá de sus narices, por lo que intentará no dañar a los demás, no tanto por ser un buen samaritano, sino porque esto puede conllevar en un desastre para sus propósitos. Hay muchas clases de inteligentes, pero todos comparten una visión más allá de lo común y una libertad insospechada por la mayoría de los especímenes que pululan en este mundo. Ahora bien, las acciones del INTELIGENTE no están encaminadas necesariamente a obtener conocimiento. Buscará otros destinos, y si se le ve en una biblioteca o buscando información, no es sólo (ojo, no es SÓLO) por el gusto de hacerlo, sino que esto le ayudará en un plan más adelante. El INTELIGENTE se diferencia del NERD, porque éste último es un gran conocedor en una cosa (o en un cúmulo de cosas), mientras que el inteligente es un gran conocedor en una gran variedad de cúmulos de cosas.
ASTUTO. Se le confunde con el inteligente, pero siempre logra sacar adelante las cosas por medio de artimañas o bajezas, a las que los medios de comunicación, en especial los comentarista del fútbol, las confunden con "inteligencia". Aquí entran los demás epítetos: Viejo Lobo de Mar, Colmillo Largo y Retorcido, etcétera. Son gente que sale avante a través de medios poco honestos. Son tramposos, pues. Eso sí, pueden ser encantadores, conocer de todo un poco, tener buen gusto, incluso ser gente importante (aunque también puede ser la persona más humilde), pero siempre buscarán sacar ventaja de los demás. El INTELIGENTE no, el INTELIGENTE simplemente está más adelante que los demás, y no necesita sacar ninguna ventaja.
miércoles, 20 de junio de 2007
Opiniones...
El día de hoy escuché la segunda parte del podcast de Olallo Rubio intitulado: "¿Y tú cuánto cuestas?", claramente aludiendo a su documental. El primero es una breve explicación de lo que se trata su documental. El segundo es una respuesta a las críticas que se le hicieron al documental. Cuando escuché su respuesta, llena de burlas y de argumentaciones inargumentadas me compadecí de él.
Es verdad, cuando te critican sin ningún sustento, arde. Arde que haya personas que creen tener el derecho de opinar sin siquiera demostrar una crítica constructiva, que ayude al que están vapuleando para que deje de hacer lo que está haciendo --según ellos-- mal o que por lo menos, y por mínima cuestión de racionalidad, que apuntalen sus diatribas con argumentos lógicos, coherentes y bien pensados. Ni modo Olallo, ahora te tocó a ti.
A mí ya me había pasado. Un par de opiniones sin sentido me hicieron sentir que el coraje se llevaba mis orejas, mis ojos y mi nariz y mi cerebro y mis cabellos y mi piel y todo en un río de hiel hiriviente. Después me di cuenta de que eran sólo sandeces, pues nunca justificaban nada, sólo lanzaban veneno por el puro gusto de hacerlo. Le ha pasado a un amigo, Gsus, que recibió otra crítica sin sustento --la cual fue respondida con toda caballerosidad--. Y pues nada más, le pasó a Coyoacan Joe --a ese sí pobrecillo, miles de personas hablando de sus senos y de lo mal que canta, que aguante de personaje, cuánta autoestima o que poca--.
No es mala la crítica, cuando es pensada. Las demás opiniones de personas frustradas son sólo una forma de dar rienda suelta a todos los traumas que llevan, o es simplemente una terapia de la burla, ver caído al otro y si no lo está, entonces tirarlo. No hay que darles tanta importancia, compañero Rubio, porque entonces podemos caer en lo que tú caíste, responder a las sandeces con más sandeces que sólo parecen ardor.
Hay que reconocer que todas las preguntas que quisiste generar en el público ya estaban ahí. Ya sabemos que el mundo es controlado por corporaciones --como tienen a bien "argumentar" algunos comentarios-- y no por eso se quita peso o importancia a tu documental. Lo dijo alguna vez Rius, lo dijeron tantos intelectuales chilenos, socilistas, etcétera. El hecho de que tú lo digas no cambia, ni para bien ni para mal, las cosas.
¿No fundamentas información? Para qué responder a esa acusación si todos vimos las fuentes al final de tu documental. ¿No hay conexión entre ideas? Pues no, el discurso es tan largo que se pierden, pero no tiene nada de malo. Además, sigo pensando que tú lo debiste narrar. ¿Que tu documental es libre y se mueve según sus propias reglas? Está bien, no hay duda de que así debe ser cualquier pieza "artística", como la defines tú; pero entonces tienes que pensar en lo siguiente: afirmas que el documental está poniendo a los medios al servicio del pueblo --eres muy democrático, de hecho deberías ser el próximo candidato del PRD-- pero si el pueblo está acostumbrado a un tipo de linealidad, entonces no esperes que lo entiendan, y si no esperas que lo entiendan, entonces tu objetivo es erróneo.
Tú sólo quisiste hablar y decir algo, que todos ya sabíamos, no aportas nada nuevo. El poder os hará infelices, los malditos empresarios nos tienen dominados, las cúpulas de los gobernantes tienen apretado al pueblo por la garganta, los esos y los sesos. ¡Basta! Es verdad, tienes toda la razón, pero para qué seguir hablando de lo mismo si no tienes una solución en la mano. Sólo parece que quieres sacar los traumas de haber sido un "dios" y después te hayan despachado, por culpa del maldito dinero (por eso sucumbió Radioactivo, porque "es más redituable otra estación con más noticias", lo cual es estúpido, pero así operan los empresarios, se van por lo seguro y no tienen la creatividad para hacer redituables otras cosas).
Me parece que hacer burla de "los malditos medios que no están de acuerdo con tu película porque los pones en evidencia" sólo te hace ver mal a ti. Todos sabemos --corrijo, muchos sabemos-- que el "tsunami de Hollywood" no le importa que una película habla de tal o cual cosa. Eso no les afecta en lo más mínimo. Me parece que querer hacerte el mártir de aquellos que no piensan como tú, el querer sentirte la víctima, el atacado por quienes no entendieron lo que quisiste decir --"oh, dios mío, nadie me quiere, todos me odian ¡mejor me como un gusanito!"-- está fuera de lugar.
No eres un héroe por hablar de lo que nadie quiere hablar, porque muchos lo hacen y eso no los hace héroes. No eres un mártir por sufrir de los embates de comentaristas del espectáculo, porque simplemente no escriben para derribarte, si lo hacen, es para darle de comer al monstruo de Azcárraga, y si es necesario crucificar al propio Azcárraga, lo harán. No eres único, hay miles de publicaciones valiosísimas, que aportan algo, pero que no tiene la fortuna de contar con un nombre posicionado para poder ver la luz frente a miles de espectadores.
Tus reclamos están fuera de lugar, compañero Olallo, mejor sería aceptar que tu documental tiene muchos aciertos --es verdad muchas cosas de las que hablas, los testimoniales son lo más valioso de él-- pero que también tienes muchos errores, como el haber ilustrado todo tu documental y que realmente no es una obra de arte, ni modo. Mejor levantante y en lugar de utilizar tus podcasts para lanzar contrargumentos sin argumentos, haz otro documental mejor dirigido y más impactante. A otra cosa Olallo.
Saludos,
jpcg
martes, 19 de junio de 2007
Cronicas de las tierras goyinas: Parte III La junta
Me habían liberado del hoyo, de eso no quedaba ninguna duda. Pero ahora estaban ahí, doce grandes ardillas, con sus pelillos blancos y sus ojos grises, mirándome y discutiendo entre ellas. Estoy seguro de que las escuché decir "El cambio es justo. Chump pide regresar a cambio de esto. El cambio es justo". Y mientras deliberaban, porque no todasestaban de acuerdo con que el cambio era justo, yo me debatía por tratar de escapar de una madriguera del tamaño de una nuez. Ahora había luz, pero seguía faltando suficiente aire y mis pulmones no lo resisitirían más.
Una de las ardillas se puso de pie y caminó hacia mí. Yo no podía moverme y sólo sentí la repugnancia que me había dejado el traumático episodio vivido con la primera ardilla. La pequeña criatura aprovechó que no podía moverme y se subió hasta mis ojos. Ahí pude ver su reflejo reflejado en el mío y me metí sin quererlo a un mundo tan pequeño que cabía en aquella cabecita de roedor. La visión me dejó petrificado, y mi impresión se corroboró cuando vi que la ardillita comenzaba a morder mis brazos con sádico fervor, tal y como lo acababa de ver a través de sus negros ojos.
La mitad de medio centímetro de mi piel había dejado de existir, y casi siete centímetros cúbicos de carne y músculo y grasa y contaminación impregnada en mis tejidos se debatían entre los intestinos de la asquerosa ardilla. Se limpió los bigotes con al cola y caminó hacia sus camaradas. "Es de fiar. Podemos aceptar el trato", les dijo a sus colegas. Todas brincaron de gusto y dieron saltos desaparramando por todos lados enormes terrones de suelo. Cantaron como sólo las ardillas saben cantar, con gritos agudos y muy rápidos. Afilaron sus garritas entre ellas y después de lamer un par de veces sus largas colas negras caminaron hacia mí.
Una masa única llena de fieros dientes y ojos resplandecientemente negros reptaban paso a paso marcado por los tumbos de mi corazón. Poco a poco me consumieron en un terrible banquete. Sus dientecillos afilados arrancaban como un cortauñas pedacitos de mí, y así, de a poco pero rápido, duele mucho morir. Habían pasado escasos instantes cuando ya me sentía más liviano, con mucho ardor y punzadas y olor a sangre y estiércol --porque las ardillitas no perdían tiempo y tanto que comían tanto que cagaban-- y pellizcos molestos y dolor, pero liviano. Las ardillas poco a poco me iban liberando de mí mismo.
La sangre salía a borbotones y en medio de una rapsodia de emociones mezcladas con melodías de Sabina, Queen, Metallica, la rumbera Celia Cruz, Jarabe de Palo, Rigo, Augusto, Muse y algo de Chopin, Mozart, Rachmaninov, Albinoni, Beethoven, Prokofiev pinceleados con los cantos de Homero, Cervantes, Lope de Vega, Stendhal, Bécquer, Guy de Maupassant, Lovecraft, Poe, Camus, García Márquez, Borges, Carpetier, Skármeta, y aunado a las locas voces de Spinoza, Paracelsus, Guillermo de Ockham, Aristóteles, Platón, San Agustín y Santo Tomás, Kant, Schoppenhauer repetidas a través de los altibajos tonales de la voz de Jorge Morán, la muerte me disolvía con la tierra.
Pero siempre tiene que suceder algo para que la felicidad se vaya. La ardilla que me condujo a ese libramiento del dolor con el dolor, la que había hecho un pacto con las demás ardillas para dar mi carne y mis huesos a cambio de su regreso, esa ardilla con el rabo pelón y los ojos de saetas envenenadas ahora traicionaba a todo mundo. En el desenfreno del éxtasis por devorame, todas la ardillas habían abandonado sus puestos de mando, incluyendo el rey de las ardillas, quien precidía al consejo de las sabias. Sus ojos se llenaron de avaricia y se avalanzaron hacia mí sin discernir las consecuencias mortales.
El trono estaba vacío, una jugarreta tonta, de niños, muy bien pensada por la ardilla exiliada. Ahora ella ocupaba el trono y todas las demás ardillas volteaban hacia la cúspide con ojos aterrorizados. La sentencia se había cumplido, lo decían las profecías "el real escaño será ocupada por la muerte, el fin de los días nos ha rebasado". Todas las ardillas se olvidaron de su tarea liberador y empezaron a correr por todos lados. La muerte se apoderaría de ellas, incluso de la traidora, y no importaba para donde intentaran escapar, ya todo estaba escrito.
El bullicio terminó a escasos minutos y ahora yo me arrastraba intentando encontrar algún otro agujero por el cual escapar. Se me ocurrió una idea imposible. Empecé a desmembrarme. Un brazo, luego el otro, las piernas, los dedos, la cabeza. Ahora era la representación viviente de la Coyolxauhqui. Ordene a cada uno de los retazos de mí que encontraran por sí solos algún lugar a dónde escapar, pues si bien eran los últimos días de las ardillas, no tenía que ser así para mí, hombre totalmente ajeno a las paranoias de los agradables roedores --en el fondo me cayeron bien--. Mi cabeza reptó como mejor pudo, ayudándose de los labios y de los dientes. Los brazos y las piernas tuvieron mejor suerte.
El tronco no sé cómo se movió. Todos desaparecimos dejando la obscura seguridad de la caverna. No sabíamos a dónde íbamos. Pero era indudable que nos volveríamos a ver. Las heridas dolían, pero era más fuerte la fuerza de libertad.
Una de las ardillas se puso de pie y caminó hacia mí. Yo no podía moverme y sólo sentí la repugnancia que me había dejado el traumático episodio vivido con la primera ardilla. La pequeña criatura aprovechó que no podía moverme y se subió hasta mis ojos. Ahí pude ver su reflejo reflejado en el mío y me metí sin quererlo a un mundo tan pequeño que cabía en aquella cabecita de roedor. La visión me dejó petrificado, y mi impresión se corroboró cuando vi que la ardillita comenzaba a morder mis brazos con sádico fervor, tal y como lo acababa de ver a través de sus negros ojos.
La mitad de medio centímetro de mi piel había dejado de existir, y casi siete centímetros cúbicos de carne y músculo y grasa y contaminación impregnada en mis tejidos se debatían entre los intestinos de la asquerosa ardilla. Se limpió los bigotes con al cola y caminó hacia sus camaradas. "Es de fiar. Podemos aceptar el trato", les dijo a sus colegas. Todas brincaron de gusto y dieron saltos desaparramando por todos lados enormes terrones de suelo. Cantaron como sólo las ardillas saben cantar, con gritos agudos y muy rápidos. Afilaron sus garritas entre ellas y después de lamer un par de veces sus largas colas negras caminaron hacia mí.
Una masa única llena de fieros dientes y ojos resplandecientemente negros reptaban paso a paso marcado por los tumbos de mi corazón. Poco a poco me consumieron en un terrible banquete. Sus dientecillos afilados arrancaban como un cortauñas pedacitos de mí, y así, de a poco pero rápido, duele mucho morir. Habían pasado escasos instantes cuando ya me sentía más liviano, con mucho ardor y punzadas y olor a sangre y estiércol --porque las ardillitas no perdían tiempo y tanto que comían tanto que cagaban-- y pellizcos molestos y dolor, pero liviano. Las ardillas poco a poco me iban liberando de mí mismo.
La sangre salía a borbotones y en medio de una rapsodia de emociones mezcladas con melodías de Sabina, Queen, Metallica, la rumbera Celia Cruz, Jarabe de Palo, Rigo, Augusto, Muse y algo de Chopin, Mozart, Rachmaninov, Albinoni, Beethoven, Prokofiev pinceleados con los cantos de Homero, Cervantes, Lope de Vega, Stendhal, Bécquer, Guy de Maupassant, Lovecraft, Poe, Camus, García Márquez, Borges, Carpetier, Skármeta, y aunado a las locas voces de Spinoza, Paracelsus, Guillermo de Ockham, Aristóteles, Platón, San Agustín y Santo Tomás, Kant, Schoppenhauer repetidas a través de los altibajos tonales de la voz de Jorge Morán, la muerte me disolvía con la tierra.
Pero siempre tiene que suceder algo para que la felicidad se vaya. La ardilla que me condujo a ese libramiento del dolor con el dolor, la que había hecho un pacto con las demás ardillas para dar mi carne y mis huesos a cambio de su regreso, esa ardilla con el rabo pelón y los ojos de saetas envenenadas ahora traicionaba a todo mundo. En el desenfreno del éxtasis por devorame, todas la ardillas habían abandonado sus puestos de mando, incluyendo el rey de las ardillas, quien precidía al consejo de las sabias. Sus ojos se llenaron de avaricia y se avalanzaron hacia mí sin discernir las consecuencias mortales.
El trono estaba vacío, una jugarreta tonta, de niños, muy bien pensada por la ardilla exiliada. Ahora ella ocupaba el trono y todas las demás ardillas volteaban hacia la cúspide con ojos aterrorizados. La sentencia se había cumplido, lo decían las profecías "el real escaño será ocupada por la muerte, el fin de los días nos ha rebasado". Todas las ardillas se olvidaron de su tarea liberador y empezaron a correr por todos lados. La muerte se apoderaría de ellas, incluso de la traidora, y no importaba para donde intentaran escapar, ya todo estaba escrito.
El bullicio terminó a escasos minutos y ahora yo me arrastraba intentando encontrar algún otro agujero por el cual escapar. Se me ocurrió una idea imposible. Empecé a desmembrarme. Un brazo, luego el otro, las piernas, los dedos, la cabeza. Ahora era la representación viviente de la Coyolxauhqui. Ordene a cada uno de los retazos de mí que encontraran por sí solos algún lugar a dónde escapar, pues si bien eran los últimos días de las ardillas, no tenía que ser así para mí, hombre totalmente ajeno a las paranoias de los agradables roedores --en el fondo me cayeron bien--. Mi cabeza reptó como mejor pudo, ayudándose de los labios y de los dientes. Los brazos y las piernas tuvieron mejor suerte.
El tronco no sé cómo se movió. Todos desaparecimos dejando la obscura seguridad de la caverna. No sabíamos a dónde íbamos. Pero era indudable que nos volveríamos a ver. Las heridas dolían, pero era más fuerte la fuerza de libertad.
lunes, 18 de junio de 2007
FaVula 2: Y vinieron...
Era el 2 de mayo de 2004 cuando Fidel Castor escuchó en la radio una terrible noticia. El secretario de Gobernación Santiago Creel anunciaba la ruptura de relaciones diplomáticas con México. El pan se le cayó de la mano y cayó dentro de su taza de café con leche, causando que el líquido se derramara casi tan explosivamente como lo hacían las ideas dentro de su cerebro.
Tan rápido como pudo, alcanzó el teléfono. Marcó varias veces, pero al parecer estaba ocupado, pues de un golpe azotó la bocina. “¡Qué haré!”, dijeron sus manos que se crispaban con avidez sobre el par de cabellos que todavía conservaba en su jovial cabeza. En eso estaba cuando un par de golpes secos llamaron a la puerta.
Sus ojos se llenaron de un miedo indescriptible. Se puso blanco, las manos le comenzaron a sudar y los nervios le impedían moverse a cualquier lado. Tembló como tiembla la gelatina antes de ser devorada por un niño pecoso. Y eso mismo le iba a pasar. Iba a ser devorado.
Dos toques volvieron a repetirse, sonando huecos y sordos. La saliva se agolpó en la garganta de Fidel Castor. No pudo hacer nada más que orinarse en sus calzoncillos, y temblar aún más. Al ver que nadie respondía a los llamados, quienquiera que estuviera afuera comenzó a forzar la cerradura.
Fidel Castro notó las venas que saltaban rítmicamente y cada vez con más fuerza en su frente. Quiso tomar un gran respiro, pero no pudo, el aire no se le metió a los pulmones. En ese momento, la puerta cedió ante la insistencia y se abrió lentamente. Entró un hombre con gabardina café, sombrero obscuro, ojos azules y con facciones anglosajonas. Lentamente y con parsimonia ensayada, sacó de su bolsillo derecho una pistola de pesado calibre.
“Llegó su hora, no puede escapar como la otra vez”, le dijo con una voz carcomida por los años a Fidel Castor. Se acercó lentamente al hombre que tenía en los pies un pequeño charco, y con firmeza apuntó la pistola a la cabeza del hombre de los pelos de juventud. “¿Por qué ahora?”, pensó desesperadamente Fidel Castor.
Había logrado escapar de tantas persecuciones. Se les había escurrido tantas veces a los hombres de la gabardina. En esos momentos recordó el último encuentro que tuvo con ellos, precisamente en Cuba; casi medio siglo había pasado desde entonces. Ahora estaba solo, temeroso y parecía que todo llegaba por fin a un término poco decoroso pero necesario, pues ya no podía seguir escapando como lo venía haciendo desde casi catorce siglos atrás.
Aceptado por fin su destino, se inclinó y puso sus manos sobre la cabeza. “Está bien. Lléveme adonde me tiene que llevar”. El hombre descargó su arma dieciocho veces sobre su víctima y salió sin mayor problema. Llegó hasta el automóvil gris que lo esperaba afuera. “Misión cumplida, informa a Washington que ya eliminamos a la rata”. “Muy bien, respondió el conductor. Ahora hay que asegurarnos de que esa rata era la que buscábamos. No nos vaya a pasar como siempre, que matamos a la que no es”. “No te preocupes, si no era, matamos a otra hasta dar con la correcta. ¡Malditas ratas! No nos dejan vivir en paz”. Dicho esto, subió al auto pero antes de cerrar la puerta tuvo la precaución de meter su cola sin pelo, porque ya habían sido varias veces las que la machucaba con la puerta del auto.
Tan rápido como pudo, alcanzó el teléfono. Marcó varias veces, pero al parecer estaba ocupado, pues de un golpe azotó la bocina. “¡Qué haré!”, dijeron sus manos que se crispaban con avidez sobre el par de cabellos que todavía conservaba en su jovial cabeza. En eso estaba cuando un par de golpes secos llamaron a la puerta.
Sus ojos se llenaron de un miedo indescriptible. Se puso blanco, las manos le comenzaron a sudar y los nervios le impedían moverse a cualquier lado. Tembló como tiembla la gelatina antes de ser devorada por un niño pecoso. Y eso mismo le iba a pasar. Iba a ser devorado.
Dos toques volvieron a repetirse, sonando huecos y sordos. La saliva se agolpó en la garganta de Fidel Castor. No pudo hacer nada más que orinarse en sus calzoncillos, y temblar aún más. Al ver que nadie respondía a los llamados, quienquiera que estuviera afuera comenzó a forzar la cerradura.
Fidel Castro notó las venas que saltaban rítmicamente y cada vez con más fuerza en su frente. Quiso tomar un gran respiro, pero no pudo, el aire no se le metió a los pulmones. En ese momento, la puerta cedió ante la insistencia y se abrió lentamente. Entró un hombre con gabardina café, sombrero obscuro, ojos azules y con facciones anglosajonas. Lentamente y con parsimonia ensayada, sacó de su bolsillo derecho una pistola de pesado calibre.
“Llegó su hora, no puede escapar como la otra vez”, le dijo con una voz carcomida por los años a Fidel Castor. Se acercó lentamente al hombre que tenía en los pies un pequeño charco, y con firmeza apuntó la pistola a la cabeza del hombre de los pelos de juventud. “¿Por qué ahora?”, pensó desesperadamente Fidel Castor.
Había logrado escapar de tantas persecuciones. Se les había escurrido tantas veces a los hombres de la gabardina. En esos momentos recordó el último encuentro que tuvo con ellos, precisamente en Cuba; casi medio siglo había pasado desde entonces. Ahora estaba solo, temeroso y parecía que todo llegaba por fin a un término poco decoroso pero necesario, pues ya no podía seguir escapando como lo venía haciendo desde casi catorce siglos atrás.
Aceptado por fin su destino, se inclinó y puso sus manos sobre la cabeza. “Está bien. Lléveme adonde me tiene que llevar”. El hombre descargó su arma dieciocho veces sobre su víctima y salió sin mayor problema. Llegó hasta el automóvil gris que lo esperaba afuera. “Misión cumplida, informa a Washington que ya eliminamos a la rata”. “Muy bien, respondió el conductor. Ahora hay que asegurarnos de que esa rata era la que buscábamos. No nos vaya a pasar como siempre, que matamos a la que no es”. “No te preocupes, si no era, matamos a otra hasta dar con la correcta. ¡Malditas ratas! No nos dejan vivir en paz”. Dicho esto, subió al auto pero antes de cerrar la puerta tuvo la precaución de meter su cola sin pelo, porque ya habían sido varias veces las que la machucaba con la puerta del auto.
El cuarto de Jaime
Tamborileaba los dedos en la cama. La luz que se filtraba por la ventana de su cuarto comenzaba a palidecer. Un cigarro se consumía nuevamente en la otra mano, que estaba colgando de la cama. Llevaba trece cigarrillos consumidos sin haberlos probado siquiera. El resto de la ceniza de su cigarro cayó al suelo. Se consumió como se consumían los minutos en su habitación. La música retumbaba en todo el lugar. Respiraba profundamente; agitadamente. Su mirada estaba en otro lugar muy lejano; no estaba en su cuarto. Los audífonos conectados a su iPod ® parecían desconectarlo completamente de la realidad monótona e inalterada de su derredor.
Tenía una repisa llena de muñecos, que según su abuela, cobrarían vida en el momento en que Dios cayera al suelo, y entonces nada ni nadie podría salvarlos, ni a ellos ni a los pobres mortales que se quedaran a ver el triste espectáculo. Parecía que en ese momento, Dios caía, porque los muñecos se movían lentamente al ritmo de las percusiones que golpeaban en los oídos de Jaime. Su movimiento era casi imperceptible, pero si uno ponía demasiada atención en los pequeños dedos de los autómatas de madera, se percibían leves movimientos.
Las ondas sonoras poco a poco llenaban la habitación de Jaime. Él seguía sumido en sus pensamientos, en su imaginación. El piano entraba con su compás diáfano y corto pero imponente, claro y lleno de vitalidad. Las percusiones se mantenían con un ritmo hipnótico. El acordeón completaba la armoniosa melodía, con matices largos y esfumados, dando la sensación cremosa de dos labios surcando la piel. La guitarra acompañaba a todo el resto de la música, daba ritmo, daba pausas, se iba, llegaba, bajaba, subía, gritaba, giraba, se regodeaba en los músculos de Jaime, se anidaba en sus brazos y ahí se acurrucaba, jugueteaba con sus sentimientos, le hacía cosquillas. De pronto un violín tomaba el lugar de la juguetona guitarra y con su vibración melancólica elevaba la razón de Jaime a un estrato imperceptible, invisible e impensable sin esas vibraciones melodiosas que inundaban la atmósfera, tal como lo hacía el humo de su cigarrillo, que en este momento se consumía nuevamente, y se combinaba con el irrespirable aire que ya no soportaba más el encierro de Jaime. Los bajos marcaban la guía para todos los instrumentos. Eran casi imperceptibles —para casi todos los sentidos menos para el corazón, que era el que lo oía retumbar en sus músculos como fibrilaciones, y parecía que esos bajos somníferos también gobernaran el corazón y la razón de Jaime— imperceptibles como lo es la estructura ósea de la mayor parte de las criaturas vivientes; y tan importante para mantener vinculados al resto de los sonidos, que sin los bajos, todo quedaría sin orden, sin madre, sumergidos en un caos eterno, como cuando los fantasmas se escaparon de la caja de Pandora. Así eran los sonidos graves que Jaime sentía recorrer por sus oídos, por su cerebro; recorrer cada neurona, cada dendrita y alojarse en los receptáculos de su órgano, para después redireccionar los sonidos a todas las partes del cuerpo, que adormecidas, caían en una especie de viaje.
Sentía que viajaba, que su cuerpo se desprendía de su espíritu y se quedaba yerto en la cama, descansando verdaderamente de hacer nada. Mientras tanto, el espíritu de Jaime corría entre las nubes de humo y electricidad que se regodeaban entre las paredes de su cuarto. Luces amarillas y rosas se transformaban en un espectáculo impresionante e impreciso. Después las luces se convertían en flores y después en animales sanguinolentos, despedazando cocos y embriagándose con su leche. Los muñequitos cobraban una estatura irreal, unos se hacían enormes mientras los otros se hacían todavía más grandes y parpadeaban cambiando los ojos de lugar y luego creciendo y creciendo para después reventar y con los rescoldos de su ímpetu se formaban pequeñas guitarritas que se moldeaban a las figuras femeninas que Jaime tenía en tres carteles pegados alrededor de su cuarto. Entonces, las féminas se salían de su cuadro y caminando sensualmente se convertían en agua y mojaban a Jaime lentamente, como besándolo, como acariciándolo con sus lenguas suaves y dulces, llenándolo de un calor agradable, como ondas que entraban en sus poros y le hacían elevarse, y girar como si estuviera cayendo desde lo más alto del sol. Pero la agradable sensación del contacto de esa agua femínea entre sus miembros comenzó a cambiar muy lentamente, y casi sin darse cuenta, el agradable calor se tornó en violentos puntazos, pinchazos dolorosos y muy pequeños, como miles de agujas atravesando sus piernas, picoteando sus brazos; como si la arena del mar, al ser revuelta por una impetuosa ola, se arremolinara entre Jaime y su mundo y entonces los pequeños granitos raspaban su piel y lo incomodaban. Inmediatamente un fuerte golpeteo lo elevó como una fuerte marejada y lo despidió hacia el cielo, llenando sus sentidos de olores y sabores llenos de melancolía y alegría. La música que invadía su cuerpo era mejor que la droga. La música lo hacía sentirse mejor que cualquier sustancia química que el hombre hubiera arrancado a la madre naturaleza para evadirse como él lo hacía en este momento. Una voz angelical acompañó entonces su viaje entre las nubes de humo negro que cambiaban de formas ante la cada vez más tenue luz que se filtraba por la ventana del cuarto de Jaime. “Se desapareció” decía la voz y entonces Jaime sentía que el corazón le mandaba una corriente eléctrica que atravesaba todo su etéreo ser. Otra vez el agua cálida de las mujeres lo volvía a rodear. Sentía los cuerpos cálidos y sudorosos de sus mujeres rodeándolo y llenándolo de sensaciones maravillosas, como chorritos de agua fría en un mar de agua caliente.
Tres golpes secos rompieron el encanto. Los muñecos palidecieron y se detuvieron. Jaime regresó a la realidad. Era como si estuviera a punto de entrar en el clímax de su culminación y de pronto su amante se esfumara dejándolo con el dolor de su felicidad. Sus ojos, abiertos en todo momento, recobraron la vida que se había alejado para jugar en la tierra donde su corazón y su razón hacían el amor a menudo. No quiso hacer caso a quien llamaba a la puerta. Cerró los ojos fuertemente, y lleno de rabia quiso volver a sentir el ritmo. El piano tintineaba alegremente y los bajos volvían a hacer los suyo. Pero un nuevo juego de golpes lo alejaron bruscamente de la mujer buscada.
Detuvo su reproductor de música y salió para ver quien era. Nadie. Sólo encontró una nota. “Te dejé galletas y leche en el refri. Fuimos a ver a tu abuelo. Mamá”. Arrugó el papel y lo lanzó hacia el cesto. Se sentía un poco abrumado y molesto porque su madre había interrumpido su viaje. “Todo por unas galletas”, se dijo a sí mismo. Bajó por ellas y subió inmediatamente.
Volvió a ponerse los audífonos. Tomó una galleta y se desmoronó entre sus mandíbulas. Saboreó el sabroso chocolate y entonces reinició la música. Miró el título de la canción. El sonido chirriante como de gaita le conmovió el corazón y lo estrujó, llenándolo de lágrimas que se transformaron en un torrente, en una cascada que cayó desde su corazón hasta los lugares secretos de su memoria, y ahí el chorro provocó algunas ondas tremendamente enormes que invadieron cada parte de su ser.
Inmerso en la música y en los sentimientos dolorosos que ésta le provocaba, se asomó lentamente, casi tímidamente a su ventana. Descorrió la cortina. Las gotas chocaban contra el vidrio al compás de la música. Tac – tac – tac. Su sonido intermitente e infinito se multiplicaba y hacía que su memoria encontrara pedazos de recuerdos rotos y sueños deslavados y los uniera creando imágenes que jamás habían ocurrido y que sin embargo se sentían tan vivas como si esos sueños recién nacidos hubieran existido en carne y nervios.
Los ojos de Jaime se perdían en las múltiples gotas que al encontrar la muerte con el vidrio, alcanzaban a esparcirse y generar múltiples gotas que continuaban la panoplia de la gota madre, deslizándose, escurriéndose por el cristal. La mirada de Jaime siguió una de las gotas. El ritmo delicioso de un acordeón hacía que el viaje errante y aleatorio de la partícula de agua se viera fascinante y emocionante. Cada camino que la gota elegía iba acompañado de un compás diferente. Las notas dolorosas del acordeón danzaban con la gota, y ésta formaba siluetas de mujeres, ojos llorosos, madres rezando, parejas concibiendo su amor en la obscuridad de sus corazones iluminados sólo por la pasión de sus miradas y el contacto límpido de sus cuerpos. La gota seguía caminando, seguía eligiendo caminos tortuosos e impredecibles. Finalmente, la gota se mezcló con un charco que se formaba en la base de la ventana. Y justo ahí terminó de morir la gota lanzada desde las alturas y que había recorrido tantos lugares, tanta distancia, sólo para unirse a las demás lágrimas lanzadas por el cielo.
La música siguió con un plañido fúnebre que despedía a la gota. Jaime veía a las hermanas de la primera gota caer y unirse para formar a la, hacía unos momentos, extinta gota madre. Mientras estaba perdido en ese espectáculo natural, la canción terminó, pero inmediatamente entró una nueva. Eran golpes de piano rapidísimos, pero también tristísimos. Era como la continuación de la pieza anterior. Y mientras los sentidos de Jaime se acostumbraban y disfrutaban el cambio, una pareja de novios atravesó la calle apresuradamente para evitar la levísima llovizna, que anunciaba una tromba segura. Jaime miró a la chica. Era, pequeña, morena, ojos enormes, cabello lacio y corto que enmarcaba deliciosamente su rostro fino, sus facciones perfectas, su nariz recta y pequeña, sus labios pequeños y carnosos, ardientes, antojables, su cuello firme, sus pechos grandes pero no desbordados, su talle excelso, sus caderas poderosas, sus pies hermosos, y su único defecto, ir del brazo de un estúpido.
Las notas sintieron el colérico humor que se apoderó de Jaime. Las notas del piano cambiaron por acordes fuertes, pausados, con una cadencia angustiosa, iracunda y famélica, que buscaba venganza para satisfacer su hambre de odio. Los ojos de Jaime reflejaron todo eso. Nunca había visto a ese estúpido, pero a esa mujer la había visto mil veces en la playa donde su razón y su imaginación hacían el amor con pedazos de memorias. La canción cambió de ritmo. Los tambores y percusiones dominaron largamente un instante de su vida, inflamando a cada golpe el corazón de Jaime. La guitarra le indicó que era momento de que declarara la guerra. Siguieron unas notas del piano, fuertes y decididas. Las percusiones se detuvieron unos segundos, pero el ritmo lo llevaba la guitarra. Los ojos de Jaime se posaron en la cara de ella. Iniciaron nuevamente las percusiones. El violín entró, el piano cayó. La mirada de Jaime arrancó una mirada de ella, un instante perenne. Sus dos miradas se encontraron; viejas conocidas. Ella seguía caminando al lado del mequetrefe aquel, pero su mirada estaba bailando con la de Jaime al ritmo africano y pasional de la pieza musical e hipnótica que oía Jaime. Las percusiones aumentaron. Un ritmo sabroso invitaba a las miradas a iniciar el baile que los envolvía desde mucho antes de haberse visto por primera vez. Sabían que uno pertenecía al otro. Sabían que eso estaba escrito y sólo estaban disfrutando el momento, dejando que la corriente de sus corazones los guiara en los borrascosos caminos del amor y la pasión, tan tenues las fronteras que a menudo ambos ríos se juntan en un manglar de sentidos y sentimientos que desbordan, callan y matan.
Los ojos de la chica hacía rato que habían dejado de ver a Jaime, y sin embargo, su pensamiento seguía enredada con esa mirada fugaz a aquella ventana donde un chico le robó el pensamiento. Jaime seguía en ella, sobre ella, dentro de ella. Los dos ojos finalmente se quedaron quietos. Era el preludio de la pasión. Los ojos de la chica le sonrieron a los de Jaime. Se acercaron poco a poco, acompañados de los compases de la canción. Lentamente, pero ininterrumpidamente, ella se acercaba, él se acercaba, ella se acercaba, él se acercaba. Finalmente comenzó la danza. Los cuerpos se juntaron. Las almas se cruzaron, se entregaron, se mezclaron, se hicieron una, se deshicieron, se rehicieron y se convirtieron en agua y tierra, en sal y mar, en lluvia y viento, en sol y sudor, en sangre y victoria. Las corrientes de la luna comenzaron a erizar la piel de ella. El sudor recorría las dos pieles y formaba surcos por donde la electricidad hacía brotar a los poros de la piel. El violín acompañaba los compases de sus cuerpos que se unían y se desunían, creando una corriente de miel que los envolvía y no los dejaba ir.
La chica estaba muy lejos de Jaime, y sin embargo sentía todo lo que Jaime sentía. Fue sólo un instante y su cuerpo estaba a punto de recibir un orgasmo jamás imaginado. Sus ojos se cerraron. Su acompañante no lo notó. Las gotas frías clamaban el ardor que aumentaba en la superficie de su suave piel. Su respiración comenzó a aumentar lentamente, como el viento antes de una tempestad. Las percusiones quedaron solas con ella. El violín la elevaba lentamente. Poco a poco su corazón latía más y más fuerte, al ritmo de la música. Tic, tac, tic, tac, tic, tac. Se detuvo. Miró la obscuridad y en la obscuridad encontró a Jaime. Se entregó a él. Se dejó invadir. El piano tocaba su piel y la erizaba. El viento la acariciaba con mayor fuerza. El ritmo era seductor y provocativo. Las percusiones aumentaron. Sus caderas se movieron más fuertemente. El piano chillaba y golpeaba las cuerdas, una, dos, tres, cuatro, veinte veces, mil veces. Y mientras, sus cuerpos se convulsionaron en una explosión de agua, luz y vida.
