martes, 15 de abril de 2008

La barba

Se miraba en el espejo con angustia y depresión. Buscaba con el tacto algún indicio que le permitiera estar tranquilo, relajado y absolutamente confiado de que había un retoño que le devolvería la felicidad. Todos tenían lijas que le hacían corroerse en la envidia más vil. Todos enseñaban sus luengos trofeos pavonéandose y levantando pasiones irreconocibles. ¿Y él? Nada. Ahí estaba, como un punto vacío entre sus camaradas, como un foco infeccioso al que nadie se le acercaba, gozaba de un espacio vital que muchos querían pero que a él lo ahogaba. Lo estimaban pero en lo bajo de las conversaciones, nadie podía evitar aconsejar al otro "Mira, que no te acerques a Víctor, que no veis que eso que tiene es alto contagioso", y todos se santiguaban y mecían sus barbas, acariciándolas por si fuera la última vez que las poseían. 

Víctor había nacido con una extraña enfermedad, no tenía barba. A todos les sorprendía pues desde rancias generaciones atrás se les conocía por tener las barbas más prestigiosas y bien cuidadas de toda la comarca. No había hombre en Villalobos que no poseyera una, y dentre todos aquellos hombres, no había existido (hasta el día en que Víctor vio la luz) alguien que desbancara ni si quiera un ápice a los Barbafermosa, apellido al que deshonraba Víctor. Estaba convencido de tener alguna enfermedad rara, algo contrapuesto a la licantropía descrita por Aedelius Rasmusen en sus textos sobre las enfermedades, el hombre y los animales. Si era posible que un hombre adquiriera las facciones (¡cómo anhelaba las facciones, pero sobre todo el pelaje!) de un lobo, era también posible que él adquiriera una alopecia en todo el cuerpo. 

Muchos fueron los rumores del porqué de la alopecia facial de Víctor. Unos decían que no era hijo verdadero de don Alfonso, cosa falsa, pues los ojos no mienten, y la mirada de Víctor era calca al carbón de la don Alfonso. Otros pregonaban que alguna anciana ardida por las jugarretas de don Alfonso le había lanzado un maleficio a través de su saliva y que lo había alcanzado en el semen, para que su descendencia careciera de vello facial. La más descabellada era la que Víctor esgrimía, y todos en el pueblo sabían que las enfermedades no eran cosa de uno, sino de Dios y que Dios no querría que ninguno de sus hijos en Villalobos careciera de vello facial, así de simple. 

Leía libros y más libros que le enseñaran algún camino hacia la derivación de su enfermedad, pero nada había. Era el único y ser único le daba miedo, porque estaba solo. Quizás todo sería diferente si la terrible enfermedad hubiera perdonando los cabellos de su barba. Así no deshonraría (que era lo que más le dolía) a los Barbafermosa, y tendría el respeto (que era lo que más codiciaba) de Villalobos entera, y las mujeres lo cortejarían a él (que era lo que nunca ocurría) como le pasaba a todo mancebo de la villa. Su obsesión fue tal que lo llevó a encerrarse en el torreón norte de su casona días enteros, ojeando sendas fojas quebradizas que como las pisadas en un laberinto obscuro, eran su medio (y por lo pronto el fin, también, de su vida, en ambos sentidos) para acercarse a la verdad que no sabía que estaba ahí, pero que estaba encantado en imaginarla entre los pergaminos. 

De nada sirvió que su madre encargara a doña Socorro, el ama de llaves, (porque doña Gracia, viuda de don Alfonso José Herlindo Ramón Francisco Santiago Romualdo Barbafermosa y Capello, no quería que Víctor la contagiara, pues llevaba en el vientre al último vástago de los Barbafermosa, y la esperanza de que la familia se reivindicara ante sus acérrimos enemigos, quienes al ver que el heredero de los Barbafermosa carecía de vello facial, ya apresataban los aceros para hacerles frente y quitarles lo que tantos años de mecer sus barbas les habían dado a tan hidalga familia) que le dijera a Víctor que desistiera de sus batallas, pues sólo ponía en ridículo a su prosapia, pues no sólo no tenía vello sino además coqueteaba con el diablo para conseguirlo. 

Tanto se encargó Víctor de no hacer caso a su madre a través de los labios de doña Socorro, que comenzó a experimentar una locura terrible. Dejó de comer y como bien dicen los sabios, cuando estaba acostumbrándose a no hacerlo, murió. De eso no se enteraron sus parientes más que una semana o dos después de que el cuerpo había sido abandonado por el alma de Víctor. Es probable que, entre sus investigaciones, se diera cuenta de que el siguiente paso no estaba entre los muros de su estudio ni entre las páginas polvosas que hojeaba diario. El siguiente paso había que buscarlo fuera de toda corporeidad y por ende decidió transfigurar su esencia, para llegar a los lugares que su cuerpo no podía (o no quería, tanto era su miedo al ridículo) llegar. Lo hizo en varias ocasiones, experimentando una tranquilidad infinita, pues sus electrones se mezclaban con los de la vida y entonces encontraba a Dios, en una paz eterna. 

No es descabellado (sin alusión al pobre Víctor) pensar que prefiriera la tranquilidad de estar mezclado con el todo a la angustia de estar en la soledad más aberrante, y por ello un buen día no regresara a su cuerpo. Lo verdadero es que el pueblo se había enterado de la muerte de Víctor casi en el momento en que había acontecido, pues veían desde la distancia extrañas luces y fantasmagóricas alusiones que no podían ser otra cosa que el espíritu en pena de Víctor. Esto pudo ocurrir desde sus primeras experiencias en la extracorporeidad, cuyo final conocemos bien. Los rumores corrieron, como suele ocurrir, de fuera hacia adentro y las voces de los vecinos que clamaban ver a un joven lampiño en la ventana del torreón norte, terminaron por hacer que doña Socorro, auspiciada por la madre, subiera a ver qué le pasaba a Víctor. 

Cuando entró no pudo evitar llorar, pero al acercarse al cadáver que yacía boca abajo y levantarlo para cerrarle los ojos, una sonrisa se dibujó en el rostro de doña Socorro. ¡Ojalá y el niño Víctor pudiera ver su cuerpo para alegrarse más de lo que la faz del cadáver lo estaba haciendo ahora! Había nacientes vellos en la cara de Víctor, pequeños pero fuertes y ya medían dos centímetros. ¡Cuánta felicidad habría en Víctor! La madre se alegraba por el hijo muerto porque la muerte había trascendido a la maldición y ahora podía sentirse orgulloso de haber portado el apellido de su padre. Decidieron cortar la cabeza y enterraron el cuerpo en las galerías de la casa, para que la testa cada día más barbona de Víctor acompañara los retratos de todos sus ancestros, que ahora lo veían con dignidad como un miembro más de la noble familia de los Barbafermosa.


No hay comentarios: