Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una taza de barro en su mano, resoplando y esperando a que el contenido se enfriara en una explosión de múltiples edecanes que se tergiversarían en sus ojos, cristales de caleidoscopio. Lo recuerdo (creo), con sus pequeñas caminatas al rededor de un cerco, lanzando espumarajos por los poros y sintiendo que a cada zancada el Qomolangma estaba cada vez más cerca. Recuerdo que hablaba con palabras completamente inteligibles pero con una sintaxis tan envuelta en vericuetos que fácilmente lograba doblar los sintagmas y conformar un mosaico deleitable (e irreal) con minúsculos pedacitos de recuerdos transformados en las trituradoras de su pensamiento. Recuerdo sus palabras, con un tono monótono y completamente fascinante; recuerdo sus discos replegados en el estante sobre su camastro y los miles de dibujos que mostraban los extraños mundos en los que había bailado. Más de tres veces no lo vi; la última, en... Realmente me hace sentir náuseas de algarabía poder incluir un relato sobre este viejo fantástico, y aunque mi relato será sinceramente el menos original y el más denso, seguramente no dejará de ser el más impreciso; arcaico, sin sabor y grabatodo, seguramente el Añaña no se hubiera dirigido hacia mí con esos adjetivos, pero indudablemente eso representaba yo para él. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que el Añaña era un precursor de los superhombres, "un Zarathustra cimarrón y vernáculo "; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Añañea, con ciertas incurables limitaciones.
Mi primer recuerdo del Añaña es muy perspicuo. Alguna vez recorrí los senderos del sol con una rama en la mano, alejando todos los deseos que se acercaban hacía mí, como perros sin dueño. El tiempo era caluroso y fácilmente podría haber visto fantasmas y cosas irreales de no ser por Mr. Envard, el Añaña, quien se me acercó con una forma bovina y luego de preguntarme tres veces sobre la hora, terminó por darse cuenta que nadie la podría recordar mejor que ella. Finalmente se alejó y tuve que sentarme en una pequeña choza a esperar que una tisana con aguardiente cortara las llagas que se habían producido en las plantas de mis pies, gracias a los barbitúricos originales que lograron salvarme de una salmonela mal practicada y desecha con los incurables retozos de una boa constrictor. Una vieja salió a regañarme y no pude contestarle otra cosa que una pregunta, la cual resulto, juzgando sus ojos burlones y retadores, como una interrogante pasada de moda. "¿Quién es ese sujeto con forma de bovino? Señor, usted debe percatarse de que no era una vaca, era un ser humano, pero no es otra cosa más que un ser humano como usted y yo". La vieja, harta del sol y los mosquitos peludos pudo sostener un loro dentro de un barril y así salió victoriosa con un olivo sostenido entre sus inquebrantables dientes chimuelos.
Los años ... y ... veraneamos en la ciudad de Montevideo. El año de... volví a Añañea. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el "común y corriente Añaña". Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: un perfecto desconocido, quien me hubiera cautivado con un disfraz singularmente usual, ahora yacía postrado en lo que parecía la más común de las desdichas; sin embargo no me ofusqué y quise saber un poco más sobre el asunto, pero el olor de un pescalíes decidió que serían días más tarde cuando entraría en contacto con el famoso ser imaginario que alguna vez me había mostrado su ordinaria extrañeza. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado... Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina.
No sin un dejo de ironía, me ufanaba de haber leído a todos los cuentistas más réprobos que la madre tierra hubiera a bien tenido a liberar de sus entrañas. Mi mochila incluía El llamado de Ktulu, de Lovecraft, Los asesinatos de la calle Morgue, de Poe, algunas alucinaciones de un volumen impar incluidas en los Artificios y las Ficciones de Borges y uno que otro entremés del Hipotético Caos de Rodríguez. Todo se propala en un pueblo chico; Mr. Envard, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. En una carta verdaderamente florida y llena de textos inconexos y vituperios ditirámbicos, me pidió uno de los volúmenes que tuve a bien llevar, "con la petición inusual de incluir un diccionario que explicara las rarezas de las virtudes y los meollos de la exactitud de la realidad, todo para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín". Al principio, temí naturalmente una broma. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que la ardua realidad mítica encerrada en los cuentos que externaban las sinapsis de mis autores no requería más instrumento que un diccionario. Aún así, le envié el pesado volumen de las ficciones borgianas y un par de minificciones de Rodríguez. Seguramente con eso tendría el pobrecito Añaña.