Jaime abrió los ojos. La música había terminado. La deliciosa visión se desvaneció. La chica también abrió sus ojos y encontró a su galancete mirándola estúpidamente. Soltó su mano con rabia. Lo miró furibunda y echó a correr, remontando el camino que habían recorrido a penas unos minutos atrás. Tenía que encontrar la ventana donde Jaime le había robado la mirada. Jaime oyó que la reverberación de las percusiones de su melodía cesaban y se extinguían, consumiendo los rescoldos del arrebato carnal y fantástico que había experimentado. Abandonó la ventana y se sentó en la cama. Llevó sus mano a la cara, tratando de retomar fuerzas después de haberlas gastado con aquella mujer que llevaba clavada en su corazón y en su pensamiento.
La chica seguía corriendo, sólo guiada por la intuición que la llevaba de la mano, conduciéndola entre los cientos de ventanitas que adornaban aquella larga avenida. Se detuvo frente a la ventana de Jaime. No había nadie, sólo gotas cayendo y mojando la ventana y su corazón. ¿Era posible que ese arrebato carnal y fantástico lo hubiera creado su imaginación para alejarla de aquel gaznápiro simplón? Su corazón latía mandando la sangre a su cuello, y sentía los latidos de su corazón golpeando en sus oídos. Sentía que adentro de esa ventana estaban los ojos que la habían hecho volar, pero su mirada esta vez le presentaba una ventana vacía, sin vida. Su corazón le decía que ese era el lugar, su cerebro se lo confirmaba al interpretar los signos de su sangre caliente corriendo por las venas de todo su cuerpo. Pero sus ojos le indicaban otra cosa. Sin embargo, miró la ventana y dejó que el poder de su mirada penetrara dentro.
Jaime se sintió espiado. Sintió que unos ojos felinos lo acechaban. Se sintió una presa siendo cazada. Miró a todos lados y no encontró nada. Se identificó con el cervatillo que huele a la leona, pero que le es imposible mirarla, pues se esconde entre las altas hierbas amarillentas de la Sabana. La mirada era fortísima y obligaba a Jaime a voltear, pero sólo se encontraba con su pared, y con el cartel de una mujer que lo miraba provocativamente. No podía creerlo. Esa mujer, producto de las tintas de una imprenta, tenía el poder de invadirlo. ¿Era ella a la que había soñado en tantas ocasiones? ¿Era ella quien ahora lo llamaba? ¿Verdaderamente había cruzado la tenue separación entre la cordura y la sinrazón? Se levantó de la cama y posó los ojos en la fémina dibujada. Se acercó a ella para analizarla, y sopesar su mirada. Quería penetrar en ella y descubrir si efectivamente era ella la razón de su desesperación. Pero cuando se acercó un grito le indicó que la mirada no venia de la chica del cartel, sino de afuera. “¡Ven por mí!”, gritaba una mujer.
Jaime asomó su cabeza y casi se cae al suelo cuando miró a la preciosa chica con la que había disfrutado uno de los momentos más hermosos y deliciosos de toda su vida. Logró mantenerse en la ventana, y entonces las dos miradas se reunieron nuevamente. Ella le sonrió, giró la cabeza y su mirada cambió bruscamente. El estulto acompañante que había abandonado minutos atrás caminaba hacia ella, pidiéndole una explicación. “¡Corre! ¡No hay tiempo! ¡Ven por mí!”, le gritó la chica a Jaime. Entonces él también miró al necio que se acercaba hacia su vida. Quiso abrir la ventana, pero estaba atorada. El palurdo joven se acercaba cada vez más a la chica. La lluvia aumento tremendamente su intensidad. La chica se guareció en un pequeño portal que tenía la casa situada frente a la ventana de Jaime. El caudal de agua que corría por la calle aumentó cada vez más y más, y la lluvia seguía cayendo, desplomándose, inundándolo todo. El novio de la chica intentaba acercarse, pero la lluvia y los fuertes vientos se lo impedían.
Tenía una repisa llena de muñecos, que según su abuela, cobrarían vida en el momento en que Dios cayera al suelo, y entonces nada ni nadie podría salvarlos, ni a ellos ni a los pobres mortales que se quedaran a ver el triste espectáculo. Parecía que en ese momento, Dios caía, porque los muñecos se movían lentamente al ritmo de las percusiones que golpeaban en los oídos de Jaime. Su movimiento era casi imperceptible, pero si uno ponía demasiada atención en los pequeños dedos de los autómatas de madera, se percibían leves movimientos.
Las ondas sonoras poco a poco llenaban la habitación de Jaime. Él seguía sumido en sus pensamientos, en su imaginación. El piano entraba con su compás diáfano y corto pero imponente, claro y lleno de vitalidad. Las percusiones se mantenían con un ritmo hipnótico. El acordeón completaba la armoniosa melodía, con matices largos y esfumados, dando la sensación cremosa de dos labios surcando la piel. La guitarra acompañaba a todo el resto de la música, daba ritmo, daba pausas, se iba, llegaba, bajaba, subía, gritaba, giraba, se regodeaba en los músculos de Jaime, se anidaba en sus brazos y ahí se acurrucaba, jugueteaba con sus sentimientos, le hacía cosquillas. De pronto un violín tomaba el lugar de la juguetona guitarra y con su vibración melancólica elevaba la razón de Jaime a un estrato imperceptible, invisible e impensable sin esas vibraciones melodiosas que inundaban la atmósfera, tal como lo hacía el humo de su cigarrillo, que en este momento se consumía nuevamente, y se combinaba con el irrespirable aire que ya no soportaba más el encierro de Jaime. Los bajos marcaban la guía para todos los instrumentos. Eran casi imperceptibles —para casi todos los sentidos menos para el corazón, que era el que lo oía retumbar en sus músculos como fibrilaciones, y parecía que esos bajos somníferos también gobernaran el corazón y la razón de Jaime— imperceptibles como lo es la estructura ósea de la mayor parte de las criaturas vivientes; y tan importante para mantener vinculados al resto de los sonidos, que sin los bajos, todo quedaría sin orden, sin madre, sumergidos en un caos eterno, como cuando los fantasmas se escaparon de la caja de Pandora. Así eran los sonidos graves que Jaime sentía recorrer por sus oídos, por su cerebro; recorrer cada neurona, cada dendrita y alojarse en los receptáculos de su órgano, para después redireccionar los sonidos a todas las partes del cuerpo, que adormecidas, caían en una especie de viaje.
Sentía que viajaba, que su cuerpo se desprendía de su espíritu y se quedaba yerto en la cama, descansando verdaderamente de hacer nada. Mientras tanto, el espíritu de Jaime corría entre las nubes de humo y electricidad que se regodeaban entre las paredes de su cuarto. Luces amarillas y rosas se transformaban en un espectáculo impresionante e impreciso. Después las luces se convertían en flores y después en animales sanguinolentos, despedazando cocos y embriagándose con su leche. Los muñequitos cobraban una estatura irreal, unos se hacían enormes mientras los otros se hacían todavía más grandes y parpadeaban cambiando los ojos de lugar y luego creciendo y creciendo para después reventar y con los rescoldos de su ímpetu se formaban pequeñas guitarritas que se moldeaban a las figuras femeninas que Jaime tenía en tres carteles pegados alrededor de su cuarto. Entonces, las féminas se salían de su cuadro y caminando sensualmente se convertían en agua y mojaban a Jaime lentamente, como besándolo, como acariciándolo con sus lenguas suaves y dulces, llenándolo de un calor agradable, como ondas que entraban en sus poros y le hacían elevarse, y girar como si estuviera cayendo desde lo más alto del sol. Pero la agradable sensación del contacto de esa agua femínea entre sus miembros comenzó a cambiar muy lentamente, y casi sin darse cuenta, el agradable calor se tornó en violentos puntazos, pinchazos dolorosos y muy pequeños, como miles de agujas atravesando sus piernas, picoteando sus brazos; como si la arena del mar, al ser revuelta por una impetuosa ola, se arremolinara entre Jaime y su mundo y entonces los pequeños granitos raspaban su piel y lo incomodaban. Inmediatamente un fuerte golpeteo lo elevó como una fuerte marejada y lo despidió hacia el cielo, llenando sus sentidos de olores y sabores llenos de melancolía y alegría. La música que invadía su cuerpo era mejor que la droga. La música lo hacía sentirse mejor que cualquier sustancia química que el hombre hubiera arrancado a la madre naturaleza para evadirse como él lo hacía en este momento. Una voz angelical acompañó entonces su viaje entre las nubes de humo negro que cambiaban de formas ante la cada vez más tenue luz que se filtraba por la ventana del cuarto de Jaime. “Se desapareció” decía la voz y entonces Jaime sentía que el corazón le mandaba una corriente eléctrica que atravesaba todo su etéreo ser. Otra vez el agua cálida de las mujeres lo volvía a rodear. Sentía los cuerpos cálidos y sudorosos de sus mujeres rodeándolo y llenándolo de sensaciones maravillosas, como chorritos de agua fría en un mar de agua caliente.
Tres golpes secos rompieron el encanto. Los muñecos palidecieron y se detuvieron. Jaime regresó a la realidad. Era como si estuviera a punto de entrar en el clímax de su culminación y de pronto su amante se esfumara dejándolo con el dolor de su felicidad. Sus ojos, abiertos en todo momento, recobraron la vida que se había alejado para jugar en la tierra donde su corazón y su razón hacían el amor a menudo. No quiso hacer caso a quien llamaba a la puerta. Cerró los ojos fuertemente, y lleno de rabia quiso volver a sentir el ritmo. El piano tintineaba alegremente y los bajos volvían a hacer los suyo. Pero un nuevo juego de golpes lo alejaron bruscamente de la mujer buscada.
Detuvo su reproductor de música y salió para ver quien era. Nadie. Sólo encontró una nota. “Te dejé galletas y leche en el refri. Fuimos a ver a tu abuelo. Mamá”. Arrugó el papel y lo lanzó hacia el cesto. Se sentía un poco abrumado y molesto porque su madre había interrumpido su viaje. “Todo por unas galletas”, se dijo a sí mismo. Bajó por ellas y subió inmediatamente.
Volvió a ponerse los audífonos. Tomó una galleta y se desmoronó entre sus mandíbulas. Saboreó el sabroso chocolate y entonces reinició la música. Miró el título de la canción. El sonido chirriante como de gaita le conmovió el corazón y lo estrujó, llenándolo de lágrimas que se transformaron en un torrente, en una cascada que cayó desde su corazón hasta los lugares secretos de su memoria, y ahí el chorro provocó algunas ondas tremendamente enormes que invadieron cada parte de su ser.
Inmerso en la música y en los sentimientos dolorosos que ésta le provocaba, se asomó lentamente, casi tímidamente a su ventana. Descorrió la cortina. Las gotas chocaban contra el vidrio al compás de la música. Tac – tac – tac. Su sonido intermitente e infinito se multiplicaba y hacía que su memoria encontrara pedazos de recuerdos rotos y sueños deslavados y los uniera creando imágenes que jamás habían ocurrido y que sin embargo se sentían tan vivas como si esos sueños recién nacidos hubieran existido en carne y nervios.
Los ojos de Jaime se perdían en las múltiples gotas que al encontrar la muerte con el vidrio, alcanzaban a esparcirse y generar múltiples gotas que continuaban la panoplia de la gota madre, deslizándose, escurriéndose por el cristal. La mirada de Jaime siguió una de las gotas. El ritmo delicioso de un acordeón hacía que el viaje errante y aleatorio de la partícula de agua se viera fascinante y emocionante. Cada camino que la gota elegía iba acompañado de un compás diferente. Las notas dolorosas del acordeón danzaban con la gota, y ésta formaba siluetas de mujeres, ojos llorosos, madres rezando, parejas concibiendo su amor en la obscuridad de sus corazones iluminados sólo por la pasión de sus miradas y el contacto límpido de sus cuerpos. La gota seguía caminando, seguía eligiendo caminos tortuosos e impredecibles. Finalmente, la gota se mezcló con un charco que se formaba en la base de la ventana. Y justo ahí terminó de morir la gota lanzada desde las alturas y que había recorrido tantos lugares, tanta distancia, sólo para unirse a las demás lágrimas lanzadas por el cielo.
La música siguió con un plañido fúnebre que despedía a la gota. Jaime veía a las hermanas de la primera gota caer y unirse para formar a la, hacía unos momentos, extinta gota madre. Mientras estaba perdido en ese espectáculo natural, la canción terminó, pero inmediatamente entró una nueva. Eran golpes de piano rapidísimos, pero también tristísimos. Era como la continuación de la pieza anterior. Y mientras los sentidos de Jaime se acostumbraban y disfrutaban el cambio, una pareja de novios atravesó la calle apresuradamente para evitar la levísima llovizna, que anunciaba una tromba segura. Jaime miró a la chica. Era, pequeña, morena, ojos enormes, cabello lacio y corto que enmarcaba deliciosamente su rostro fino, sus facciones perfectas, su nariz recta y pequeña, sus labios pequeños y carnosos, ardientes, antojables, su cuello firme, sus pechos grandes pero no desbordados, su talle excelso, sus caderas poderosas, sus pies hermosos, y su único defecto, ir del brazo de un estúpido.
Las notas sintieron el colérico humor que se apoderó de Jaime. Las notas del piano cambiaron por acordes fuertes, pausados, con una cadencia angustiosa, iracunda y famélica, que buscaba venganza para satisfacer su hambre de odio. Los ojos de Jaime reflejaron todo eso. Nunca había visto a ese estúpido, pero a esa mujer la había visto mil veces en la playa donde su razón y su imaginación hacían el amor con pedazos de memorias. La canción cambió de ritmo. Los tambores y percusiones dominaron largamente un instante de su vida, inflamando a cada golpe el corazón de Jaime. La guitarra le indicó que era momento de que declarara la guerra. Siguieron unas notas del piano, fuertes y decididas. Las percusiones se detuvieron unos segundos, pero el ritmo lo llevaba la guitarra. Los ojos de Jaime se posaron en la cara de ella. Iniciaron nuevamente las percusiones. El violín entró, el piano cayó. La mirada de Jaime arrancó una mirada de ella, un instante perenne. Sus dos miradas se encontraron; viejas conocidas. Ella seguía caminando al lado del mequetrefe aquel, pero su mirada estaba bailando con la de Jaime al ritmo africano y pasional de la pieza musical e hipnótica que oía Jaime. Las percusiones aumentaron. Un ritmo sabroso invitaba a las miradas a iniciar el baile que los envolvía desde mucho antes de haberse visto por primera vez. Sabían que uno pertenecía al otro. Sabían que eso estaba escrito y sólo estaban disfrutando el momento, dejando que la corriente de sus corazones los guiara en los borrascosos caminos del amor y la pasión, tan tenues las fronteras que a menudo ambos ríos se juntan en un manglar de sentidos y sentimientos que desbordan, callan y matan.
Los ojos de la chica hacía rato que habían dejado de ver a Jaime, y sin embargo, su pensamiento seguía enredada con esa mirada fugaz a aquella ventana donde un chico le robó el pensamiento. Jaime seguía en ella, sobre ella, dentro de ella. Los dos ojos finalmente se quedaron quietos. Era el preludio de la pasión. Los ojos de la chica le sonrieron a los de Jaime. Se acercaron poco a poco, acompañados de los compases de la canción. Lentamente, pero ininterrumpidamente, ella se acercaba, él se acercaba, ella se acercaba, él se acercaba. Finalmente comenzó la danza. Los cuerpos se juntaron. Las almas se cruzaron, se entregaron, se mezclaron, se hicieron una, se deshicieron, se rehicieron y se convirtieron en agua y tierra, en sal y mar, en lluvia y viento, en sol y sudor, en sangre y victoria. Las corrientes de la luna comenzaron a erizar la piel de ella. El sudor recorría las dos pieles y formaba surcos por donde la electricidad hacía brotar a los poros de la piel. El violín acompañaba los compases de sus cuerpos que se unían y se desunían, creando una corriente de miel que los envolvía y no los dejaba ir.
La chica estaba muy lejos de Jaime, y sin embargo sentía todo lo que Jaime sentía. Fue sólo un instante y su cuerpo estaba a punto de recibir un orgasmo jamás imaginado. Sus ojos se cerraron. Su acompañante no lo notó. Las gotas frías clamaban el ardor que aumentaba en la superficie de su suave piel. Su respiración comenzó a aumentar lentamente, como el viento antes de una tempestad. Las percusiones quedaron solas con ella. El violín la elevaba lentamente. Poco a poco su corazón latía más y más fuerte, al ritmo de la música. Tic, tac, tic, tac, tic, tac. Se detuvo. Miró la obscuridad y en la obscuridad encontró a Jaime. Se entregó a él. Se dejó invadir. El piano tocaba su piel y la erizaba. El viento la acariciaba con mayor fuerza. El ritmo era seductor y provocativo. Las percusiones aumentaron. Sus caderas se movieron más fuertemente. El piano chillaba y golpeaba las cuerdas, una, dos, tres, cuatro, veinte veces, mil veces. Y mientras, sus cuerpos se convulsionaron en una explosión de agua, luz y vida.
Jaime abrió los ojos. La música había terminado. La deliciosa visión se desvaneció. La chica también abrió sus ojos y encontró a su galancete mirándola estúpidamente. Soltó su mano con rabia. Lo miró furibunda y echó a correr, remontando el camino que habían recorrido a penas unos minutos atrás. Tenía que encontrar la ventana donde Jaime le había robado la mirada. Jaime oyó que la reverberación de las percusiones de su melodía cesaban y se extinguían, consumiendo los rescoldos del arrebato carnal y fantástico que había experimentado. Abandonó la ventana y se sentó en la cama. Llevó sus mano a la cara, tratando de retomar fuerzas después de haberlas gastado con aquella mujer que llevaba clavada en su corazón y en su pensamiento.
La chica seguía corriendo, sólo guiada por la intuición que la llevaba de la mano, conduciéndola entre los cientos de ventanitas que adornaban aquella larga avenida. Se detuvo frente a la ventana de Jaime. No había nadie, sólo gotas cayendo y mojando la ventana y su corazón. ¿Era posible que ese arrebato carnal y fantástico lo hubiera creado su imaginación para alejarla de aquel gaznápiro simplón? Su corazón latía mandando la sangre a su cuello, y sentía los latidos de su corazón golpeando en sus oídos. Sentía que adentro de esa ventana estaban los ojos que la habían hecho volar, pero su mirada esta vez le presentaba una ventana vacía, sin vida. Su corazón le decía que ese era el lugar, su cerebro se lo confirmaba al interpretar los signos de su sangre caliente corriendo por las venas de todo su cuerpo. Pero sus ojos le indicaban otra cosa. Sin embargo, miró la ventana y dejó que el poder de su mirada penetrara dentro.
