La vida de Don Eusebio se había tornado, en las últimas horas en una patética comedia ridícula, es decir, como lo ejemplificarían los intelectuales que les gusta crecerse haciendo referencias académicas, al más puro estilo de la literatura francesa de mediados del siglo XX. Su vida nunca había sido increíble, de hecho se había convertido en una situación mimetizada con el todo desde que había salido de las entrañas de su madre. Logró lo que muchos jóvenes quieren al adoptar tendencias que, en el fondo, buscan hacerlos pasar desapercibidos ante el mundo: que nadie los critique, que nadie los voltee a ver, pero paradójicamente, quieren ser diferentes, aunque terminan siendo igual que el grupo al que accedieron... en fin una cosa de nunca acabar. Don Eusebio había conseguido la dicha de estar en el todo sin mover un solo dedo. Fue segundón en la primaria, nadie lo pelaba en la secundaria, a penas y lo saludaban en la preparatoria y en la universidad la gozó sin penas ni fracasos. Después se hizo oficinista, se casó, tuvo un hijo y ahí estaba su vida.
Pero todo se trastornó aquél día en que había visto una chamarra encantadora en una tienda de Polanco. Lastimósamente no podía comprarla; aún peor, otro hombre lo hizo y entonces todo sucedió. Sus reprimidos deseos lo obligaron a sentenciarle indirectamente al cielo una guerra sin cuartel que duraría pocas horas. Después de su arrebato en las calles de Polanco, su mujer lo hizo llevarla a una plaza comercial. Segunda batalla ganada por el destino, o si lo prefieren, por Dios o su ausencia, como quieran. Era evidente que su falta de experiencia para con las batallas de la vida, por inconsciencia o por fatalidad, lo llevaría a la ruina. Lo que nadie esperaba es que fuera tan pronto. El estrés lo batió y en medio de un terrible embotellamiento, comenzó a dejar salir toda la impotencia, el miedo al fracaso y las llagas aparentemente costrificadas en un pitido perenne. Todos lo hacían, y como dicen por ahí, mal de muchos consuelo de todos (o de tontos, que es lo mismo).
Así, el buen Don Eusebio atinó a dejar el pitido que lo liberaba, que lo hacía volar hacia los tesoros que en su mente había mascullado a escondidas (y sin siquiera él saberlo, aparentemente) desde la niñez. El pitido realizaba la vendeta de su vida. ¡Ja, cómo ves eso, creador, rey de reyes! Ahora no puedes hacer nada para callarme. Y como si sus palabras fueran las del oráculo, alejó la mano de la bocina, pero el auto siguió profiriendo su hiriente chillido. ¿Qué había pasado? ¿Dios, su ausencia o el destino se burlaban de él (otra vez)? No lo podremos saber a ciencia ni a metafísica (no desde el punto de vista Aristotélico, aunque bien pudiera ser lo mismo) cierta. Lo único factible era que el claxon se había quedado vociferando la ira de Don Eusebio, aún cuando éste, por lo menos superficialmente, ya no lo quería. Todos los demás autos habían callado el suplicio, pero el de Don Eusebio no. El golpeteo martirizante seguía y seguía y parecía que no se detendría jamás. "Ahora no puedes hacerme callar", repitió inconscientemente Don Eusebio. Finalmente algo que él quería se había dado.
Todos los automovilistas voltearon a ver al pobrecito Don Eusebio, quien no sabía dónde esconderse para que no lo tacharan de escandaloso ni rijoso. Su querella convertida en un claxonazo infinito molestó a todos y en seguida no pudo esquivar las constantes groserías y mentadas de madre que le profirieron. Su mujer parecía estar en todos lados menos en el suyo. Era evidente que el claxon se había pegado, algún cortocircuito inesperado lo estaba llevando a la tumba. "Cállate, Eusebio", le aguijoneaba aún más su mujer. ¡Increíble mujer! ¡A caso no se daba cuenta que no era por su consentimiento que el bocinazo se extendiera hasta la inmensidad de las estrellas? ¡A caso no se enteraba de que sus manos ya no tocaban la bocina? Pero lo había dicho con tanta ira, histeria y seguridad, que por unos instantes Don Eusebio creyó que realmente nunca había dejado de tocar la bocina y que un doppelgänger lo hacía en su lugar, para que él no tuviera el remordimiento de hacer algo socialmente inaceptable, y de todos modos hacerlo.
Nunca pudo averiguarlo, porque entre los protestantes contra su escándalo, estaba el microbusero que minutos antes había recibido el primer espolonazo de la amargura de Don Eusebio. Llegó ante su ventana, mientras Don Eusebio se debatía entre quién tocaba la bocina (su doble o alguna falla mecánica, o una falla mecánica que era su doble). De la manera más alevosa, más cobarde, más villana, a quemarropa, sin dar tiempo a empuñar las pistolas, el microbusero descargó la furia de una tranca que llevaba en la diestra. Una vez, rompió el cristal; otra vez, la cabeza de Don Eusebio quedó prensada entre el volante, el arma homicida, la indiferencia de su esposa y el pitido del claxon que se mantenía; una vez más, Don Eusebio perdió el conocimiento y, muy probablemente la vida. No tuvo suerte, pues su esposa le seguía recriminando que la culpa era suya por no dejar de tocar el cláxon, mientras se miraba las uñas esperando a que la larga fila de autos avanzara. Tuvo suerte (¿o no?) pues mientras sus sentidos se desconectaban de la realidad, tuvo la sensación de que el cláxon se callaba por arte de magia. ¿Era él quien causaba el escándalo, o era Dios, o su ausencia o el destino el que se encargaba de ponerle fin a sus conspicuos y últimos momentos de vida?
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