jueves, 10 de abril de 2008

El sepelio de Don Eusebio

Más había durado su escarnio por proferir blasfemias a la inmensidad, que terminar finalmente por dejar esta realidad y convertirse en un montón de átomos dispersos entre los montones de viento y polvo. Don Eusebio había sucumbido de una forma fea. Primero le quitaron el único objeto material por el que alguna vez había sentido atracción; después un día tormentoso en una plaza comercial culminado por un altercado con un microbusero; finalmente, un grito de desesperación que terminó por llevarlo a la tumba a manos del mismo con el que había tenido el altercado. El que ría al último ríe mejor. 

Pero Don Eusebio no era de los que reían al último. Pertenecía a esa especie que está condenada a tener que ver el final de las comedias y sentir cómo los demás terminan por reír después que él y así fue incluso cuando lo llevaron al velatorio y después al sepelio. En el velatorio todo transcurrió con normalidad. Sólo ocurrió que cuando lo habían finalmente llevado a la plancha donde embalsaman a los cadáveres, llegó de improviso el hijo de algún funcionario billetudo, quien a fuerza de llevar la botella a la boca, terminó por embriagarse y chocar su automóvil último modelo. Qué más hubiera querido Don Eusebio, que tener un carro como el de aquel mozalbete advenedizo, que no sólo tuvo el cinismo de estrellarlo contra la funeraria (esa fue una de las razones por las que tardaron en atender a Don Eusebio), sino que ahora robaba la atención que había ganado con base en una paciencia sobrehumana recién adquirida por el pobre Don Eusebio. 

En fin, en las cosas de Dios no se manda, ni en las de la administración ni la burocracia. Así que tuvo que esperar un poco más a que reconstruyeran el rostro al otrora bonachón (y huevón) joven, para que finalmente procedieran a sacarle un líquido que le estaba molestando, pues le producía gases intestinales. La señorita que lo drenaba, miraba a Don Eusebio como culpándolo por las flatulencias que había esparcido sin quererlo. ¡Caray! Ni muerto podía dejar de ser el chivo expiatorio. Finalmente concluyó con el vaciado del cadáver y por primera vez en mucho tiempo, Don Eusebio podía sentirse satisfecho, pues había bajado como siete kilos en unos minutos, y lucía una figura espléndida. Algo tenía que haber de bueno en la muerte. Ahora era todo un dandi luciendo su corbata roja que tanto le había gustado (y que nunca usó por miedo a ensuciarle, pero ahora, qué más daba) y un traje azul obscuro que tenía unos hoyos en la espalda, pero como nadie lo iba a ver de espaldas, era lo de menos. 

Lo presentaron ante sus deudos, pero ninguno pasó a verlo por respeto o por tristeza, más bien querían saber qué tan bien le sentaba la muerte: puro morbo, pues. La esposa a penas llegó a verlo, y decía a sus amigas que ya lo había visto por mucho tiempo, además, había sido suya la culpa de que no llegaran a la cena del reencuentro de las señoritas de la preparatoria Lucía Collado, generación 58-60. "Qué egoísta fue tu marido", coincidieron todas, mientras seguían sorbiendo con parsimonia un café aguado, digno de un velatorio. Después el padre llegó, se puso una túnica que lo hacía ver más gordo de lo que era, se envolvió con una estola multicolor que más parecía un reboso que algo sagrado; dijo un par de cositas a la carrera y se fue rápidamente, pues tenía que ir a desposar a un par de jóvenes que le habían prometido una buena limosna a fin de que los desposara en domingo y a esas horas. En fin, a la noche todos se fueron y dejaron al pobrecito Don Eusebio solo. Pero se sintió mejor a solas que mal acompañado. 

Al día siguiente partió el cortejo fúnebre para llevarlo a su última morada, es decir una urnita que seguramente terminaría en el ático, tanto lo quería su mujer. Pero entonces, sucedió el colmo de todo su trajín hacia el más allá. Don Eusebio había padecido la agonía en medio de un tráfico estrangulador. Ahora padecía el final de su descanso otra vez en medio de un tráfico estrangulador. La carroza estaba literalmente atrapada entre un marasmo de automóviles que pitaban sin cesar, pues de buenas a primeras el motor había dejado de funcionar y se había quedado atravesada a lo ancho de la calle, causando un tráfico de los mil demonios. Un bocinazo, dos, tres, cinco, treinta, una orquesta entera de cláxones de diferentes tonos y vibraciones, unos adornando los compases con "la cucaracha", dos mentadas de madre, un auto que le dio un beso a otro más y provocó la explosión de los dos conductores, calor, calor, calor, cinco o diez comerciantes ambulantes aprovechando el oasis para pescar dinero como si fueran flamingos en una crecida del mar. 

Era más de lo que Don Eusebio podía soportar. ¿A caso Dios, o su ausencia o el destino no se habían contentado con quitarle la chamarra que tanto había deseado, atormentarlo en una plaza, crisparlo en un embotellamiento y encima matarlo? ¡No! Ahora tenía que vivir en carne propia la locura del tráfico el día de su sepultura. Era demasiado. No iba a permitir más burlas ni más insolencias de la vida. Abrió los ojos, alcanzó a soltarse las manos y con un poco de trabajo abrió la caja. "Con su permiso jóvenes, yo me sé el camino al panteón", les dijo a los choferes, quienes lo vieron salir tranquilamente. "Hubiera dicho eso antes de que lo trajéramos hasta acá, ¡inconsciente!" le gritaron al cadáver que salía reprochándoles la descortesía. Ahora resultaba que era la culpa de Don Eusebio, que ellos estuvieran en ese embotellamiento. 

Mientras se alejaba a su última morada, alcanzó a escuchar las carcajadas de toda la comitiva que lo veía cojear y desaparecer en una esquina, mientras el eco de aquellas risotadas le hacían que se le revolviera el estómago (o bien podían ser los tejidos pudriéndose dentro de él) pues eran el resumen de toda su vida.

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