Jaime se sintió espiado. Sintió que unos ojos felinos lo acechaban. Se sintió una presa siendo cazada. Miró a todos lados y no encontró nada. Se identificó con el cervatillo que huele a la leona, pero que le es imposible mirarla, pues se esconde entre las altas hierbas amarillentas de la Sabana. La mirada era fortísima y obligaba a Jaime a voltear, pero sólo se encontraba con su pared, y con el cartel de una mujer que lo miraba provocativamente. No podía creerlo. Esa mujer, producto de las tintas de una imprenta, tenía el poder de invadirlo. ¿Era ella a la que había soñado en tantas ocasiones? ¿Era ella quien ahora lo llamaba? ¿Verdaderamente había cruzado la tenue separación entre la cordura y la sinrazón? Se levantó de la cama y posó los ojos en la fémina dibujada. Se acercó a ella para analizarla, y sopesar su mirada. Quería penetrar en ella y descubrir si efectivamente era ella la razón de su desesperación. Pero cuando se acercó un grito le indicó que la mirada no venia de la chica del cartel, sino de afuera. “¡Ven por mí!”, gritaba una mujer.
Jaime asomó su cabeza y casi se cae al suelo cuando miró a la preciosa chica con la que había disfrutado uno de los momentos más hermosos y deliciosos de toda su vida. Logró mantenerse en la ventana, y entonces las dos miradas se reunieron nuevamente. Ella le sonrió, giró la cabeza y su mirada cambió bruscamente. El estulto acompañante que había abandonado minutos atrás caminaba hacia ella, pidiéndole una explicación. “¡Corre! ¡No hay tiempo! ¡Ven por mí!”, le gritó la chica a Jaime. Entonces él también miró al necio que se acercaba hacia su vida. Quiso abrir la ventana, pero estaba atorada. El palurdo joven se acercaba cada vez más a la chica. La lluvia aumento tremendamente su intensidad. La chica se guareció en un pequeño portal que tenía la casa situada frente a la ventana de Jaime. El caudal de agua que corría por la calle aumentó cada vez más y más, y la lluvia seguía cayendo, desplomándose, inundándolo todo. El novio de la chica intentaba acercarse, pero la lluvia y los fuertes vientos se lo impedían.
FaVula 1: las luces
Eran las cinco y media de la madrugada cuando Horacio Pérez Camposanto observó en el negro cielo de Campeche doce luces que se dirigían hacia el Este. Las luces no le hubieran llamado la atención de no haber sido por su zigzagueante caminar en la negrura de la noche y porque su perro faldero el Gato, cruza de San Bernardo y Maltés, ladró más de trece veces: número de la calamidad.
Miró cómo pasaban sobre sus cabezas y en un parpadeo la velocidad de las luces aumentó tanto que ya no las pudo ver, pero al siguiente pestañeo, volvieron a su aletargado paso. El olor de los pantanos se levantó al paso de las luces y la fetidez marchitó la siembra que de todos modos iba a ser devastada por las aguas o la sequía.
Estupefacto, Horacio Pérez Camposanto tomó su sombrero y caminó hacia la comisaría más cercana. Salió como a las cinco cuarenta de la madrugada y llegó a su destino a las ocho del día. Esperó otras dos horas más hasta que el comisario hubo desayunado. Entonces lo recibió. “Señor. Vi varias luces en la madrugada viajando en el cielo”.
La cara de desprecio del comisario cambió drásticamente ante las palabras del hombre. “Dime, interrogó el comisario, ¿qué fue lo que exactamente viste?”. Horacio Pérez Camposanto miró hacia el techo rememorando las imágenes en su cabeza: “Eran doce luces que se movían como lagartijas rayando el cielo. Iban primero rápido, rápido y luego lento, lento. El Gato no dejó de ladrar un solo momento. Además, mi cosecha se pudrió y el aire se apestó con un olor a azufre que me llenó los ojos con lumbre”.
El comisario despidió a Horacio Pérez Camposanto dándole falsas explicaciones y en seguida se encerró en su oficina. De inmediato llamó al Jefe. En la madrugada, un pelotón llegó a las tierras de Horacio Pérez Camposanto, y en menos de diez minutos transformaron el humilde hogar en un cuartel de observación hechizo. El Gato y Horacio Pérez Camposanto tuvieron que dormir entre los bejucos y las culebras.
La noche llegó y el calor insoportable abrió los ojos de Horacio Pérez Camposanto. Las estrellas se volvieron a mover. Eran trece luces esta vez. Se movieron con el mismo patrón indefinido y zigzagueante. Esta vez, desaparecieron atrás de un monte pelón. Horacio Pérez Camposanto oyó a lo lejos el radio del capitán. “Sí señor, eran ellos. Los identificamos plenamente… En seguida señor”. Segundos después llamaron a Horacio Pérez Camposanto y se encerraron con él en uno de los camiones.
Dos horas más tarde, regresó al pie del árbol donde había dejado a El Gato. “Ya vez Gato, dijo mientras escupía los dientes, la ignorancia es vida. Me mataron por saber demasiado”.
Dos meses después, sobre los cielos tropicales de la Habana, sobrevolaron doce luces con un movimiento indefinido y zigzagueante. Pedro Danzón estaba descansando en su lancha cuando las miró por primera y última vez. Al día siguiente, la Habana estaba completamente despedazada. Unos soldados estadounidenses se aseguraron que no quedara nadie vivo. Encontraron a Pedro Danzón, en su lancha, con los ojos quemados por los fogonazos del ataque nocturno y repitiendo “Luces, luces, son doce. Luces, luces, nos atacan”. “Este ya no hace nada”, dijo un marín, mientras le daba una fumada a su habano. “De todos modos lo matamos, para que no extrañe a sus cubanos”. Puso el pie sobre el cráneo de Pedro Danzón y lo aplastó. Un chisguete de sangre le cubrió el rostro y unas gotas mancharon la bandera que traía en el hombro. “¡Maldita sangre cubana!”, dijo, “ahora tendré que lavar mi uniforme con Tide ®”.
Minutos después, los marines se montaban en sus aviones de combate para emprender otro viaje, disfrazados de luces que marcaban con la fatalidad a quien los veía.
Miró cómo pasaban sobre sus cabezas y en un parpadeo la velocidad de las luces aumentó tanto que ya no las pudo ver, pero al siguiente pestañeo, volvieron a su aletargado paso. El olor de los pantanos se levantó al paso de las luces y la fetidez marchitó la siembra que de todos modos iba a ser devastada por las aguas o la sequía.
Estupefacto, Horacio Pérez Camposanto tomó su sombrero y caminó hacia la comisaría más cercana. Salió como a las cinco cuarenta de la madrugada y llegó a su destino a las ocho del día. Esperó otras dos horas más hasta que el comisario hubo desayunado. Entonces lo recibió. “Señor. Vi varias luces en la madrugada viajando en el cielo”.
La cara de desprecio del comisario cambió drásticamente ante las palabras del hombre. “Dime, interrogó el comisario, ¿qué fue lo que exactamente viste?”. Horacio Pérez Camposanto miró hacia el techo rememorando las imágenes en su cabeza: “Eran doce luces que se movían como lagartijas rayando el cielo. Iban primero rápido, rápido y luego lento, lento. El Gato no dejó de ladrar un solo momento. Además, mi cosecha se pudrió y el aire se apestó con un olor a azufre que me llenó los ojos con lumbre”.
El comisario despidió a Horacio Pérez Camposanto dándole falsas explicaciones y en seguida se encerró en su oficina. De inmediato llamó al Jefe. En la madrugada, un pelotón llegó a las tierras de Horacio Pérez Camposanto, y en menos de diez minutos transformaron el humilde hogar en un cuartel de observación hechizo. El Gato y Horacio Pérez Camposanto tuvieron que dormir entre los bejucos y las culebras.
La noche llegó y el calor insoportable abrió los ojos de Horacio Pérez Camposanto. Las estrellas se volvieron a mover. Eran trece luces esta vez. Se movieron con el mismo patrón indefinido y zigzagueante. Esta vez, desaparecieron atrás de un monte pelón. Horacio Pérez Camposanto oyó a lo lejos el radio del capitán. “Sí señor, eran ellos. Los identificamos plenamente… En seguida señor”. Segundos después llamaron a Horacio Pérez Camposanto y se encerraron con él en uno de los camiones.
Dos horas más tarde, regresó al pie del árbol donde había dejado a El Gato. “Ya vez Gato, dijo mientras escupía los dientes, la ignorancia es vida. Me mataron por saber demasiado”.
Dos meses después, sobre los cielos tropicales de la Habana, sobrevolaron doce luces con un movimiento indefinido y zigzagueante. Pedro Danzón estaba descansando en su lancha cuando las miró por primera y última vez. Al día siguiente, la Habana estaba completamente despedazada. Unos soldados estadounidenses se aseguraron que no quedara nadie vivo. Encontraron a Pedro Danzón, en su lancha, con los ojos quemados por los fogonazos del ataque nocturno y repitiendo “Luces, luces, son doce. Luces, luces, nos atacan”. “Este ya no hace nada”, dijo un marín, mientras le daba una fumada a su habano. “De todos modos lo matamos, para que no extrañe a sus cubanos”. Puso el pie sobre el cráneo de Pedro Danzón y lo aplastó. Un chisguete de sangre le cubrió el rostro y unas gotas mancharon la bandera que traía en el hombro. “¡Maldita sangre cubana!”, dijo, “ahora tendré que lavar mi uniforme con Tide ®”.
Minutos después, los marines se montaban en sus aviones de combate para emprender otro viaje, disfrazados de luces que marcaban con la fatalidad a quien los veía.
La triste historia del editor
Padrino murió, y entonces los ríos se desbordaron y el cielo se desbarató llorando su partida. Padrino fue muy leal mientras estuvo a mi lado, y siempre lo fue desde que llegó a mi casa. Mi padre lo trajo a la familia cuando yo tenía dos años. Era un perro que se adivinaba sería pequeño. Su pelo era esponjoso y dorado, y sus ojitos pizpiretos e inquietos como todo él. ¡Cómo quise yo a Padrino! Aunque he de admitir que no siempre lo quise así. Solía molestarme mucho y eso nos distancio. Pero conforme crecí y creció junto a mí, nos fuimos entendiendo.
Mi primer trabajo fue ser repartidor del Diario de México. Como era yo buen mozo y mi madre siempre se preocupó por vestirnos decentemente, los patrones confiaban en que mi aspecto de ángel daría buena impresión a las señoras de alcurnia, y por eso me encomendaban llevar los periódicos a las casas de familias ricas. Llevaba a Padrino, porque él no se quedaba en casa. Ir a esas casonas era todo un rito que comenzaba desde que eras anunciado; te pasaban a la sala y te ofrecían bocadillos, los cuales nunca desperdicié; y entonces, después de un rato que era corto gracias a las exquisiteces que servían, aparecía la señora o el señor, muy bien vestidos, bañados en harto perfume y con una sonrisa espléndida. Entonces yo les daba el periódico, el cual lo recogía un criado suyo, y empezaban a platicar cosas baladíes. Esa era la peor parte. Por suerte siempre volteaba a la ventana y veía a Padrino afuera, ora mordiendo esto, ora ladrando al transeúnte, ora marcando territorio en lugares no propicios.
Pero un buen día, la guerra –que se vivía, con fusiles afuera de la capital, pero con los estragos y los efectos desalentadores dentro– y la vida me recompensaron años de esfuerzos insufribles de aguantar a las señoronas y sus hijas pedantes, y sus pláticas bizantinas, y sus dulces, que después de mucho comerlos daban asco, y la misma monotonía de siempre, para convertirme en el editor del diario. El que hasta ese momento fungió como editor, decidió retirarse. El Diario ya no era negocio. Era más factible ganar dinero sembrándolo que de con Diario. Estaba lleno de deudas, los subscriptores debían mucho, el precio del papel estaba por las nubes y no se diga el de la tinta. Además, gracias a que las personas no aportaban, no había dinero con sostener la calidad, por lo tanto se trataba de ahorrar cualquier gasto que fuera innecesario. La lista de estos gastos aumentaba día con día.
Pronto quedamos sólo Valentina, Padrino y yo, aunque gracias a grandes esfuerzos logramos hacer parecer como si un gran equipo estuviera laborando día con día, para mantener al tanto de las noticias a los clientes. El trabajo de editor me llegó como anillo al dedo, porque en esos días mi madre había muerto, mi padre había sido encarcelado y muerto, víctima de una injuria, mis hermanas emigraron con sus esposos a la nada tranquila Europa. Padrino y yo nos quedamos solos en el mundo. Pero nos bastábamos uno con el otro.
Valentina era una muchacha de unos quince años, muy bonita y activa. Era el año de 1817, lo recuerdo perfectamente. También recuerdo que yo tenía 17 años, como que había nacido con el siglo. Fueron tres meses agobiantes. Valentina decidió tomar la pluma y escribir. Yo imprimía y sacaba los números. Padrino se la pasaba dormido ora en el sillón, ora debajo de la imprenta, ora en mi cama, tan buenos amigos éramos. El trabajo que los tres realizamos en conjunto me alentó a mantener al Diario. Los artículos que Valentina escribía firmándolos con varios alias –la mujer llegó a tener cerca de doce nombres distintos– eran realmente buenos. Yo me esmeraba en lograr que la impresión saliera en la primera ronda, pero no faltaban las travesuras del viejo Padrino que estropeaban todo. Pero las cosas ya estaban hechas y tenían que salir como fueran.
Fueron tres meses de un trabajo arduo, que lograron encender momentáneamente el fuego del éxito. Parecía que lo lograríamos. Los subscriptores volvieron a interesarse en los artículos, la gente volvía a comprar el periódico, parecía que el Diario resurgiría. Pero nos topamos con dos problemas: falta de papel y la muerte de Valentina. Valentina estaba escribiendo, como era su costumbre, en el ático. Eran las tres de la mañana y yo estaba imprimiendo en el taller. Estaba yo muy concentrado cuando oí que algo caía al suelo. No le di importancia, pues en ese momento me pareció que el ruido venía de afuera. Aunque ahora tengo miedo de haber sabido qué había sido ese sonido y no haber hecho nada. Dos minutos después de que aquel estruendo hubiera golpeado mis oídos, el humo llegó a mis narinas. Quise subir e ir por Valentina pero una bocanada de fuego me alejó de las escaleras y me obligó a retroceder. Creo que murió instantáneamente y hasta creo que estaba dormida, porque no oí ningún grito. También a veces pienso que ella misma provocó el incendio, ya para fugarse y escaparse con Joaquín, un guiñapo de tercera que la cortejaba, o para escaparse de la vida, que gracias a algunas cartas suyas que había leído a escondidas pude entender que el trabajo que desempeñaba la asolaba.
Había perdido parte de mi casa, el taller, el papel, la tinta y a mi mejor y única escritora. Ahora sí estaba solo junto a Padrino. Recuerdo que en la mañana, después de ver los últimos resquicios de fuego, nos miramos uno al otro y su mirada me llenó de valor para afrontar la situación. Recuerdo que le dije: “Bueno Padrino, ahora es cuando se sabe de qué está hecho uno”. Él ladró dos veces y se fue a orinar entre los escombros. Entonces fue cuando emprendí la aventura más insensata de mi vida. Decidí trasladar la imprenta a una covacha, gasté los últimos reales que tenía en tres docenas de papel y tinta, y empecé a escribir.
El primer número fue todo un éxito, quizás por la inercia que teníamos y porque los lectores esperaban encontrar a tantos escritores distinguidos comentando sus ideas y sus consejos y los sucesos más importantes de la Nueva España. Pero en vez de eso encontraron una lista de los deudores más buscados por el periódico junto a una crónica del desastre del taller y algunos gráficos que yo mismo dibujé. La respuesta que obtuve fue rotunda, y comprobé que del éxito al fracaso hay un paso, di ese paso y me acomodé un santo zapotazo. Esa noche recibí cerca de seis de los ocho diarios que alcancé a imprimir. Otro lo tenía el virrey y uno más lo ocupé para encender una fogata y calentar algo de comida. Además, todos querían la devolución de su dinero, lo cual era una verdadera tontería, porque yo también exigía lo mismo. En el momento en que recibí el último periódico de vuelta, miré a Padrino y le dije: “hay que comenzar de nuevo”. Ahora Padrino ladró dos veces y movió el rabo, lo cual me incitó a volver a empezar el Diario, por última vez.
Dormí ansioso de ver el otro día. Tantos planes se acomodaban y desacomodaban en mi cabeza que me fue imposible conciliar el sueño hasta entrada la madrugada. Para colmo tuve que levantarme temprano. Recuerdo que abrí los ojos, ávido de reconstruir el diario. Todo estaba bajo control, primero iría con don Felipe para que me fiara unos pliegos de papel, luego lo dividiría en pequeños pedazos bien cortados e imprimiría una oración por cada noticia importante del día. Luego lo vendería de puerta en puerta, como cuando era más chico, y listo, el Diario resurgiría. Necesitaba ver a Padrino para que me acompañara y formara parte del equipo. Lo llamé. No respondió. Lo volví a llamar y nada. Así me la pasé casi hasta las siete y media del día. Pero no supe más de él. “¡Caray!, pensé, tendré que ir solo hacia donde don Felipe”. Entonces pasó ante mis ojos la imagen más horrible y más funesta de toda mi vida y estoy seguro que jamás la olvidaré. A la puerta de la casa estaba Padrino. Sus patitas estaban tiesas y estiradas. Las mandíbulas abiertas y gran cantidad de vómito lo cubría. Un plato volteado y tumbado estaba cerca de él.
Inmediatamente entendí todo. El día anterior estaba yo a punto de comer cuando las ganas de revivir al periódico me abordaron. Olvidé mi plato. El plato contenía un potaje de harina y hierbas del jardín. Con tantos problemas y la carestía en que vivía la ciudad, no había podido abastecerme de víveres. Padrino comió de mi plato. La comida que Padrino había ingerido seguramente se había corrompido y se había transformado en veneno. Lloré. Lloré porque, aunque fuera indirectamente, Padrino me había salvado. Ahora sentía el compromiso de levantar el Diario. Fui donde don Felipe. No me fió el papel. Se lo robé. Imprimí algunas líneas y me la pasé todo el día y la mitad del siguiente intentando vender alguno. No lo conseguí. Nunca había sentido el fracaso tan de cerca y lo peor es que ya no tenía a Padrino para apoyarme. Ahora estaba realmente solo. Por eso salí de la ciudad y me fui lejos.
Cuando habían pasado como tres días y empezaba a divagar, vi a lo lejos un grupo de hombres que caminaban en fila. Mi primer instinto fue esconderme y lo hice. Pero creo que alguno de ellos me vio. Empezaron a buscarme. Traté de meterme en una cueva, pero resultó que era uno de sus escondites, pues encontré varias municiones y muchos fusiles. Cuando estaba inspeccionando la cueva fue cuando sentí un mazazo en el cuello.
– ¿Y lo trajeron aquí?
– Yo supongo que sí.
El editor se encontraba en un cuarto obscuro y frío, junto a otro hombre, de edad avanzada, con la cara morena y maltratada.
– ¿Sabe que nos van a afusilar? –preguntó el hombre al editor.
– Sí
– ¿Y se va a dejar así como así?
