Las paradojas se abren en mi mundo y cuando siento que debo hablar con la cara de perro que empieza a resquebrajar las transitadas calles de la modernidad y de la perdición entonces no cierro los ojos ni empiezo a oír los muros resquebrajarse ni los gritos desgañitarse ni los pájaros sobre volar con angustia en una partida de aluminio y sed, pues los cartones que se embriagan en una cartera perforada con sendos metales de la vida siempre terminarán por parecerse más a una almidonada mortaja que a lo cualquier singular y siempre aguerrido plumero podrían contener dentro de sus cuatro paredes y sus ciento y un albures faciales.
Las paradojas me emergen y en lugar de voltear hacia adentro busco la salida de una diáfana ventana para abrir mi mundo al interior y sentir las oleadas de cientos de toxinas que invaden con un calor furioso los receptáculos de la vida. Hay que salir para entrar y poder resentir el amor de los difuntos y la virtud de los simios que siguen en sus marranadas de poder transmitir una patada y nunca una historia que se construye con letras y gloria y sangre y cansancio de pies y un sudor que huele a recuerdos y siempre termina por provocar un escozor mental que llena de prurito las alfombras allagadas de los que siempre se atreven a decir y nunca terminan por cruzar el árbol que se emerge dentro de la victoria del único y terminan por vivir sentados en la taza del baño.
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