sábado, 2 de agosto de 2008

El silencio de las nubes

Armando Álvarez Icasa miraba todos los días, justamente a las 3 de la tarde menos 17 minutos, al remolino de nubes que se hacía sobre su casa. Era un bello espectáculo que le quitaba horas enteras de un tiempo productivo. Siempre gustaba de ver formarse ora leones, ora tortugas, ora escalpelos, ora bellacos con lianas y bolitas de maíz y siempre duraba recostado sobre la dura azotea más de cinco o seis horas. Cuando bajaba, todos dentro de su casa lo veían con un poco de asco, pensando que si quizás no se la pasara tanto tiempo mirando las nubes, seguramente ya habrían conseguido comprar unas tres casas más para guardar toda su fortuna. Lastimosamente para ellos, tenían a un hijo que le costaba trabajo entender las delicias de la riqueza y prefería sentir las incomodidades de un frío suelo con la mira siempre en alto.

Un día bajó como de costumbre, cinco horas después de las dos horas con cuarenta y tres minutos en que siempre subía. Cuando atravesó el umbral de su casa, su familia lo miró con una curiosidad poco habitual. ¡Qué pasaba con esa familia de locos? ¿A caso tenía pintada la cara cual payaso? No pudo resistir ni siquiera él la curiosidad que le daba ver la curiosidad que le daba a su familia y corrió hacia uno de los aposentos más visitado por las damas de la casa: el salón de los espejos. Encendió una vela y corrió al espejo más cercano. Cuál no sería su sorpresa cuando miró en su rostro sendas marcas azules, mientras que su propia piel había adquirido un cerúleo sepulcral. Cuál no sería aún más su sorpresa cuando notó que las pequeñas líneas se movían lentamente, dibujando formas y figuras, tal y como ocurría con el cielo y las nubes que tanto gustaba de ver.

La impresión fue mucha, aunque la hipnosis en la que entró al estar en contacto con las miles de figuritas en su rostro fue mayor. La familia llamó a la puerta, pero al encontrar solamente silencio decidieron aguardar. Seguramente su hijo preferiría estar a solas, con él y con las extrañas marcas que le habían aparecido en el rostro.

Pasaron varios días y el joven Armando Álvarez Icasa no salía de su habitación, no abría para recibir alimentos y de hecho no profería ni siquiera el minúsculo sonido de alguna flatulencia delatora. Nada. La familia estaba preocupada, pero, acostumbrados a su continua ausencia, aún antes de que se encerrara en el cuarto de los espejos, siguieron con su vida normal, juntando riqueza descomunal. Quizás las únicas que se quejaban eran las damas, pues ya no podían volver a ver sus rostros hermosos y tenían que confiar la una de la otra para embellecerse, cosa por demás peligrosa si tomamos en cuenta que las damas de la familia solían no ser muy condescendientes entre ellas y preferían la mofa; aunque bien podríamos imaginar que se adaptaron a la nueva situación.

Fue justamente al séptimo día de encierro cuando llamaron a la casa unos peones. "Disculpe patrón, pero pasa algo raro en el cielo". Los hombres salieron y al ver el cielo encontraron que estaba tan azul como siempre. "¿Y qué tiene de raro? En esta época el cielo se ve azul, será hasta dentro de tres semanas cuando se vea negro". "Lo que sucede, patrón, es que eso es lo raro. No han aparecido nubes desde hace ya una semana. Eso no puede pasar porque, como usted bien lo dijo para estas fechas el cielo se pinta de blancas nubes que poco a poco lo tapan para que en tres semanas se vea negro y caiga el aguacero".

El padre no lo pensó dos veces y corrió a la habitación de Armando Álvarez Icasa. Tocó con desesperación tres veces a la puerta y hubiera seguido haciéndolo de no ser porque Armando Álvarez Icasa la abrió sin reparar en que lo estaban llamando con vehemencia. "Padre, dijo a su padre, no sé qué pasa. Las nubes quieren decirme algo. Se revuelcan en mi cara y se mueven en una danza difícil de entender. Lo peor es que desde hace unos días cada vez son más y más y poco a poco mi cara se enegrece". Era terrible, ahora Armando Álvarez Icasa tenía a las nubes en su cara, pensando que algo querían decirle, sin saber que de tanto verlas se habían acostumbrado a su rostro y ahora vivían en él.

Lo llevaron con doctores, pero como os podrás figurar, ninguno dio ni siquiera crédito a lo que veían. Transcurrieron tres semanas terribles para Armando Álvarez Icasa. Su rostro cada vez se veía más y más hinchado, negro, y siempre en continuo movimiento que parecía estallar en cualquier momento. Fue justo el último día de la tercer semana cuando el dolor fue insoportable. A la madrugada, Armando Álvarez Icasa salió de su habitación, bajó con dificultad las escaleras, salió por la puerta principal, asustó a los perros de la entrada y corrió con penosa dificultad hacia los campos. Mientras las piernas se esforzaban por llevarlo lejos de sus problemas (sin darse cuenta que los traía consigo en la cara) inevitablemente la sangre bombeaba con más y más fuerza, hasta que cayó desarmado de toda oportunidad en una cuenca.

Tanta sangre bombeando por dentro no encontraba suficiente espacio para brotar de modo que, fiel a la vida, presionó toda las venas de la cara de Armando Álvarez Icasa. Las venas se tronaron, los músculos se rompieron, los tejidos se abrieron y en medio de un grito incontrolable de dolor y de placer (dolor por la piel desgarrada, placer por que la presión se liberaba) del rostro de Armando Álvarez Icasa brotó un incontenible cúmulo de agua. Millones de litros almacenados en su faz salieron a borbotones y llenaron rápidamente la cuenca. Vano es decir que el hombre murió ahogado bajo el inmenso cuerpo de agua que continuaba fluyendo creando riachuelos y arrastrando hierba y animales estúpidos que no se daban cuenta.

Al día siguiente la familia se dio cuenta de la desgracia. Ya no verían jamás a Armando Álvarez Icasa, pero siempre tendrían agua y su hacienda sería próspera. Pasaron años y la hermana de Armando Álvarez Icasa dio a luz a un niño. Los años pasaron y el niño creció y adquirió la extraña manía de su tío muerto. Todas las mañanas subía a la azotea de la casa, justo a las tres menos diez y siete minutos para observar las caras de las nubes que se reflejaban, sin que él lo cognitara, del estanque en donde muriera Armando Álvarez Icasa. Su madre sabía cuál era el destino de su hijo y decidió resignarse al silencio de las nubes.

(imagen tomada de aquí)

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