– Creo, mi señor, que ya he vivido lo que tenía que vivir aquí. Estoy seguro de que es hora de pasar al siguiente paso de la vida.
El pelotón de fusilamiento descargó las balas en el editor y su compañero, y mientras las últimas notas de las balas se esparcían por el cielo, Padrino llegó para acompañar a su amo en su nueva aventura, enfrentando el siguiente paso de sus vidas.
Mi primer trabajo fue ser repartidor del Diario de México. Como era yo buen mozo y mi madre siempre se preocupó por vestirnos decentemente, los patrones confiaban en que mi aspecto de ángel daría buena impresión a las señoras de alcurnia, y por eso me encomendaban llevar los periódicos a las casas de familias ricas. Llevaba a Padrino, porque él no se quedaba en casa. Ir a esas casonas era todo un rito que comenzaba desde que eras anunciado; te pasaban a la sala y te ofrecían bocadillos, los cuales nunca desperdicié; y entonces, después de un rato que era corto gracias a las exquisiteces que servían, aparecía la señora o el señor, muy bien vestidos, bañados en harto perfume y con una sonrisa espléndida. Entonces yo les daba el periódico, el cual lo recogía un criado suyo, y empezaban a platicar cosas baladíes. Esa era la peor parte. Por suerte siempre volteaba a la ventana y veía a Padrino afuera, ora mordiendo esto, ora ladrando al transeúnte, ora marcando territorio en lugares no propicios.
Pero un buen día, la guerra –que se vivía, con fusiles afuera de la capital, pero con los estragos y los efectos desalentadores dentro– y la vida me recompensaron años de esfuerzos insufribles de aguantar a las señoronas y sus hijas pedantes, y sus pláticas bizantinas, y sus dulces, que después de mucho comerlos daban asco, y la misma monotonía de siempre, para convertirme en el editor del diario. El que hasta ese momento fungió como editor, decidió retirarse. El Diario ya no era negocio. Era más factible ganar dinero sembrándolo que de con Diario. Estaba lleno de deudas, los subscriptores debían mucho, el precio del papel estaba por las nubes y no se diga el de la tinta. Además, gracias a que las personas no aportaban, no había dinero con sostener la calidad, por lo tanto se trataba de ahorrar cualquier gasto que fuera innecesario. La lista de estos gastos aumentaba día con día.
Pronto quedamos sólo Valentina, Padrino y yo, aunque gracias a grandes esfuerzos logramos hacer parecer como si un gran equipo estuviera laborando día con día, para mantener al tanto de las noticias a los clientes. El trabajo de editor me llegó como anillo al dedo, porque en esos días mi madre había muerto, mi padre había sido encarcelado y muerto, víctima de una injuria, mis hermanas emigraron con sus esposos a la nada tranquila Europa. Padrino y yo nos quedamos solos en el mundo. Pero nos bastábamos uno con el otro.
Valentina era una muchacha de unos quince años, muy bonita y activa. Era el año de 1817, lo recuerdo perfectamente. También recuerdo que yo tenía 17 años, como que había nacido con el siglo. Fueron tres meses agobiantes. Valentina decidió tomar la pluma y escribir. Yo imprimía y sacaba los números. Padrino se la pasaba dormido ora en el sillón, ora debajo de la imprenta, ora en mi cama, tan buenos amigos éramos. El trabajo que los tres realizamos en conjunto me alentó a mantener al Diario. Los artículos que Valentina escribía firmándolos con varios alias –la mujer llegó a tener cerca de doce nombres distintos– eran realmente buenos. Yo me esmeraba en lograr que la impresión saliera en la primera ronda, pero no faltaban las travesuras del viejo Padrino que estropeaban todo. Pero las cosas ya estaban hechas y tenían que salir como fueran.
Fueron tres meses de un trabajo arduo, que lograron encender momentáneamente el fuego del éxito. Parecía que lo lograríamos. Los subscriptores volvieron a interesarse en los artículos, la gente volvía a comprar el periódico, parecía que el Diario resurgiría. Pero nos topamos con dos problemas: falta de papel y la muerte de Valentina. Valentina estaba escribiendo, como era su costumbre, en el ático. Eran las tres de la mañana y yo estaba imprimiendo en el taller. Estaba yo muy concentrado cuando oí que algo caía al suelo. No le di importancia, pues en ese momento me pareció que el ruido venía de afuera. Aunque ahora tengo miedo de haber sabido qué había sido ese sonido y no haber hecho nada. Dos minutos después de que aquel estruendo hubiera golpeado mis oídos, el humo llegó a mis narinas. Quise subir e ir por Valentina pero una bocanada de fuego me alejó de las escaleras y me obligó a retroceder. Creo que murió instantáneamente y hasta creo que estaba dormida, porque no oí ningún grito. También a veces pienso que ella misma provocó el incendio, ya para fugarse y escaparse con Joaquín, un guiñapo de tercera que la cortejaba, o para escaparse de la vida, que gracias a algunas cartas suyas que había leído a escondidas pude entender que el trabajo que desempeñaba la asolaba.
Había perdido parte de mi casa, el taller, el papel, la tinta y a mi mejor y única escritora. Ahora sí estaba solo junto a Padrino. Recuerdo que en la mañana, después de ver los últimos resquicios de fuego, nos miramos uno al otro y su mirada me llenó de valor para afrontar la situación. Recuerdo que le dije: “Bueno Padrino, ahora es cuando se sabe de qué está hecho uno”. Él ladró dos veces y se fue a orinar entre los escombros. Entonces fue cuando emprendí la aventura más insensata de mi vida. Decidí trasladar la imprenta a una covacha, gasté los últimos reales que tenía en tres docenas de papel y tinta, y empecé a escribir.
El primer número fue todo un éxito, quizás por la inercia que teníamos y porque los lectores esperaban encontrar a tantos escritores distinguidos comentando sus ideas y sus consejos y los sucesos más importantes de la Nueva España. Pero en vez de eso encontraron una lista de los deudores más buscados por el periódico junto a una crónica del desastre del taller y algunos gráficos que yo mismo dibujé. La respuesta que obtuve fue rotunda, y comprobé que del éxito al fracaso hay un paso, di ese paso y me acomodé un santo zapotazo. Esa noche recibí cerca de seis de los ocho diarios que alcancé a imprimir. Otro lo tenía el virrey y uno más lo ocupé para encender una fogata y calentar algo de comida. Además, todos querían la devolución de su dinero, lo cual era una verdadera tontería, porque yo también exigía lo mismo. En el momento en que recibí el último periódico de vuelta, miré a Padrino y le dije: “hay que comenzar de nuevo”. Ahora Padrino ladró dos veces y movió el rabo, lo cual me incitó a volver a empezar el Diario, por última vez.
Dormí ansioso de ver el otro día. Tantos planes se acomodaban y desacomodaban en mi cabeza que me fue imposible conciliar el sueño hasta entrada la madrugada. Para colmo tuve que levantarme temprano. Recuerdo que abrí los ojos, ávido de reconstruir el diario. Todo estaba bajo control, primero iría con don Felipe para que me fiara unos pliegos de papel, luego lo dividiría en pequeños pedazos bien cortados e imprimiría una oración por cada noticia importante del día. Luego lo vendería de puerta en puerta, como cuando era más chico, y listo, el Diario resurgiría. Necesitaba ver a Padrino para que me acompañara y formara parte del equipo. Lo llamé. No respondió. Lo volví a llamar y nada. Así me la pasé casi hasta las siete y media del día. Pero no supe más de él. “¡Caray!, pensé, tendré que ir solo hacia donde don Felipe”. Entonces pasó ante mis ojos la imagen más horrible y más funesta de toda mi vida y estoy seguro que jamás la olvidaré. A la puerta de la casa estaba Padrino. Sus patitas estaban tiesas y estiradas. Las mandíbulas abiertas y gran cantidad de vómito lo cubría. Un plato volteado y tumbado estaba cerca de él.
Inmediatamente entendí todo. El día anterior estaba yo a punto de comer cuando las ganas de revivir al periódico me abordaron. Olvidé mi plato. El plato contenía un potaje de harina y hierbas del jardín. Con tantos problemas y la carestía en que vivía la ciudad, no había podido abastecerme de víveres. Padrino comió de mi plato. La comida que Padrino había ingerido seguramente se había corrompido y se había transformado en veneno. Lloré. Lloré porque, aunque fuera indirectamente, Padrino me había salvado. Ahora sentía el compromiso de levantar el Diario. Fui donde don Felipe. No me fió el papel. Se lo robé. Imprimí algunas líneas y me la pasé todo el día y la mitad del siguiente intentando vender alguno. No lo conseguí. Nunca había sentido el fracaso tan de cerca y lo peor es que ya no tenía a Padrino para apoyarme. Ahora estaba realmente solo. Por eso salí de la ciudad y me fui lejos.
Cuando habían pasado como tres días y empezaba a divagar, vi a lo lejos un grupo de hombres que caminaban en fila. Mi primer instinto fue esconderme y lo hice. Pero creo que alguno de ellos me vio. Empezaron a buscarme. Traté de meterme en una cueva, pero resultó que era uno de sus escondites, pues encontré varias municiones y muchos fusiles. Cuando estaba inspeccionando la cueva fue cuando sentí un mazazo en el cuello.
– ¿Y lo trajeron aquí?
– Yo supongo que sí.
El editor se encontraba en un cuarto obscuro y frío, junto a otro hombre, de edad avanzada, con la cara morena y maltratada.
– ¿Sabe que nos van a afusilar? –preguntó el hombre al editor.
– Sí
– ¿Y se va a dejar así como así?
– Creo, mi señor, que ya he vivido lo que tenía que vivir aquí. Estoy seguro de que es hora de pasar al siguiente paso de la vida.
El pelotón de fusilamiento descargó las balas en el editor y su compañero, y mientras las últimas notas de las balas se esparcían por el cielo, Padrino llegó para acompañar a su amo en su nueva aventura, enfrentando el siguiente paso de sus vidas.
La iniciacion
Alguna vez publiqué esto en el RECORD. Se lo dedico a los que le van a los Pumas.
Aquella mañana mi padre me despertó, y con el orgullo en su rostro me dijo: “Estás listo”. En seguida comprendí la magnitud de sus palabras. El día que todos los hombres de nuestra prosapia esperaban llegaba a mí como el sol llega a la tierra. Mi padre me llevó ante el altar máximo donde pendían los retratos de los héroes de nuestra casta. Una luz mística y divina iluminaba las banderolas que con letras de oro dibujaban las hieráticas inscripciones: PUMAS-UNAM.
Mi padre inició el ritual y me dio la representación a escala de la casaca que usaban los semidioses en la cancha. Con singular alegría la coloqué en mi tórax, teniendo al puma sagrado como escudo protector, justo frente a mi corazón. En seguida untó los venerables colores en mi rostro. Azul y oro vivificaban mi carácter. La valentía de todos los guerreros que habían ofrendado sus dones hacia el puma sagrado se conglomeraban en lo más profundo de mí. El puma sagrado rugía en mis venas.
Con tono severo cantamos algunos versos dedicados a alabar las hazañas de los soldados del balón, que aquel día se cubrirían de gloria obteniendo el ansiado título, demostrando su jerarquía y su linaje de dioses. Terminados los cánticos, con solemnidad cargamos las banderas que generación tras generación eran portadas por los de nuestra familia. Mi padre abrió la puerta y un sol radiante llenó mis ojos, mi mente y mi espíritu. El camino al templo de las victorias se dibujaba a lo lejos; el estadio de la benemérita Ciudad Universitaria nos esperaba.
Entramos siguiendo el ritual de siempre. Mi padre enseñó su insignia ante uno de los protectores del lugar, lo que aseguraba nuestra presencia dentro del recinto. Tomamos asiento mientras miles de nuestra casta gritaban el más sacro de nuestros himnos: “¡Goya, goya! Cachún-cachún, Ra-ra, Cachún-cachún, Ra-ra. ¡Universidad!”. Yo lo grité. Mi padre lo gritó. Todos lo gritamos.
Y en seguida, mientras uno de los sacerdotes menores repartía el elixir sagrado de los dioses, representado en la figura de la mística cebada, y otro más nos proveía de alimentos casi tan divinos como el divino líquido, los guerreros de la cancha saltaron al césped. ¡Oh, verde pasto que creces alto y orgulloso! Como que la sangre de los más puros, alimenta la cuna de donde provienes: la tierra que te hace grande.
Los grandes soldados Campos, Capi Ramírez, Suárez, Nava, Torres Sevín Tuca Ferreti, Beto García Aspe, Miguel España, Juan Carlos Vera, Luis García y David Patiño, dirigidos por el sacerdote mayor Miguel Mejía Barón tenían la misión de conjurar una vez el nombre del dios gol. Fueron noventa minutos de gran valor que se cristalizaron en un potente conjuro: el tucazo. Pumas ganaba el trofeo que lo acreditaba el mejor del campeonato; y yo, yo me sentía orgulloso de pertenecer a linaje de tal heroísmo. Mi iniciación había concluido, pero la pasión por las proezas de los grandes héroes y el puma sagrado, apenas había empezado.
Dos truhanes
Mi jefecita se salió de la casa tempranito, tempranito. Todavía no estaba el sol afuera cuando sentí cómo se salía de la casa. No más oí como azotó la puerta y cómo le decía a doña Refugio: “doña Refugio, ahí le encargo al Camilo”. Después oí a doña Refugio decir a mi jefecita, con su voz rasposa de varios años de oficio: “sí comadre, no se apure, yo se lo cuido con favor de Dios”. La verdá es que no sé si dijeron eso, porque todavía estaba jetón como lirón enrollado en mí mismo, pero segurito lo dijeron porque siempre dice eso mi jefecita y doña Refugio siempre le contesta lo mismo.
La verdá no sé ni para qué me cuida tanto mi jefecita. Nunca está en las mañanas, que es cuando yo estoy, porque estoy todavía jetón reponiendo la cruda de la madrugada. Se va a vender tamales. Le salen re bien sabrosos. La neta, aquí entre nos, no hay nadien que se le parezca a mi jefecita para hacer los tamales. Cuando me paro, me encuentro en la mesa unos dos tamalitos. Los dos de rajas; o verdes con su carnita de puerco; o de dulce; o de lo que haiga. Pero mi jefecita siempre me deja dos tamalitos y un atolito pa que aguante todo el día.
Ayer, después de atragantarme, me puse la playera que tengo, los pantalones que le robé al “Mai”, y los tenis que me prestó mi difunto hermano. Entonces me salí de la casa. Doña Refugio no más me miró con unos ojos de diabla. “¡Chamaco condenado! ¡Ya te vas otra vez! ¡Qué no ves que tu madre no quiere que te salgas! ¡Es peligroso!”. Mientras me decía eso, trataba de salirse de la cama. Siempre hace lo mismo pero nunca puede porque está tullida.
Dice que cuando trabajaba en las esquinas un bravucón quiso subirla al coche a la fuerza. Ella no se dejó; le mentó la madre varias veces y le escupió en la jeta. El bravucón, dice, se subió a su coche y le dijo: “¿No quieres pinche puta? Pues ahorita vas a conocer a Ernesto Guevara”. Arrancó el coche y atropelló a doña Refugio y le pegó en las rodillas dejándole los cachitos no más. Desde entonces quedó tullida y ya no pudo talonear más. Pero a mí me valió madres que estuviera tullida o la chingada, cuando me soltó toda la letanía no más la miré y le dije: “No se agüite doñita que ahorita regreso… vieja pendeja”.
Ese día me quedé de ver con “el picos”. Como siempre no teníamos nada que hacer. “El picos” es el güey más cagado que hay en el barrio. Es re bien alburero. Eso sí, es también re bien pinche feo. Todas las viejas le huyen porque dicen que tiene cara de suela de zapato con cagada de perro. El otro día me estaba diciendo que unos batos le habían contado que “el Rufino”, el hijo de doña Lupe, se había metido de drogdiler. “¿Y qué es eso güey?”. “El picos” no más movió la cabezota y me dijo, “pues es un güey que gana montones de lana por repartir mota”.
Le habían contado que la mota del “Rufino” era la más chida que se podía encontrar por todo el barrio. Nosotros nos conformábamos con la pinche mota barata del “Mai”. Pero entonces a “el picos” se le ocurrió que podíamos bajarle la mota al pinche “Rufino”. Se puso a decirme un buen de cosas. Entonces que me dice “el picos”: “Tons que mi cocol, ¿le damos?”. “Pos le damos”, le contesté.
Entonces vimos al Rufino. Se veía que estaba bien cargadito. “Ya chingamos”, dijo “el picos” cuando el Rufino dio vuelta a la esquina. Entonces que “el picos” se le acerca al Rufino y se lo empezó a chorear. “No que tu jefecita, me la saludas; no que la Jenny, esta bien buenota; no que tu jefe”. Total que el Rufino ya estaba hasta la madre de “el picos” y de un madrazo lo sentó en el suelo.
Entonces yo le llegué al Rufino y le encajé la puntota que “el picos” me había dado. Se la encajé debajo de la panza. No más oí un gritito del pinche Rufino y ahí quedó, tieso, tieso. “Pinche ‘picos’, te la mamaste con esta puntota… le a de haber dolido un buen”, le dije al pinche “picos”. “¡Hay no pinches mames güey! Mejor ayúdame a bajarle la mota”.
* * *
¡Me carga la tiznada! Ya no tengo dinero ni para un triste pedazo de bolillo. Todo por culpa de esta gente. ¡De qué sirve que uno ande cobrando sus rentitas sin nadien le paga a uno! ¡Puta gente! ¡Puto Ernesto Guevara! ¡Ay, jijo de tu rechingada madre! ¡Cómo te odio carajos! Lo que me saco por ser una mujer honrada. Por muy puta que hubiera yo sido, pero eso sí, siempre fui y he sido muy honrada. ¡Pero mira que perder mi trabajo por no tirarme al esposo de mi doña Séfora! Mejor me lo hubiera echado, digo era mi oficio. Total, los hombres sólo quieren coger. A doña Séfora la quería pero a mí me deseaba. Pero no, yo creo que hice bien. ¡Ay Ernesto Guevara no más me desgraciastes! A doña Séfora la quiero como a una hermana. ¿Cómo le iba yo a hacer eso, si era tu esposa? Aunque la muy jija tampoco se ha portado nada bien conmigo. Ahí me anda dejando al Camilo, que es un verdadero demonio. Ese chamaco va a perderlo todo y se va a chingar, como su padre. Y su madre... ja, “mi comadre”. Muy comadre, muy comadre, pero no está como pa’ echarle a uno la mano. Siempre está pide y pide la condenada. Pero eso sí no es como para siquiera ver por sus hijos. Bien se merece que el Ernesto le pusiera los cuernos con todas esas mujeres. ¡Ay Diosito, cómo terminó esa relación! Y tú lo sabes. Pinche vieja, con su carita de inocente que tiene. Lo peor es cuando me echa en cara la muerte de su otro hijo, el hermano del Camilo. No más me entripo el coraje. ¡Ay maldita vieja! Quesque yo lo envicié y lo inicié como hombre. Si esta cajita ya no funciona desde que el pinche Ernesto me dejó tullida. ¡Y ora me sale con que le preste para esto, le preste para aquello! Y aquí está su pendejita. Lo bueno es que todos tienen cola que le pisen y la comadre Séfora tiene una colota que no veas... Ahí viene Toñito echando el bofe. ¿Qué le pasará?
