jueves, 7 de agosto de 2008

La bola mágica

El día de ayer fui con Brown al billar. Fue difícil llegar a él pues una tromba cayó en la ciudad de México, levantando insospechados charcos en donde pululaban peces con cara de reflejos y manos de hombres de la antigüedad, extendiendo sus dedos para coger el pie de algún incauto. Por esos fantasmas no salimos de casa de Dr. Brown hasta que la llovizna tupida cesara y todos los monstruos que (en verdad) salen se fueran. Escogimos una mesa, cosa que también fue difícil, pues todas tenían grandes goteras anegándolas. Finalmente vimos una que estaba menos mojada y ahí nos instalamos.

Fue un juego difícil (como todo lo que pasó aquella noche) y en un par de ocasiones perdí y en otras dos gané. Pero el momento más difícil (les he dicho que esta es la palabra que define y describe precisa y completamente esta tortuosa noche) fue sin duda el último juego. Como se ha visto, Dr. Brown y un servidor íbamos empatados, así que este último juego debió ser el del honor. Abrí la partida, el sonido seco de la bola blanca estrellándose con la línea de bolas esperando el fusilamiento terminó en un expansivo abanico. Dr. Brown eligió matar a todas las bolas rayadas, yo me quedé con la obligación de exterminar las lisas.

El juego se desempeñaba muy bien hasta que Dr. Brown se topó con la maldita bola 12. Su primer contacto con ella fue conmovedor. La bola blanca golpeó a la 12 con especial fuerza y justo cuando se dirigía a la buchaca extrema, la 12 dio un giro inesperado, aceleró y rebotó en la meta. He de confesar que no esperaba eso, pero fue justo lo que necesitaba para que Dr. Brown no barriera conmigo como lo estaba haciendo. En un segundo intento por meterla, la bola sacó unas pequeñas manitas y se aferró al fieltro prolongando la agonía de Brown y asiéndose a la tela con todas las fuerzas para no caer en el abismo de la gloria. Dos veces era normal, pero cinco intentos infructuosos era una verdadera afrenta. Brown sudaba fúrico con tal de que la dichosa 12 cediera ante su voluntad, pero no sucedió (eh aquí cuando a la palabra difícil le sale sangre y venas y músculos y respira y te hace pasar una noche difícil). Mientras tanto, yo aproveché para, de 1 en 1 quedar sólo con la bola negra, que a su vez se negaba a entrar, cosa muy común cuando es mi juego.

"Maldita bola, no te niegues a morir", dijo Dr. Brown y soltó un culatazo con el taco que rozó a la bola 12. ¡Claramente vimos cómo la 12 sacó unas patitas y se movió, eludió el golpe de la 12! Era la locura. Fue mi turno. Pegué a la bola 8, rebotó en la banda y de rozón tocó a la 12. Jamás esperó un ataque así, de modo que no pudo valerse de ninguna argucia para salvarse. Vimos (juro que lo vimos) cómo cayó. Entonces Dr. Brown respiró tranquilo y pensó que podríamos definir la partida como dos hombres y una bola negra podían hacerlo. Enfiló su mirada a la bola blanca para que diera en la negra; era un tiro fácil pero no contaba con las agallas de la 12. Había sacado unas pequeñas uñas y ahora escalaba con férrea voluntad hacia la superficie. Quise advertírselo a Brown pero nunca me escuchó, sólo eran él y la bola blanca listos para hacer sucumbir a la negra.

El taco se deslizó por sus dedos. La punta pegó contundentemente en la blanca. Esta giró despacio y segura por el fieltro. La negra lo esperaba, acostumbrada a caer hasta la última vez. ¡Prak! Golpe seco. La negra se volcaba a su irremediable final. Sorpresa primero. Consternación después. Furia hacia mí (quién más habría puesto la 12 justo en la buchaca ganadora). Explicaciones. El coraje se volcó hacia la maldita bola 12. "¡Perecerás!" juró Brown. Lanzó el taco cual jabalina hacia la 12 que miraba a aquél objeto acercarse como quien ve una luz bonita y parpadeante. Un instante congelado. La mirada de coraje de Brown. La mirada boquiabierta mía. El taco dio justo al blanco de la bola 12. Ésta se proyectó violentamente contra una de las bandas. Saltó. Rebotó en el suelo. Aceleró su girar mientras daba vueltas en otra buchaca y finalmente salió disparada hacia la cuenca del ojo derecho de Brown.

Horas más tarde nos encontrábamos untando malteadas de chocolate en el ojo (o donde antes estaba su ojo) de Dr. Brown, quien me decía que lo peor que le podía pasar es que ahora, lejos de poder olvidar a esa maldita bola 12, tendría que verla todos los días de su vida. Mejor hubiera valido no salir aquella noche, cuando los monstruos de los charcos se esconden en cualquier objeto para hacernos la vida difícil.

Dr. Brown no volvió a ser el mismo... maldita 12

1 comentario:

EM dijo...

Jijiji
ke guapo se ve ahora con su ojo nuevo!