Por alguna razón del pensamiento universal, tuve a bien ser encargado en un perentorio correo electrónico que debería regresar a la Universidad, pues habían finalmente aceptado la solicitud para iniciar una perorata bucólica llena de sandías y melones y en donde las cofradías podrían finalmente sentir el aquelarre bullir entre sus suspensiones. No podía esperar más y decidí hacer mi valija, pero en ese momento noté la falta de los dos volúmenes que me había pedido prestado el buen Añaña. Salí corriendo hacia su rancho, en donde me encontré a su madre, una bonachona señora que enseguida me ofreció un poco de pasticetas y algo de Coca Cola. Le dije que sólo venía por un par de libros y después de una carcajada me dejó pasar. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Mr. Envard. Esa voz hablaba como contando un relato, alguna narración supersticiosa y cínica, llena de meollos y de intrincadas soluciones que terminaban por confundir al escucha con una magnífica relación entre los datos y los hechos; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el octavo párrafo del cuento Fúnes el Memorios del libro Ficciones de Jorge Luis Borges. La materia de ese cuento es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non iisdern verbis redderetur audíturn.
La voz monótona del Añaña me invitó a sentarme y como si fueran las notas del flautista mágico, terminó por envolverme en una ilusión llena de penurias y de bulla, una carretera en donde sus palabras sin sentido formaban un puente en donde todo embonaba entre sí en una perfecta simetría racional. Finalmente calló y aproveché la pequeña burbuja de aire para hacerle saber el porqué me retiraba de Añañea y le pedí mis libros. El Añaña se sonrió y me dio las gracias por haberle prestado esos anecdotarios pues le habían regalado las piezas que le faltaban a su relato para hacerlo vívido y real. No pude evitar hacer una mueca de consternación que parecía proferir de una inminente ironía, entonces me confesó que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable pues resultaba demasiado obvio, demasiado gris, demasiado lleno de realidad, donde todo lo que pasaba no lo conmovía ni un centímetro y donde las penas se convertían en una mezcla de agrio acre y las alegrías se transformaban en un montón de ilusiones que partían sin dejarle nada. Veía la realidad tal y como era, como una maqueta, como algo que sólo es, sin proferir ilusión, sin proferir ningún tipo de emoción, sin ninguna textura, sin ningún olor, sin ningún sentimiento. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa, llenas de vino y en seguido sentimos el deseo de beberlas o la repulsión hacia ellas; algunos podrán imaginar su contenido y otros podrán adivinar su material. Mr. Envard no; el añaña sólo veía tres copas en una mesa. Su percepción se resumía a lo más objetivo; ningún pedazo de su red cognoscitiva interfería con las señales que le enviaban a su cerebro las orejas, los ojos, la nariz, el tacto. Llegaban puros, inmaculados, tal y como habían caído del mundo de las ideas. Sabía que no hay nada detrás (metafóricamente hablando) de la cruz. Sabía que una caricia no es más que el contacto entre electrones que producían el placer, que no era más que una sensación de bienestar. Sabía que la risa de un bebé sólo era una acción de su cuerpo para evitar la atrofia muscular. Sabía que los perros no lamían a sus dueños por cariño, sino para buscar alimento; sabía que la muerte sólo era parte de un estado de oxidación perenne en las células corporales. Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Mr. Envard con las aborrascadas crines de un potro, con un dejo de bondad en los ojos de un anciano, con el fuego cambiante, con la maldad de un corazón pétreo y con las muchas caras de un muerto en un largo velorio.
Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con el Añaña. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos in—mortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo.
La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando... Me dijo que hacia 2006 había entendido que la única lógica que podía entender sin comprender que había perdido todo contacto con la humanidad eran las matemáticas. Diseñó un sistema en el que atribuía a cada número, a cada ecuación, a cada integral, y a cada abstracción matemática un nombre propio, para crear a un ser que pudiera convivir con él y sentirse no tan solo en medio de la civilización. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, gas (incluso los nombres generales se convertían en propios, pues sólo le pertenecían a un número en específico), la caldera, Napoleón, Agustín Vedia. Después, Mr. Envard quiso reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Un vocabulario infinito para serie natural de los números o un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo del Añaña.
Era desesperanzadora la situación de Mr. Envard. No podía generar un pensamiento, pues le era imposible hacer una abstracción que tuviera una parte de sí mismo y sólo podía ver las cosas tal y como eran. Sin más ni menos. Ante la desesperación, el Añaña había diseñado un sistema para acercarse más a la fantasía de la humanidad, para sentirse ser humano de nueva cuenta y no estar en el mundo que realmente aborrecen los mismísimos demonios: la soledad. Se dio cuenta de que, por alguna razón, podía conjugar el nombre de las cosas de tal forma que, al ser combinadas con otras cosas que por lo general no suelen estar ahí, se producían nuevos pedazos de realidad que no aparecían en la realidad. Como entendía todo sin mayor dejo de razón, supo que la sintaxis no era más que el acomodo de un par de núcleos verbales y sustantivales para que produjeran un significado. Nada del otro mundo. Lo terrible era que esa operación servía para comunicar a otros pensamientos y él no los tenía en absoluto. De este modo decidió ligar la palabra perro con reloj (por ejemplo) y después la conectó con morado y terminó por creer que había perros con patas de reloj que a cada segundo cataban el morado. Esta explosión daba un significado nuevo, algo completamente diferente a lo que había visto antes y eso le daba un poco de personalización a sus creaciones.
Ya no dependía de las reglas naturales e inquebrantables de la realidad. Ahora él podía establecer una lógica propia que lo acercaba más al mundo que para él se había convertido en algo más real que la realidad: la fantasía. Era más real porque podía sentir emoción al generar una idea, una imagen, una situación completamente nueva. Los libros que tenía, sólo aglutinaba un desesperante orden de datos que creían ser objetivos (Mr. Envard sólo tenía enciclopedias y diccionarios en su casa) que si bien daban una sistematización muy burda, se hallaban muy lejos de poder explicar la realidad tal y como era y como él la vivía todos los días. Cansado de eso, decidió pedirme los libros con fantasías.
Había conseguido destruir la imbatible muralla de la realidad objetiva, completamente árida en la que se encontraba prisionero y aislado, para conjugar un mundo de figuras, acciones y complementos que salían del cuadro pintado por las estrictas reglas naturales. Después de explicarme su terrible condición y la forma en que había conseguido evadirlo (debo confesar que resultó confuso al principio, pero después, como en un sueño, lo entendí todo) cambió invariablemente la conversación y me contó que alguna vez había subido una montaña muy alta llena de ramas y ombligones. Al caer el alba no pudo más que aullar y expresar que los cuentos surten efecto cuando la magnesia se adiestra de la inverosimilitud del rubalcaba. Su sueño me aletargo y terminó por hacerme sentir en un inmenso valle lleno de nubarrones de agua y de una recalcitrante lluvia ácida. Siguió hablando hasta que al parecer, el murmullo de su propia voz terminó por arrullarlo y ahí quedó, balbuceante y feliz (al parecer, nunca pudo conciliar el sueño).
La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra. Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Mr. Envard tenía diecinueve años; había nacido en...; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) desacomodarían de alguna forma esa lógica mágica que había creado para arrullarse y olvidarse de la terrible realidad; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
Mr. Envard, el Añaña, murió en..., de una congestión pulmonar.
Tributo a "Funes el memorioso" de Jorge Luis Borges
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