“¡Doña Refugio! ¡Doña Refugio”.
“¿Qué pasa Toñito, qué pasa?, ¿Por qué vienes tan agitado? A ver toma aire que te me vas a “ogar”.
“¡Ay, Doña Refugio! El Rufino, el hijo de doña Lupe...”.
“¡Qué pasa Toño, por favor!”.
“Se lo chingaron, colgó los tenis… Dicen que fue entre el Camilo y ‘el picos’”.
“¡Jesús! ¡Córrele a decirle a doña Lupe!”
“Ya sabe Doña Refugio, ella fue la que nos contó. Está bien encabronada. No lloró. No más rechinó los dientes y juró por Diosito que se iba a chingar al Camilo, a “el picos” y a todo el que se le pusiera enfrente”.
“¡Ay, Dios mío!”
“Ya me voy doña Refugio, tengo que contarle a los demás”.
“Anda vete hijo”.
Pero qué calamidad. No más eso me faltaba, que en mi casa se esconda un asesino. No, no, no. No lo voy a permitir. Doña Séfora no más sirvió para parir truhanes. Primero su hijo mayor que no más robaba. Ahora Camilo, bien decía yo que ese recabrón iba a terminar mal. Pero ahorita mismo me va a oír doña Séfora... Mira no más, hablando del rey… pero si ahí viene la pobrecita de doña Séfora. Ahorita me va a oír… no quiero asesinos en mi casa y menos unos que no paguen… se me sale ahorita mismo.
“¡Comadre, comadre. Tengo que hablar con usté.”
“¡Qué quiere doña Refugio? Ahorita no estoy pa’ chingaderas, así que si va usted a cobrarme mejor métase éste por donde le quepa”.
¡Hija de la chingada! Encima de todo azota mi puerta. Pero ahora sí conocerá a doña Refugio, a ver qué haces ahorita que cuente el chismezote que me he guardado durante tantos años. Pinche Séfora, ahora sí te cargó el payaso.
* * *
“¡Pinche picos! Esta mota está bien pegadora”. Ahí estábamos, con las bolsas llenas de hierba y carcajeándonos por todas las pendejadas que se nos ocurrían. La panza ya me dolía de tanto humo y tanta babosada que decía el pinche “picos”. Nos paramos y fue cuando nos dimos cuenta de que ya estábamos bien pinches motos. Chocamos contra un poste de luz y le pedimos perdón riéndonos como pendejos. Nos metimos por el callejón de la Vicky pa’ ver si estaba, pero cuando nos vio con los ojos rojos, rojos y que estabamos en la pendeja nos sacó a escobazos. Total que terminamos atrás de la iglesia, junto a las bolsas de basura.
Fue entonces cuando vimos al pulgoso del “manchas”. “El picos” me dijo: “mira, ahí está ese pinche perro… vamos a chingarlo”. Y entonces le empezamos a aventar unas pinches piedrotas bien pinches grandotas. El “manchas” le empezó a ladrar al “picos”. “El picos” empezó a torear al pinche “manchas” y entonces el “manchas” que se le avienta al “picos”. No más oí que “el picos” dijo: “¡Ay, güey!” y ya no pudo decir más, porque el “manchas” lo tenía agarrado por el hocico y lo empezó a zarandear y entonces no más vi como “el picos” cerraba los ojitos y se ponía morado, morado.
Yo le empecé a aventar de piedrazos al pinche “manchas” pero no más no soltaba al pinche “picos” que parecía un pinche trapiador mugroso. Pero entonces que el “manchas” se encabrona y que se me avienta y pues yo iba a correr pero no sé porqué no pude correr. El chiste es que ya me traía también del brazo y me lo empezó a zarandear bien fuerte. Yo gritaba y gritaba. Entonces que me suelta y cuando ya me iba a echar a correr que me pesca la cara. No más sentí como un calambre en el ojo y después ya no podía ver con el ojo derecho. El “manchas” me soltó y yo empecé a correr como loco.
Corrí lo más fuerte que pude hasta que pensé que el “manchas” ya no me seguía. Pero yo no sabía si me seguía o no me seguía porque cada vez que volteaba ya no veía al perro, pero oía sus pasos y sus ladridos. Yo corría más fuerte y más fuerte hasta que casi me tropiezo dos veces, pero las dos veces logré no caerme porque si me caía segurito me agarraba el pinche “manchas” y entonces iba a quedar como “el picos”. Total que volví a voltear para atrás y entonces me di cuenta de que el “manchas” ya no me seguía, pero seguía oyendo los ladridos del pinche perro.
De pronto que me agarran de la espalda. Voltie y vi que era “el picos” con toda la cara deformada y con el “manchas” comiéndole las tripas. No supe que hacer, no más le dije “quí hubo”. Entonces me di cuenta de que no era “el picos” vivo. Era “el picos” muerto y junto a él estaban varios perros tragándoselo. Yo estaba tumbado en el suelo y ni siquiera me di cuenta en qué momento me había caído. Moví la cabeza y vi al pinche “manchas” y la sangre se me subió a la cabeza. De un madrazo me puse de pie y empecé a correr otra vez, cada vez más lento porque el brazo me punzaba y el ojo ya no lo sentía.
Entonces pensé en ir a mi cantón. Pero pensé que mi jefecita ya estaría ahí, y pos no quería que me viera todo con sangre. Por eso me di vuelta a la derecha y después a la izquierda y después que no sé qué hice, pero caí en el panteón de la colonia. Empecé a correr entre las tumbas y pos la verdá ya no aguantaba ni el brazo ni el ojo. Sentía como si me estuvieran arrancando el brazo y el ojo. Me senté ahí en una banquetita. Con el ojo bueno vi a una mujer, que se parecía a mi jefecita, sacando cosas de una pinche tumba. “¡Ay, güey!”, pensé, “¡a poco que mi jefa hace los tamales con la carne de los difuntitos?”.
Yo me estaba secando el ojo malo con mi manga porque me chorreaba y me chorreaba. De pronto ya no vi a la señora que quitaba los huesos. Pero vi a toda una bola de personas que estaban enterrando a alguien. Me acordé de cuando enterramos a mi jefe. El ojo se me llenó de lágrimas y entonces fue cuando oí cerquita de mí: “¡Ay, jijo! ¡Pero qué hicistes recabrón?”. Voltié y esperé ver a mi jefe junto a mí, porque la voz que oí me pareció ser la de mi jefe. Ahí estaba mi jefe, todo con su bigote bien cortado, como lo había visto antes de que cerraran su caja y le echaran montones de tierra. “¿Pero qué hicistes Camilo?”. La voz me volvió a sorprender pues ahora era la de mi jefecita. Entonces me limpié los ojos y vi a mi jefecita enfrentito de mí. Le dije que había sido culpa del “pinche” manchas. “Lo peor jefecita”, le dije a mi jefecita mientras jalaba los mocos con la nariz, “fue que ese pinche perro no era el ‘manchas’. El ‘manchas’ es re mancito. Además este pinche perro no tenía los puntitos blancos del ‘manchas’”. Mi jefecita puso en el piso los dos huesos que traía en las manos y empezó a secarme la sangre.
“¿Y esos huesos?”, le pregunté a mi jefecita. “Son los pinches huesos de tu papá. El cabrón ni muerto me deja tranquila. Lo maté hace ocho años pa’ que me dejara en paz; pa’ que dejara de ponerme los cuernos; pa’ ya no mantenerlo. Hoy cayó la chota en la casa quesque porque les habían dicho que yo guardaba los huesos del cabrón éste y me dijieron que habías matado al Rufino. Pinche doña Refugio, le contó mi secreto a la Lupe y ya nos quieren atorar…” Mientras mi jefa seguía hablando de los huesos de mi jefe, me acordaba de él y no más sentía que de mi ojo malo y de mi ojo bueno salían chorros y chorros de lágrimas y de las narices me caían los mocos.
De pronto dejé de oír qué más dijo mi jefecita, porque entonces me morí. No más sentí como el cuerpo se me puso frío, frío; y cómo me aflojaba todito, todito. Lo último que vi, antes de ver negro, fueron gotitas de sangre y agua cayendo junto a los huesos de mi jefe, y alcanzaba a oír el zumbido de las quejas de mi jefecita, que seguía limpiándome la cara y me tenía bien agarrado. Dios la guarde.
EPÍLOGO
Doña Séfora se seguía lamentando con su hijo y desquitando todas sus penas. Ella sabía que hacía tiempo Camilo ya se había ido. Pero no le importaba. Seguía acariciándole el pelo ralo lleno de coágulos sanguinolentos y le ponía los pedazos de ojo en su lugar, los cuales al poco rato se le volvían a escurrir de la cavidad. Sus lágrimas se habían mezclado con las del muerto y todo caía junto a los huesos de Ernesto Guevara que estaban en el piso, matizándolos de un sagrado carmín. El fin de toda una familia se acercaba. De pronto oyó las sirenas. Miró en los mausoleos de mosaico los reflejos de las torretas. La rodearon tres patrullas con sus tripulantes ajenos a su pena y con aliento a tacos de suadero. No le importó que le dijeran que la iban a llevar al ministerio público. Pero gritó y manoteó como loca encolerizada cuando quisieron quitarle los huesos y al hijo de sus brazos. Uno de los policías con poco tacto le dijo a uno de sus compañeros: “Qué tragedia, no más falta que la vieja se suicide”. Doña Séfora lo escuchó y le dijo con la voz serena y los ojos hinchados: “No hace falta joven, yo me empecé a suicidar desde hace ocho años… tal vez desde que nací”.
La verdá no sé ni para qué me cuida tanto mi jefecita. Nunca está en las mañanas, que es cuando yo estoy, porque estoy todavía jetón reponiendo la cruda de la madrugada. Se va a vender tamales. Le salen re bien sabrosos. La neta, aquí entre nos, no hay nadien que se le parezca a mi jefecita para hacer los tamales. Cuando me paro, me encuentro en la mesa unos dos tamalitos. Los dos de rajas; o verdes con su carnita de puerco; o de dulce; o de lo que haiga. Pero mi jefecita siempre me deja dos tamalitos y un atolito pa que aguante todo el día.
Ayer, después de atragantarme, me puse la playera que tengo, los pantalones que le robé al “Mai”, y los tenis que me prestó mi difunto hermano. Entonces me salí de la casa. Doña Refugio no más me miró con unos ojos de diabla. “¡Chamaco condenado! ¡Ya te vas otra vez! ¡Qué no ves que tu madre no quiere que te salgas! ¡Es peligroso!”. Mientras me decía eso, trataba de salirse de la cama. Siempre hace lo mismo pero nunca puede porque está tullida.
Dice que cuando trabajaba en las esquinas un bravucón quiso subirla al coche a la fuerza. Ella no se dejó; le mentó la madre varias veces y le escupió en la jeta. El bravucón, dice, se subió a su coche y le dijo: “¿No quieres pinche puta? Pues ahorita vas a conocer a Ernesto Guevara”. Arrancó el coche y atropelló a doña Refugio y le pegó en las rodillas dejándole los cachitos no más. Desde entonces quedó tullida y ya no pudo talonear más. Pero a mí me valió madres que estuviera tullida o la chingada, cuando me soltó toda la letanía no más la miré y le dije: “No se agüite doñita que ahorita regreso… vieja pendeja”.
Ese día me quedé de ver con “el picos”. Como siempre no teníamos nada que hacer. “El picos” es el güey más cagado que hay en el barrio. Es re bien alburero. Eso sí, es también re bien pinche feo. Todas las viejas le huyen porque dicen que tiene cara de suela de zapato con cagada de perro. El otro día me estaba diciendo que unos batos le habían contado que “el Rufino”, el hijo de doña Lupe, se había metido de drogdiler. “¿Y qué es eso güey?”. “El picos” no más movió la cabezota y me dijo, “pues es un güey que gana montones de lana por repartir mota”.
Le habían contado que la mota del “Rufino” era la más chida que se podía encontrar por todo el barrio. Nosotros nos conformábamos con la pinche mota barata del “Mai”. Pero entonces a “el picos” se le ocurrió que podíamos bajarle la mota al pinche “Rufino”. Se puso a decirme un buen de cosas. Entonces que me dice “el picos”: “Tons que mi cocol, ¿le damos?”. “Pos le damos”, le contesté.
Entonces vimos al Rufino. Se veía que estaba bien cargadito. “Ya chingamos”, dijo “el picos” cuando el Rufino dio vuelta a la esquina. Entonces que “el picos” se le acerca al Rufino y se lo empezó a chorear. “No que tu jefecita, me la saludas; no que la Jenny, esta bien buenota; no que tu jefe”. Total que el Rufino ya estaba hasta la madre de “el picos” y de un madrazo lo sentó en el suelo.
Entonces yo le llegué al Rufino y le encajé la puntota que “el picos” me había dado. Se la encajé debajo de la panza. No más oí un gritito del pinche Rufino y ahí quedó, tieso, tieso. “Pinche ‘picos’, te la mamaste con esta puntota… le a de haber dolido un buen”, le dije al pinche “picos”. “¡Hay no pinches mames güey! Mejor ayúdame a bajarle la mota”.
* * *
¡Me carga la tiznada! Ya no tengo dinero ni para un triste pedazo de bolillo. Todo por culpa de esta gente. ¡De qué sirve que uno ande cobrando sus rentitas sin nadien le paga a uno! ¡Puta gente! ¡Puto Ernesto Guevara! ¡Ay, jijo de tu rechingada madre! ¡Cómo te odio carajos! Lo que me saco por ser una mujer honrada. Por muy puta que hubiera yo sido, pero eso sí, siempre fui y he sido muy honrada. ¡Pero mira que perder mi trabajo por no tirarme al esposo de mi doña Séfora! Mejor me lo hubiera echado, digo era mi oficio. Total, los hombres sólo quieren coger. A doña Séfora la quería pero a mí me deseaba. Pero no, yo creo que hice bien. ¡Ay Ernesto Guevara no más me desgraciastes! A doña Séfora la quiero como a una hermana. ¿Cómo le iba yo a hacer eso, si era tu esposa? Aunque la muy jija tampoco se ha portado nada bien conmigo. Ahí me anda dejando al Camilo, que es un verdadero demonio. Ese chamaco va a perderlo todo y se va a chingar, como su padre. Y su madre... ja, “mi comadre”. Muy comadre, muy comadre, pero no está como pa’ echarle a uno la mano. Siempre está pide y pide la condenada. Pero eso sí no es como para siquiera ver por sus hijos. Bien se merece que el Ernesto le pusiera los cuernos con todas esas mujeres. ¡Ay Diosito, cómo terminó esa relación! Y tú lo sabes. Pinche vieja, con su carita de inocente que tiene. Lo peor es cuando me echa en cara la muerte de su otro hijo, el hermano del Camilo. No más me entripo el coraje. ¡Ay maldita vieja! Quesque yo lo envicié y lo inicié como hombre. Si esta cajita ya no funciona desde que el pinche Ernesto me dejó tullida. ¡Y ora me sale con que le preste para esto, le preste para aquello! Y aquí está su pendejita. Lo bueno es que todos tienen cola que le pisen y la comadre Séfora tiene una colota que no veas... Ahí viene Toñito echando el bofe. ¿Qué le pasará?
“¡Doña Refugio! ¡Doña Refugio”.
“¿Qué pasa Toñito, qué pasa?, ¿Por qué vienes tan agitado? A ver toma aire que te me vas a “ogar”.
“¡Ay, Doña Refugio! El Rufino, el hijo de doña Lupe...”.
“¡Qué pasa Toño, por favor!”.
“Se lo chingaron, colgó los tenis… Dicen que fue entre el Camilo y ‘el picos’”.
“¡Jesús! ¡Córrele a decirle a doña Lupe!”
“Ya sabe Doña Refugio, ella fue la que nos contó. Está bien encabronada. No lloró. No más rechinó los dientes y juró por Diosito que se iba a chingar al Camilo, a “el picos” y a todo el que se le pusiera enfrente”.
“¡Ay, Dios mío!”
“Ya me voy doña Refugio, tengo que contarle a los demás”.
“Anda vete hijo”.
Pero qué calamidad. No más eso me faltaba, que en mi casa se esconda un asesino. No, no, no. No lo voy a permitir. Doña Séfora no más sirvió para parir truhanes. Primero su hijo mayor que no más robaba. Ahora Camilo, bien decía yo que ese recabrón iba a terminar mal. Pero ahorita mismo me va a oír doña Séfora... Mira no más, hablando del rey… pero si ahí viene la pobrecita de doña Séfora. Ahorita me va a oír… no quiero asesinos en mi casa y menos unos que no paguen… se me sale ahorita mismo.
“¡Comadre, comadre. Tengo que hablar con usté.”
“¡Qué quiere doña Refugio? Ahorita no estoy pa’ chingaderas, así que si va usted a cobrarme mejor métase éste por donde le quepa”.
¡Hija de la chingada! Encima de todo azota mi puerta. Pero ahora sí conocerá a doña Refugio, a ver qué haces ahorita que cuente el chismezote que me he guardado durante tantos años. Pinche Séfora, ahora sí te cargó el payaso.
* * *
“¡Pinche picos! Esta mota está bien pegadora”. Ahí estábamos, con las bolsas llenas de hierba y carcajeándonos por todas las pendejadas que se nos ocurrían. La panza ya me dolía de tanto humo y tanta babosada que decía el pinche “picos”. Nos paramos y fue cuando nos dimos cuenta de que ya estábamos bien pinches motos. Chocamos contra un poste de luz y le pedimos perdón riéndonos como pendejos. Nos metimos por el callejón de la Vicky pa’ ver si estaba, pero cuando nos vio con los ojos rojos, rojos y que estabamos en la pendeja nos sacó a escobazos. Total que terminamos atrás de la iglesia, junto a las bolsas de basura.
Fue entonces cuando vimos al pulgoso del “manchas”. “El picos” me dijo: “mira, ahí está ese pinche perro… vamos a chingarlo”. Y entonces le empezamos a aventar unas pinches piedrotas bien pinches grandotas. El “manchas” le empezó a ladrar al “picos”. “El picos” empezó a torear al pinche “manchas” y entonces el “manchas” que se le avienta al “picos”. No más oí que “el picos” dijo: “¡Ay, güey!” y ya no pudo decir más, porque el “manchas” lo tenía agarrado por el hocico y lo empezó a zarandear y entonces no más vi como “el picos” cerraba los ojitos y se ponía morado, morado.
