Era domingo y era día de echarla hueva. Pero en mi caso no fue así. Desde las 7 de la mañana ya estaba despierto y camino al rito sagrado del baño y la bañera. A las 7:30 estaba tomando un desayuno verdaderamente ligero, un poco de jugo de uva, y un mango. A las 8 estaba preparando mi mente, ¿qué le preguntaría? ¿cómo lo diría? ¿por qué quería verlo? En el inter, estaba buscando una copia de mi primer libro publicado pero no publicado (ironía, porque fue publicado pero no hecho público, extraño, pero eso sucede con todas las tesis, a menos que seas un gran pensador, estés de moda o seas amigo del editor). Ya eran las 9 de la mañana y ubiqué la calle en el Guía Roji. 20 minutos para las 9:30, justo el momento de tomar el automóvil y lanzarme con el buen profe Capeto.
Platicamos de cómo debe un hombre caminar hacia su destino. Bastante motivador y energéticos comentarios han logrado que poco a poco el pequeño bote agarre impulso y trate de enfrentar las marejadas y los embates. Una vez más invitó él, pero no volverá a suceder, pues la próxima vez que nos reunamos, las cosas serán diferentes. Salí del afamado cafecito de la Condesa y caminé hacia el automóvil. Justo cuando estaba por llegar, me encontré con algo bastante fuera de lo común; un hombre, viejo se podía percibir por el hedor que expelía (a rancio, a añejo, avinagrado) y por el color gris de su piel, por la tersura seca y porosa de sus mejillas, por lo opaco de los ojos, que otrora se adivinaban brillantes. ¿Quién era y qué hacia sentado sobre el cofre del automóvil?
(la foto es de aquí) Quise asustarlo con el alarma del automóvil, pero al parecer los tímpanos también habían perdido flexibilidad y ningún sonido le llegó a la cabeza. Me acerqué más y le dije que se moviera, pero me di cuenta de que no me escuchó, es más, ni siquiera notó mi presencia. ¿Qué le pasaba a aquél hombre? Sólo hablaba, parecía que conmigo, pero en realidad lo hacía consigo mismo. Balbuceaba incoherencias y, de no ser porque sus ojos por alguna razón me parecían familiares y me habían atado, hubiera tomado el coche, lo hubiera arrancado y me hubiera ido, sin pensar en que la muerte de aquél extraño ser. Pero no ocurrió, así que vano fue escribirlo. Antes, al contrario, sus palabras me hipnotizaron. "¿Por qué me dieron la espalda? ¿Por qué se mostraron mal agradecidos? Yo bajé a socorrerlos, bajé a ayudarlos, bajé a escucharlos, bajé a ser parte de ellos, pero nunca me reconocieron, más bien me desconocieron, me hicieron a un lado, me traicionaron, me cambiaron, decían que éramos hermanos, pero no era verdad, me mintieron, me dejaron ahí, solo, a mi fortuna, les hablé y les hablé y nada dijeron, sólo enojos, sólo puñaladas e hipocresías, silencios delatores que los evidenciaban, dejando sus mentes diáfanas e impuras, traidores, ingratos, aborrecibles, inhumanos, ratas, animales, rastrojos, rescoldos de recuerdos embadurnados en caca, semen infértil y degradantes, dos caras, fariseos...". Y así pudo seguir su diatriba sin que poder humano pudiera hacerlo desistir. Por un momento me interesé en su monólogo pero pronto me di cuenta de que se me hacía tarde para visitar a mi Cosqui. "Señor, ¿me deja irme por favor?", su respuesta fueron diez minutos más de adjetivos inútiles y descontinuados, que sólo provocaron que mi ira subiera poco a poquito. Entonces, para detenerlo de sopetón, no contuve mis palabras ni medí su alcance, "¿Y usted, viejo ingrato, alguna vez les habló, alguna vez quiso saber cómo estaban, alguna vez se preocupó por ellos, alguna vez buscó algo más que pasar un rato ameno o decir un par de improperios o tomar unas cervezas? ¿Alguna vez regaló un poco de lo que ahora pide encarecidamente, con su boca rota por la sed de la franqueza?". El anciano finalmente terminó, me miró y parecía que una pequeña piedrita deshacía todo un castillo de piltrafas. Pude ver cómo se derrumbaba por dentro. Duró siglos, aunque a mí me parecieron minutos, hasta que, después de diez en los que noté vana respuesta de su parte, y temiendo su pronta muerte, toqué su hombro y el hombre cayó al suelo, mostrando sólo una cáscara, un exoesqueleto curtido por las lluvias ácidas de los corajes y la depresión, vacía por dentro. Su residuos se los llevó un remolino causado por una hummer. El viejo desapareció y pude seguir mi camino.
A la 1:30 ya estaba en la iglesia. A las 3 estaba terminando unos pósteres de la Cosqui. A las 5 me dirigí a su casa y ayudé a bajar el super y acomodarlo en la despensa. El señor, papá de Cosqui, me ofreció una cerveza. Grave error fue aceptarlo, pues después de esa vino otra y otra y otra y yo ya pensaba que saldría de casa de Cosqui caminando a gatas. Pero no fue así, antes de que pudiera terminar mi cuarta cerveza, la Cosqui sacó un bote enorme de cristal lleno de monedas antiguas mexicanas. Los tres nos pusimos a verlas, a descubrirlas, a recordar que con una moneda 1000 podías comprar un kilo de tortillas y con una de 5000 el lunch completo. Vimos las pequeñeces más curiosas de todos los tiempos, los famosos maicitos de 10 centavos. Terminamos de verlos porque el óxido de los años comenzaron a atentar contra nuestros ojos, tanto como el óxido del desprecio, el odio y la ignorancia pudrió el ser de aquél viejo. Ya no lo recordaba, sólo sé que hoy no llovió.
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