Yo le empecé a aventar de piedrazos al pinche “manchas” pero no más no soltaba al pinche “picos” que parecía un pinche trapiador mugroso. Pero entonces que el “manchas” se encabrona y que se me avienta y pues yo iba a correr pero no sé porqué no pude correr. El chiste es que ya me traía también del brazo y me lo empezó a zarandear bien fuerte. Yo gritaba y gritaba. Entonces que me suelta y cuando ya me iba a echar a correr que me pesca la cara. No más sentí como un calambre en el ojo y después ya no podía ver con el ojo derecho. El “manchas” me soltó y yo empecé a correr como loco.
Corrí lo más fuerte que pude hasta que pensé que el “manchas” ya no me seguía. Pero yo no sabía si me seguía o no me seguía porque cada vez que volteaba ya no veía al perro, pero oía sus pasos y sus ladridos. Yo corría más fuerte y más fuerte hasta que casi me tropiezo dos veces, pero las dos veces logré no caerme porque si me caía segurito me agarraba el pinche “manchas” y entonces iba a quedar como “el picos”. Total que volví a voltear para atrás y entonces me di cuenta de que el “manchas” ya no me seguía, pero seguía oyendo los ladridos del pinche perro.
De pronto que me agarran de la espalda. Voltie y vi que era “el picos” con toda la cara deformada y con el “manchas” comiéndole las tripas. No supe que hacer, no más le dije “quí hubo”. Entonces me di cuenta de que no era “el picos” vivo. Era “el picos” muerto y junto a él estaban varios perros tragándoselo. Yo estaba tumbado en el suelo y ni siquiera me di cuenta en qué momento me había caído. Moví la cabeza y vi al pinche “manchas” y la sangre se me subió a la cabeza. De un madrazo me puse de pie y empecé a correr otra vez, cada vez más lento porque el brazo me punzaba y el ojo ya no lo sentía.
Entonces pensé en ir a mi cantón. Pero pensé que mi jefecita ya estaría ahí, y pos no quería que me viera todo con sangre. Por eso me di vuelta a la derecha y después a la izquierda y después que no sé qué hice, pero caí en el panteón de la colonia. Empecé a correr entre las tumbas y pos la verdá ya no aguantaba ni el brazo ni el ojo. Sentía como si me estuvieran arrancando el brazo y el ojo. Me senté ahí en una banquetita. Con el ojo bueno vi a una mujer, que se parecía a mi jefecita, sacando cosas de una pinche tumba. “¡Ay, güey!”, pensé, “¡a poco que mi jefa hace los tamales con la carne de los difuntitos?”.
Yo me estaba secando el ojo malo con mi manga porque me chorreaba y me chorreaba. De pronto ya no vi a la señora que quitaba los huesos. Pero vi a toda una bola de personas que estaban enterrando a alguien. Me acordé de cuando enterramos a mi jefe. El ojo se me llenó de lágrimas y entonces fue cuando oí cerquita de mí: “¡Ay, jijo! ¡Pero qué hicistes recabrón?”. Voltié y esperé ver a mi jefe junto a mí, porque la voz que oí me pareció ser la de mi jefe. Ahí estaba mi jefe, todo con su bigote bien cortado, como lo había visto antes de que cerraran su caja y le echaran montones de tierra. “¿Pero qué hicistes Camilo?”. La voz me volvió a sorprender pues ahora era la de mi jefecita. Entonces me limpié los ojos y vi a mi jefecita enfrentito de mí. Le dije que había sido culpa del “pinche” manchas. “Lo peor jefecita”, le dije a mi jefecita mientras jalaba los mocos con la nariz, “fue que ese pinche perro no era el ‘manchas’. El ‘manchas’ es re mancito. Además este pinche perro no tenía los puntitos blancos del ‘manchas’”. Mi jefecita puso en el piso los dos huesos que traía en las manos y empezó a secarme la sangre.
“¿Y esos huesos?”, le pregunté a mi jefecita. “Son los pinches huesos de tu papá. El cabrón ni muerto me deja tranquila. Lo maté hace ocho años pa’ que me dejara en paz; pa’ que dejara de ponerme los cuernos; pa’ ya no mantenerlo. Hoy cayó la chota en la casa quesque porque les habían dicho que yo guardaba los huesos del cabrón éste y me dijieron que habías matado al Rufino. Pinche doña Refugio, le contó mi secreto a la Lupe y ya nos quieren atorar…” Mientras mi jefa seguía hablando de los huesos de mi jefe, me acordaba de él y no más sentía que de mi ojo malo y de mi ojo bueno salían chorros y chorros de lágrimas y de las narices me caían los mocos.
De pronto dejé de oír qué más dijo mi jefecita, porque entonces me morí. No más sentí como el cuerpo se me puso frío, frío; y cómo me aflojaba todito, todito. Lo último que vi, antes de ver negro, fueron gotitas de sangre y agua cayendo junto a los huesos de mi jefe, y alcanzaba a oír el zumbido de las quejas de mi jefecita, que seguía limpiándome la cara y me tenía bien agarrado. Dios la guarde.
EPÍLOGO
Doña Séfora se seguía lamentando con su hijo y desquitando todas sus penas. Ella sabía que hacía tiempo Camilo ya se había ido. Pero no le importaba. Seguía acariciándole el pelo ralo lleno de coágulos sanguinolentos y le ponía los pedazos de ojo en su lugar, los cuales al poco rato se le volvían a escurrir de la cavidad. Sus lágrimas se habían mezclado con las del muerto y todo caía junto a los huesos de Ernesto Guevara que estaban en el piso, matizándolos de un sagrado carmín. El fin de toda una familia se acercaba. De pronto oyó las sirenas. Miró en los mausoleos de mosaico los reflejos de las torretas. La rodearon tres patrullas con sus tripulantes ajenos a su pena y con aliento a tacos de suadero. No le importó que le dijeran que la iban a llevar al ministerio público. Pero gritó y manoteó como loca encolerizada cuando quisieron quitarle los huesos y al hijo de sus brazos. Uno de los policías con poco tacto le dijo a uno de sus compañeros: “Qué tragedia, no más falta que la vieja se suicide”. Doña Séfora lo escuchó y le dijo con la voz serena y los ojos hinchados: “No hace falta joven, yo me empecé a suicidar desde hace ocho años… tal vez desde que nací”.
Todo es confusion...
Las paredes se están cayendo, se hacen pequeñas, se contraen, se desvanecen en una implosión, caen al centro de la gravedad que, como un golpe en el estómago, las hace girar en un vórtice peligroso y frenético, fatal e imparable. La computadora se deshace en el torbellino de lo inevitable; los vidrios se hacen añicos y se derriten con el sol que calienta la habitación… el sol que congela la vida.
Detodounpoco
El sábado 16 de junio mi abuelo Pablo cumplió ni más ni menos que 100 años. ¡Vámonos! A tan grande acontecimiento deberíamos corresponder con un gran festejo. Y así fue. Durante las últimas tres semanas, quizás cuatro, mis papás se pusieron a ver en dónde, cómo, cuándo, cuánto y quiénes iban a hacer el festejo. Mi hermano, al igual que yo, éramos de la opinión de hacerlo en un restaurante, para minimizar el trabajo. Después del habitual toma y daca y de proponerlo a la familia se decidió que sería en la casa de un servidor --suya también, lector, lectora queridos, si me la piden y me dan una buena lana, ¡¡¡jo jo jo!!!--.
En seguida mi mamá nos puso a trabajar a mi hermano y a mí. Nos mandó por varios paquetitos de granos de maíz previamente cocidos para hacer un pozole de esos. Y ahí empezó el periplo. Ibamos al super y mi mamá nos decía que se nos había olvidado un par de cosas de la lista--mentira, a ella se le había olvidado anotarlo--. Regresábamos y nos volvía a mandar. El último viaje lo hicimos por las cervezas. Llenamos el carrito con muchos "sixes", eso sí, de diferentes sabores y colores, para que nadie quedara ofendido por la falta de tacto de los anfitriones. En ese momento recordé el slogan de las cervezas sol: Hoy hay futbol, mientras los paquetes desfilaban en la banda de las cajas.
Finalmente llegó la víspera del festejo. Mi madre había pedido una mesa larga con veinte sillas, y cuando llegué a la casa todo estaba en su lugar. Las mesas con manteles, las sillas cubiertas, enormes cajas con vajilla y vasos. "Sólo faltan las flores", nos dijo mi mamá. Ahí vamos mi hermano y yo, nada más y nada menos que a la florería de 24 horas, la que nunca cierra y que está en avenida chapultepec, casi casi donde se encuentra con constituyentes. Pedimos unas rosas blancas y de inmediato el joven me trajo una coronota de esas que usan para los funerales. "¡No, no, no!", le dije. Finalmente compramos una docena de rosas blancas y rosas --me las dejaba a 90 le dije 70, quedamos en 75, me vieron la cara-- y un par de arreglos florales. Con que la casa no pareciera funeraria me daba por bien servido.
Dejamos todo presto para el día siguiente, quién nos diría que sería de los más ajetreados de toda mi vida. Mi madre me hizo levantarme muy temprano, pues teníamos que recoger al abuelito Coco. Mi abue está un poquito gordito --sí como no, que le pregunten al asensor-- y generalmente se desplaza en su silla de ruedas, más por comodidad que por necesidad. Llegamos por él y lo subimos al automóvil. Nos lanzamos hacia la casa. Llegamos, él se bajó y yo estacioné el coche. Llegó el asensor y subió mi abue, su ayudante --otros 100 kilos más-- Omar y yo. Marcamos el quinto piso. Subimos el primero, el segundo y a la mitad del tercero ¡cha chan! que se traba el jodido elevador.
Ahí estabamos un viejito, dos hermanos y un cuate más, respirando el poco aire que quedaba. Pa su madre. Mi hermano se puso nervioso y en seguida actuó: abrió las pueras y efectivamente sólo pudimos ver la mitad del concreto pintado en amarillo huevo con un poco de mugre y arriba un pedazo de puerta y abajo otro pedazo de puerta. En vano intentamos abrir la puerta que estaba más arriba. Entonces Telcel entró en acción. Omar marcó por su celular --qué bueno que no lo había vendido aún-- a la casa, que estaba tres pisos más arriba --tan lejos y tan cerca-- y Lupita, hermana de Mario, el cuate que le ayuda a mi abuelito y que ahorita estaba ayudándonos a consumir el oxígeno del elevador, nos contestó. En seguida la pusimos al corriente de nuestra situación y bajó cual flash.
Cinco minutos después ya estaban ahí mi mamá, lupita, el conserje, su mujer y nadie podía abrir las susodichas puertas. Otros cinco minutos después llegaba el conserje con una llave --un vil clavo largo-- y, haciendo gala de su memoria, recordó cómo le hacen los técnicos del elevador para abrir las puertas y de pronto, ¡ábrete sésamo! las dos hojas metálicas cedieron y se abrieron. Una bocanada de aire fresco cayó en nuestros pulmones. Mi hermano salió por la pequeña rendija que se mostraba ante nosotros. Después salí yo.
Quedaban adentro mi abuelo y Mario. Pasaron cinco minutos más y ya estaba ahí también la administradora del edificio, quien presurosamente tomó el teléfono y marcó a los técnicos quienes en veinticinco o treinta minutos llegarían para salvar a mi abuelo. Pero mi abuelo es terco. "Yo me salgo, hijo", nos decía y se ponía de pie. "No abue, quédate ahí", "¿Cómo me voy a quedar aquí. No. Yo subí el Popocatépetl y el Iztacíhuatl". Breve paréntesis, mi abuelo está operado de las rodillas, podemos decir que tiene rodillas biónicas, pero casi no las usa, por lo que está un poquito débil para la caminada, de aquí se entiende el pendiente de todos para que no se moviera (¡Quería subir un escalón de casi metro y medio!).
En ese mismo momento estaban llegando mis otros abuelitos, quienes obviamente no podían subir por el elevador, y pensar subirlos por cinco pisos de escaleras se veía evidentemente como una tremenda locura. Los técnicos no llegaban y ya llevábamos diez minutos más. Total que decidimos darle chance al viejito. Subí presuroso por una base para ponerla en el elevador y que minimizara el metro y medio que tenía que salvar mi abuelo. Llegué con una silla y la colocamos dentro. Mi abuelo subió a la silla ayudado por Omar, que ya estaba de nuevo adentro del elevador, y por Mario. Yo lo esperaba afuera. Se sentó en el borde y desde ahí lo jalé. Estaba libre, lo subimos a su sillita, se salieron Mario y Omar y lo subimos los tres pisos restantes.
Pero todavía faltaban los otros abuelitos. Eso fue más fácil. Usamos la silla. Sentamos al abuelito Pablo en ella y entre cuatro personas los llevamos hasta arriba. "Me siento en canoa", dijo mi abue, mientras todos perleábamos el suelo con sendas gotas de sudor. Después fuimos por la abuelita, pero ésta, temerosa a la silla, prefirió echarse tres pisos caminando. Finalmente la sentamos en la silla y, ¡vámonos!, para arriba. Todo lo demás sucedió sin sobresaltos. Comimos pozole, tostadas y quesadillas; bebimos refrescos y cervezas y finalmente Cosqui llegó, porque teníamos que ir a ver a los del Royal Ballet, que esa noche presentaban ni más ni menos que la Bella Durmiente.
En seguida mi mamá nos puso a trabajar a mi hermano y a mí. Nos mandó por varios paquetitos de granos de maíz previamente cocidos para hacer un pozole de esos. Y ahí empezó el periplo. Ibamos al super y mi mamá nos decía que se nos había olvidado un par de cosas de la lista--mentira, a ella se le había olvidado anotarlo--. Regresábamos y nos volvía a mandar. El último viaje lo hicimos por las cervezas. Llenamos el carrito con muchos "sixes", eso sí, de diferentes sabores y colores, para que nadie quedara ofendido por la falta de tacto de los anfitriones. En ese momento recordé el slogan de las cervezas sol: Hoy hay futbol, mientras los paquetes desfilaban en la banda de las cajas.
Finalmente llegó la víspera del festejo. Mi madre había pedido una mesa larga con veinte sillas, y cuando llegué a la casa todo estaba en su lugar. Las mesas con manteles, las sillas cubiertas, enormes cajas con vajilla y vasos. "Sólo faltan las flores", nos dijo mi mamá. Ahí vamos mi hermano y yo, nada más y nada menos que a la florería de 24 horas, la que nunca cierra y que está en avenida chapultepec, casi casi donde se encuentra con constituyentes. Pedimos unas rosas blancas y de inmediato el joven me trajo una coronota de esas que usan para los funerales. "¡No, no, no!", le dije. Finalmente compramos una docena de rosas blancas y rosas --me las dejaba a 90 le dije 70, quedamos en 75, me vieron la cara-- y un par de arreglos florales. Con que la casa no pareciera funeraria me daba por bien servido.
Dejamos todo presto para el día siguiente, quién nos diría que sería de los más ajetreados de toda mi vida. Mi madre me hizo levantarme muy temprano, pues teníamos que recoger al abuelito Coco. Mi abue está un poquito gordito --sí como no, que le pregunten al asensor-- y generalmente se desplaza en su silla de ruedas, más por comodidad que por necesidad. Llegamos por él y lo subimos al automóvil. Nos lanzamos hacia la casa. Llegamos, él se bajó y yo estacioné el coche. Llegó el asensor y subió mi abue, su ayudante --otros 100 kilos más-- Omar y yo. Marcamos el quinto piso. Subimos el primero, el segundo y a la mitad del tercero ¡cha chan! que se traba el jodido elevador.
Ahí estabamos un viejito, dos hermanos y un cuate más, respirando el poco aire que quedaba. Pa su madre. Mi hermano se puso nervioso y en seguida actuó: abrió las pueras y efectivamente sólo pudimos ver la mitad del concreto pintado en amarillo huevo con un poco de mugre y arriba un pedazo de puerta y abajo otro pedazo de puerta. En vano intentamos abrir la puerta que estaba más arriba. Entonces Telcel entró en acción. Omar marcó por su celular --qué bueno que no lo había vendido aún-- a la casa, que estaba tres pisos más arriba --tan lejos y tan cerca-- y Lupita, hermana de Mario, el cuate que le ayuda a mi abuelito y que ahorita estaba ayudándonos a consumir el oxígeno del elevador, nos contestó. En seguida la pusimos al corriente de nuestra situación y bajó cual flash.
Cinco minutos después ya estaban ahí mi mamá, lupita, el conserje, su mujer y nadie podía abrir las susodichas puertas. Otros cinco minutos después llegaba el conserje con una llave --un vil clavo largo-- y, haciendo gala de su memoria, recordó cómo le hacen los técnicos del elevador para abrir las puertas y de pronto, ¡ábrete sésamo! las dos hojas metálicas cedieron y se abrieron. Una bocanada de aire fresco cayó en nuestros pulmones. Mi hermano salió por la pequeña rendija que se mostraba ante nosotros. Después salí yo.
Quedaban adentro mi abuelo y Mario. Pasaron cinco minutos más y ya estaba ahí también la administradora del edificio, quien presurosamente tomó el teléfono y marcó a los técnicos quienes en veinticinco o treinta minutos llegarían para salvar a mi abuelo. Pero mi abuelo es terco. "Yo me salgo, hijo", nos decía y se ponía de pie. "No abue, quédate ahí", "¿Cómo me voy a quedar aquí. No. Yo subí el Popocatépetl y el Iztacíhuatl". Breve paréntesis, mi abuelo está operado de las rodillas, podemos decir que tiene rodillas biónicas, pero casi no las usa, por lo que está un poquito débil para la caminada, de aquí se entiende el pendiente de todos para que no se moviera (¡Quería subir un escalón de casi metro y medio!).
En ese mismo momento estaban llegando mis otros abuelitos, quienes obviamente no podían subir por el elevador, y pensar subirlos por cinco pisos de escaleras se veía evidentemente como una tremenda locura. Los técnicos no llegaban y ya llevábamos diez minutos más. Total que decidimos darle chance al viejito. Subí presuroso por una base para ponerla en el elevador y que minimizara el metro y medio que tenía que salvar mi abuelo. Llegué con una silla y la colocamos dentro. Mi abuelo subió a la silla ayudado por Omar, que ya estaba de nuevo adentro del elevador, y por Mario. Yo lo esperaba afuera. Se sentó en el borde y desde ahí lo jalé. Estaba libre, lo subimos a su sillita, se salieron Mario y Omar y lo subimos los tres pisos restantes.
Pero todavía faltaban los otros abuelitos. Eso fue más fácil. Usamos la silla. Sentamos al abuelito Pablo en ella y entre cuatro personas los llevamos hasta arriba. "Me siento en canoa", dijo mi abue, mientras todos perleábamos el suelo con sendas gotas de sudor. Después fuimos por la abuelita, pero ésta, temerosa a la silla, prefirió echarse tres pisos caminando. Finalmente la sentamos en la silla y, ¡vámonos!, para arriba. Todo lo demás sucedió sin sobresaltos. Comimos pozole, tostadas y quesadillas; bebimos refrescos y cervezas y finalmente Cosqui llegó, porque teníamos que ir a ver a los del Royal Ballet, que esa noche presentaban ni más ni menos que la Bella Durmiente.
Breve ensayo sobre el cine...
Aldo Massa, Luis Eduardo Campos y su servidor, Jorge Pablo Correa González, nos reunimos el día jueves 31 de mayo nada más para charlar. Aldo y yo habíamos visto la película ¿Y tú cuánto cuestas? (ver: http://jorgepablo.blogspot.com/2007/06/tres-peliculas-y-un-libro.html), documental del famoso Olallo y empezamos a discutirla. Él la veía de una forma más benévola en comparación con la mía. Sin embargo coincidimos en que el lenguaje cinematográfico era pobre. De ahí empezó todo.
El cine (por lo menos el cine comercial, no así las propuestas artísticas) se ha trabado en un juego predecible en donde las historias ya no son llamativas --la escuela hollywoodense así lo ha querido y prefiere sustentarse en la fuerza de sus efectos visuales y una buena campaña de publicidad-- y la forma de contarlas, menos. Los mismos encuadres, los mismos juegos de imágenes, el lenguaje cinematográfico ha caído en una serie de lugares comúnes que parecen ya no caminar hacia ningún lado.
En el muy particular caso del cine mexicano, el que se exhibe en las salas y que está disponible para un público masivo, además de este pequeño problema, también queda por resolverse el de la temática. La temática del cine mexicano siempre es la misma: comedias o thrillres sin chiste de un corte muy gringo que no queda gringo y se queda en el limbo de lo mediocre, o dramas crudos y traumáticos, en donde el director quiere mostrar "la realidad" y termina por decirnos lo mismo que saldría en la Prensa o en los noticieros de TV Azteca --como dijo Ramón Fregoso, lo importante es el raiting y por eso vale más la noticia amarillenta con tintes rojos que nos da un anaranjado espeluznante a una noticia de cualquier otro color-- pero eso sí, con más sangre y escenas "sin tapujos".
"¿Qué quieres? Así es la realidad", me dirán. Yo digo, "¿Y qué propones para resolverla?". Las conclusiones a las que llegamos ese día fueron muy claras. En primer lugar, se deben generar propuestas. Decía Lalo Campos que él prefiere las películas con finales abiertos, en donde él pueda esbozar una propuesta. A mí me parece que si se está haciendo una denuncia, lo menos que podemos hacer es buscar una forma de solucionarla. El cine debe proponer. No sólo soluciones, debe proponer nuevos elementos para narrar, debe proponer la visión de un ser intelectual como lo es un director o un guionista.
La propuestas son cerradas en un sentido, pues nos mostrarán las delimitaciones de una idea surgida de un hombre o mujer que abstrayeron la realidad y la moldearon según sus estructuras cognoscitivas, y después encontraron la mejor manera para hacerselas llegar a todo un público que quiso verlas. Pero también son abiertas, porque el público a su vez abstraerá la realidad lanzada por el director o guionista o escritor o fotógrafo o diseñador o panadero o lo que sea, y la moldeará según su pensamiento se lo dicte y entonces también tendrá una propuesta que ofrecer, porque lo que se adecuó en el fue una solución.
Podrá decir, sí, a mi me parece buena esa solución, o no, a mi me parece mala, o no lo sé. Pero ya se está trabajando con algo. Por tal motivo concluímos también que es preponderante realzar la visión del individuo a través del cine. ÉSte deberá estar sustentado necesariamente en universales (temas que a todos nos parezcan comunes, como la muerte o la burla). Esta visión del individuo no puede llegar a los límites a los que ha llegado, por ejemplo, con el postmodernismo, en donde el individuo plasma su visión al grado que ni él mismo puede saber qué quiso decir.
Es importante, en los primero minutos de la narración, establecer el código con el cuál el espectador podrá entender lo que acontecerá en el resto del discurso. Si logramos este paso, y además, lo combinamos con la universalidad e la temática, entonces podremos estar hablando de la tercer conclusión: la visión individual no está peleada con la generación de recursos.
El hecho de que el cine y la televisión estén llenos con copias baratas --bueno, no tan baratas, sus millones les cuestan-- de lo mismo, es porque los empresarios son miedosos y prefieren invertir en algo que ya está probado a "arriesgarse", sin darse cuenta que mientras en el corazón de la película subsitan los valores universales, esa pieza está a punto de convertirse en un éxito. ¿Por qué? Si estudiamos a Sófocles, a Cervantes, a Shakespeare, a Camus, a García Márquez, a Sade, a Maupassant, a Borges, a Verne, podemos encontrar que en el fondo siempre están contándonos algo sobre el amor, sobre la muerte, sobre la misieria, sobre la existencia, sobre temas universales que a todos nos interesan.
Por tal motivo, la gente se sentirá identificada y verá las películas, y con una breve explicación de cómo debe ver tal o cual obra, se puede innovar. Esto nos abre las puertas para la evolución del lenguaje audiovisual encabezado por el lenguaje cinematográfico. Por eso, dejamos abierta la pregunta: ¿Cómo establecer neuvos elementos para este lenguaje?
El cine (por lo menos el cine comercial, no así las propuestas artísticas) se ha trabado en un juego predecible en donde las historias ya no son llamativas --la escuela hollywoodense así lo ha querido y prefiere sustentarse en la fuerza de sus efectos visuales y una buena campaña de publicidad-- y la forma de contarlas, menos. Los mismos encuadres, los mismos juegos de imágenes, el lenguaje cinematográfico ha caído en una serie de lugares comúnes que parecen ya no caminar hacia ningún lado.
En el muy particular caso del cine mexicano, el que se exhibe en las salas y que está disponible para un público masivo, además de este pequeño problema, también queda por resolverse el de la temática. La temática del cine mexicano siempre es la misma: comedias o thrillres sin chiste de un corte muy gringo que no queda gringo y se queda en el limbo de lo mediocre, o dramas crudos y traumáticos, en donde el director quiere mostrar "la realidad" y termina por decirnos lo mismo que saldría en la Prensa o en los noticieros de TV Azteca --como dijo Ramón Fregoso, lo importante es el raiting y por eso vale más la noticia amarillenta con tintes rojos que nos da un anaranjado espeluznante a una noticia de cualquier otro color-- pero eso sí, con más sangre y escenas "sin tapujos".
"¿Qué quieres? Así es la realidad", me dirán. Yo digo, "¿Y qué propones para resolverla?". Las conclusiones a las que llegamos ese día fueron muy claras. En primer lugar, se deben generar propuestas. Decía Lalo Campos que él prefiere las películas con finales abiertos, en donde él pueda esbozar una propuesta. A mí me parece que si se está haciendo una denuncia, lo menos que podemos hacer es buscar una forma de solucionarla. El cine debe proponer. No sólo soluciones, debe proponer nuevos elementos para narrar, debe proponer la visión de un ser intelectual como lo es un director o un guionista.
La propuestas son cerradas en un sentido, pues nos mostrarán las delimitaciones de una idea surgida de un hombre o mujer que abstrayeron la realidad y la moldearon según sus estructuras cognoscitivas, y después encontraron la mejor manera para hacerselas llegar a todo un público que quiso verlas. Pero también son abiertas, porque el público a su vez abstraerá la realidad lanzada por el director o guionista o escritor o fotógrafo o diseñador o panadero o lo que sea, y la moldeará según su pensamiento se lo dicte y entonces también tendrá una propuesta que ofrecer, porque lo que se adecuó en el fue una solución.
Podrá decir, sí, a mi me parece buena esa solución, o no, a mi me parece mala, o no lo sé. Pero ya se está trabajando con algo. Por tal motivo concluímos también que es preponderante realzar la visión del individuo a través del cine. ÉSte deberá estar sustentado necesariamente en universales (temas que a todos nos parezcan comunes, como la muerte o la burla). Esta visión del individuo no puede llegar a los límites a los que ha llegado, por ejemplo, con el postmodernismo, en donde el individuo plasma su visión al grado que ni él mismo puede saber qué quiso decir.
Es importante, en los primero minutos de la narración, establecer el código con el cuál el espectador podrá entender lo que acontecerá en el resto del discurso. Si logramos este paso, y además, lo combinamos con la universalidad e la temática, entonces podremos estar hablando de la tercer conclusión: la visión individual no está peleada con la generación de recursos.
El hecho de que el cine y la televisión estén llenos con copias baratas --bueno, no tan baratas, sus millones les cuestan-- de lo mismo, es porque los empresarios son miedosos y prefieren invertir en algo que ya está probado a "arriesgarse", sin darse cuenta que mientras en el corazón de la película subsitan los valores universales, esa pieza está a punto de convertirse en un éxito. ¿Por qué? Si estudiamos a Sófocles, a Cervantes, a Shakespeare, a Camus, a García Márquez, a Sade, a Maupassant, a Borges, a Verne, podemos encontrar que en el fondo siempre están contándonos algo sobre el amor, sobre la muerte, sobre la misieria, sobre la existencia, sobre temas universales que a todos nos interesan.
Por tal motivo, la gente se sentirá identificada y verá las películas, y con una breve explicación de cómo debe ver tal o cual obra, se puede innovar. Esto nos abre las puertas para la evolución del lenguaje audiovisual encabezado por el lenguaje cinematográfico. Por eso, dejamos abierta la pregunta: ¿Cómo establecer neuvos elementos para este lenguaje?
¿Viva Mexico?
Muchos de llamados intelectuales y artistas mexicanos contemporáneos han fijado sus ojos en "la denuncia", pero muy pocos se atreven a esbozar una propuesta para solucionar esa realidad que critican, y mucho menos se atreven a dar un paso para convertirla, y no llegan a más cosas que realizar marchas o regalar tamales para protestar contra la apertura de un McDonald's en Oaxaca.
Parece que los mexicanos así somos, mal hechos, egoístas, soberbios, con una carencia absoluta de reflexión --voltear a vernos y ver en dónde están las manchas y cómo quitarlas-- y una facilidad impensable --e impensada-- para buscar pretextos y vituperar al que señale sus errores (ver: Raymundo Rivapalacios, ¡Mexicanos!,en: Estrictamente Personal, http://www.eluniversal.com.mx/columnas/65753.html, 15 de junio de 2007). Entonces sí, son buenos para armar ofensas para el intelecto o para la madre de quien "los agrede" (v.g.: podemos encontrar comentarios como estos:
"O sea, está bien que escribas sobre el plástico burbuja o sobre lo que sea, pero por favor, estudia un poco (en realidad quiero decir un mucho) las reglas sintácticas y gramaticales porque tu redacción es verdaderamente lamentable. Dime, ¿qué grado de estudios tienes?"
o tal vez estos: "Después de revisar los textos que aparecen en tu blog, me doy cuenta que eres de esas personas que fueron víctimas del sistema educativo: reflexiones simplonas e insustentables; argumentos parecidos a cualquiera de los emitidos por los ignorantes de televisa,esos que la sociedad estupidizada llama "críticos"; no tienes idea de lo que es la estética corporal, bueno, en realidad no tienes idea de nada, hasta pareces egresado de esas mal llamadas universidades (Tec, Ibero, UP, etc,) que privilegian el amor a Dios y fomentan la lectura del periódico Reforma. Ni hablar, no cabe duda: la juventud mexicana, está por los suelos.
Desde Zacatecas,
Yo ")
Los mexicanos son buenos para las fiestas, son buenos para tener amigos, son buenos para el relajo, son buenos para "reírse hasta de la propia muerte", son buenos para hacer comidas ricas, son buenos para la hospitalidad. Estos son lugares comúnes que nos creemos, pero que no son ciertos del todo, porque si bien son características que nos definen, no son características que nos identifiquen como un grupo particular y aisaldo del resto. Los latinoamericanos son relajientos, son amigueros y fiesteros, y buenos para la hospitalidad, no SÓLO los mexicanos. Los franceses, italianos, árabes, españoles, son buenos para hacer comidas ricas, no SÓLO los mexicanos. En general el ser humano se ríe "hasta de la propia muerte", no SÓLO los mexicanos. Ni modos.
Los mexicanos estamos sentidos con lo que somos y hasta que no nos demos cuenta de que ni somos indígenas ni somos españoles, sino que no somos nada --por que no nos hemos esforzado por ser más que copiones de lo que hay allá afuera, en Europa o en Estados Unidos, pensando que al copiarlos se nos va a pegar un poco de lo que admiramos; y lo mismo pasa con los que copian a las culturas indígenas, creen que pueden resucitar a los ancestros que cayeron y que Quetzalcóatl va a regresar para salvarnos; no, está bien admitir que muchas cosas de Europa, Estados Unidos o los indígenas son dignas de elogiarse, pero no son nuestras.
El cine mexicano es un reflejo de todo el resentimiento que tenemos con nuestros paisanos y con nosotros mismos. Es por eso que el mexicano prefiere "pendejear" a que lo "pendejeen". No soporta seguir siendo el lamebotas que sigue siendo y entonces cuando alguien se encuentra una cartera en el piso, prefiere "chingársela" ("¡ya chingué!", dirá el afortunado, "¡ya me chingué", dirá el despistado) para que los demás lo miren hacia arriba y digan "Mira, qué suerte tiene este güey".
El mexicano es un ser frustrado, confundido (basta dar un paseo por toda la ciudad de México y veremos un sin número de estilos, véamos un la "explosión" de colores de cualquier mujer u hombre para saber que no sabemos lo que queremos) y temeroso (igual, en lo churrigueresco, en el horror vacuum de cualquier adorno, en la misma forma en que nos apelmazamos).
El mexicano es un ratón que sueña con ser héroe y "ya se vió" en la cima, platicando con la crema y nata de sus sueños, pero no se despierta para ver que sigue atrapado en la sima (con "s"). Pero no todo es terrible. Hay que mirar el tumor para poder extirparlo. Hay que reconocer que en México pululan los orcos --en clara referencia a los denostables seres que aparecen en los cuentos de Tolkien-- para poder ver hacia dónde caminar y convertir a esos orcos en gente productiva para el país. Si no tenemos el coraje para ver los errores, mucho menos lo tendremos para buscar el éxito.
P.S.: Ahora bien, dos noticias: la mala es que todos estos detalles no sólo definen al mexicano, me parece que le caen como anillo al dedo a muchos latinoamericanos; la buena es que todos tenemos esperanzas, pero no nos quedemos en esperar... busquemos el éxito.
Parece que los mexicanos así somos, mal hechos, egoístas, soberbios, con una carencia absoluta de reflexión --voltear a vernos y ver en dónde están las manchas y cómo quitarlas-- y una facilidad impensable --e impensada-- para buscar pretextos y vituperar al que señale sus errores (ver: Raymundo Rivapalacios, ¡Mexicanos!,en: Estrictamente Personal, http://www.eluniversal.com.mx/columnas/65753.html, 15 de junio de 2007). Entonces sí, son buenos para armar ofensas para el intelecto o para la madre de quien "los agrede" (v.g.: podemos encontrar comentarios como estos:
"O sea, está bien que escribas sobre el plástico burbuja o sobre lo que sea, pero por favor, estudia un poco (en realidad quiero decir un mucho) las reglas sintácticas y gramaticales porque tu redacción es verdaderamente lamentable. Dime, ¿qué grado de estudios tienes?"
o tal vez estos: "Después de revisar los textos que aparecen en tu blog, me doy cuenta que eres de esas personas que fueron víctimas del sistema educativo: reflexiones simplonas e insustentables; argumentos parecidos a cualquiera de los emitidos por los ignorantes de televisa,esos que la sociedad estupidizada llama "críticos"; no tienes idea de lo que es la estética corporal, bueno, en realidad no tienes idea de nada, hasta pareces egresado de esas mal llamadas universidades (Tec, Ibero, UP, etc,) que privilegian el amor a Dios y fomentan la lectura del periódico Reforma. Ni hablar, no cabe duda: la juventud mexicana, está por los suelos.
Desde Zacatecas,
Yo ")
Los mexicanos son buenos para las fiestas, son buenos para tener amigos, son buenos para el relajo, son buenos para "reírse hasta de la propia muerte", son buenos para hacer comidas ricas, son buenos para la hospitalidad. Estos son lugares comúnes que nos creemos, pero que no son ciertos del todo, porque si bien son características que nos definen, no son características que nos identifiquen como un grupo particular y aisaldo del resto. Los latinoamericanos son relajientos, son amigueros y fiesteros, y buenos para la hospitalidad, no SÓLO los mexicanos. Los franceses, italianos, árabes, españoles, son buenos para hacer comidas ricas, no SÓLO los mexicanos. En general el ser humano se ríe "hasta de la propia muerte", no SÓLO los mexicanos. Ni modos.
Los mexicanos estamos sentidos con lo que somos y hasta que no nos demos cuenta de que ni somos indígenas ni somos españoles, sino que no somos nada --por que no nos hemos esforzado por ser más que copiones de lo que hay allá afuera, en Europa o en Estados Unidos, pensando que al copiarlos se nos va a pegar un poco de lo que admiramos; y lo mismo pasa con los que copian a las culturas indígenas, creen que pueden resucitar a los ancestros que cayeron y que Quetzalcóatl va a regresar para salvarnos; no, está bien admitir que muchas cosas de Europa, Estados Unidos o los indígenas son dignas de elogiarse, pero no son nuestras.
El cine mexicano es un reflejo de todo el resentimiento que tenemos con nuestros paisanos y con nosotros mismos. Es por eso que el mexicano prefiere "pendejear" a que lo "pendejeen". No soporta seguir siendo el lamebotas que sigue siendo y entonces cuando alguien se encuentra una cartera en el piso, prefiere "chingársela" ("¡ya chingué!", dirá el afortunado, "¡ya me chingué", dirá el despistado) para que los demás lo miren hacia arriba y digan "Mira, qué suerte tiene este güey".
El mexicano es un ser frustrado, confundido (basta dar un paseo por toda la ciudad de México y veremos un sin número de estilos, véamos un la "explosión" de colores de cualquier mujer u hombre para saber que no sabemos lo que queremos) y temeroso (igual, en lo churrigueresco, en el horror vacuum de cualquier adorno, en la misma forma en que nos apelmazamos).
El mexicano es un ratón que sueña con ser héroe y "ya se vió" en la cima, platicando con la crema y nata de sus sueños, pero no se despierta para ver que sigue atrapado en la sima (con "s"). Pero no todo es terrible. Hay que mirar el tumor para poder extirparlo. Hay que reconocer que en México pululan los orcos --en clara referencia a los denostables seres que aparecen en los cuentos de Tolkien-- para poder ver hacia dónde caminar y convertir a esos orcos en gente productiva para el país. Si no tenemos el coraje para ver los errores, mucho menos lo tendremos para buscar el éxito.
P.S.: Ahora bien, dos noticias: la mala es que todos estos detalles no sólo definen al mexicano, me parece que le caen como anillo al dedo a muchos latinoamericanos; la buena es que todos tenemos esperanzas, pero no nos quedemos en esperar... busquemos el éxito.
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