martes, 5 de agosto de 2008

Una quimera

Hoy fuimos con mi papá a que le entregaran un (otro) reconocimiento. Esta vez fue en alusión a que el instituto donde él trabajó durante 44 años fue remodelado. Mi hermano y yo pensábamos en la ironía de que todo lo viejo lo están cambiando, incluyendo a los investigadores. Cuando ya estábamos por irnos, una colaboradora del (ex)proyecto de mi papá se le acercó para informarle que debía llevarse unos paquetes que le habían llegado a la (ex)oficina. Así pues, subimos a mi padre con acrobacias inmensas y tras caminar las antiguas sendas (que por cierto son memorias de mi niñez, pues ahí pasé gran parte de mis días cuando mi madre trabajaba en ese Instituto y cuando mi padre continuó por otros 24 años más) llegamos a la pequeña edificación que colma de blanco una pequeña lomita.

Mientras mi padre se dedicaba a ver qué diablos le habían traído, mi hermano y yo paseamos por los pasillos largos y blancos de su laboratorio. Inmediatamente el olor a químicos y gas nos recordó los días en que caminábamos por los mismos pasillos, jugando a lanzar aviones de papel, o a engañar (siempre con ese cosquilleo que provoca la adrenalina del miedo) al duende Adolfus, que según la gente que trabajaba en el laboratorio, solía gastar malas jugadas a todos; incluso a veces, cansados de no poder encontrar al pequeño ser, jugábamos a ser el duende mismo, y dejábamos extrañas notas mecanografiadas en rojo. Deambulamos un rato más, encontrando que el baño de hombres, como siempre, no tenía foco ni toallas; la (ex)oficina de mi padre era una fortaleza de madera contra el frío y un habitáculo incondicional del polvo (todavía guardaba una botella de agua mineral Peñafiel con un trozo de plástico flotando en su interior; nunca lo abrió pues estaba seguro de poder demandar a la embotelladora) y miles de papeles que bien podrían servir como nidos a ratas muy cultas.

Nada nos sorprendió, antes todo nos trajo nostálgicos recuerdos y otros que preferíamos mantener en el baúl de lo indecible. Pero mientras caminábamos (siempre está esa bendita preposición que nos da chance de introducir ese giro deseado) una musiquilla salía de lo que antes era un cuarto para lavado bacteriológico. ¿Qué había adentro? Lo cierto es que era una dulce melodía de Beethoven (no puedo recordar cuál) y que no nos atrevimos a llamar a la puerta. ¿Quién podría estar ahí adentro? También es cierto que ninguno de los colaboradores de mi papá tenían gustos tan refinados. ¿Qué había adentro? ¿Qué escondía esa puerta blanca y carcomida por los años, sepultada por los archivos muertos y olvidada por los trapeadores?

(foto)

Todo eso pensábamos sin cruzar palabra alguna cuando mi padre llegó atrás de nosotros y sin dejarnos decir palabra alguna él habló "Alcancé a escuchar lo que estaban pensando y creo que tengo que decirles que hay ahí adentro. ¿Ustedes creen que me la pasé 44 años de mi vida, encerrado en este laboratorio simplemente elaborando UNA vacuna? Es justo que sepan que adentro está mi mayor creación... podríamos decir que mi hijo olvidado, mi vástago inútil.

"Desde que llegué me dediqué a coleccionar todas las partes de animales que según yo aún podían funcionar. Encontré cabezas de cerdo, corazones de borregos, cerebros de pollo, sangre de bovinos y por mucho tiempo me dediqué a coleccionarlos simplemente, hasta que un día una tormenta cayó, lanzó un tremendo rayo que incendió un árbol y con él muchos cables. Los refrigeradores dejaron de servir, y como el único que servía contenía mis preciados objetos, y mis investigaciones eran lo más preciado hasta ese momento, decidí sacar todos los fetiches y ponerlos en una cubeta con suficiente hielo seco. Después me dijeron que iban a tardar mucho en reparar los dichosos frigoríficos y yo no podía dejar que tantos recuerdos se pudrieran así como así.

"De modo que saqué un montón de libros de anatomía humana y animal y dediqué parte de mi tiempo a armar un rompecabezas increíble. Utilicé todos los pedazos de animales que tenía, y aún así me di cuenta de que todavía faltaban muchos más para darle forma a ese monstruo. Le di dos cabezas, una de cerdo y otra de ternera, dos patas de pollo en los miembros superiores y dos patas de equino, uno de caballo y otro de burro. Las caderas fueron difíciles de compaginar pues el ovino que las prestó murió precisamente de una enfermedad que desgastan el Ilión y la Pélvis. Después, cuando me di cuenta de que tenía una bonita figura, pensé que esa sería una forma de matar mi tiempo. Decidí convertirme en un ladrón avispado que corría de corral en corral, robando rumiantes, conejos, vaquillas, un día me encontré con un gran toro, me envistió y alcancé a salvar el pellejo con un salto del tigre. Robé gallos, gallinas, palomas, corderos, ovejas, y todo lo que pudiera ayudarme a reconstruir un cuerpo inexistente.

"Trabajé en eso durante 20 años. Finalmente cosí los últimos detalles, todavía recuerdo cuando le puse las patas de conejo, inservibles fisiológicamente hablando, pero le traerían buena suerte, o eso pensaba yo. Como lo dicen los antiguos, coloqué al cuerpo sobre una plancha con unas pinzas directamente en el corazón, para provocar la fibrilación natural. Mientras esperaba la descarga adecuada (no tenía que esperar otro rayo, los transformadores harían lo suyo, pero la paciencia es oro) comencé a infundirle poco a poco material sanguinolento, mezcla de varias razas. Finalmente la hora llegó, descargué la batería y el corazón empezó a hacer lo suyo, bombeando poco a poco la sangre fresca.

"Sabía que tardarían varios meses en comenzar a regenerarse los músculos y sobre todo en hacer funcionar los dos cerebros que tenía mi criatura. Ese fue el momento más feliz de mi vida, pues estaba creando una con mis propias manos. Después siguieron una serie de eventos afortunados, conocí a su madre, me casé con ella, los tuve a ustedes, gané varios premios seguidos, la vacuna finalmente funcionó y además, ahora estaba enseñándole a hablar al monstruo. De hecho, fue en una conversación con él cuando llegué a entender qué era lo que fallaba con mi vacuna.

"Lastimosamente no todos los cadáveres resucitados tienden a ser perfectos. Debo confesar que jamás pude enseñarle alemán ni el chino de la frontera norte con Mongolia, aunque hablaba medianamente fluido el inglés y suele no entender los albures del español. Tampoco es muy ducho al momento de tocar el piano, le enseñé Beethoven y Mozart pero no pudo ni con Chopin ni con Rachmaninov, pido disculpas ahí. Como verán es una máquina imperfecta... hice lo que pude pero no funcionó".

"Padre", dijimos, esta vez al unísono mi hermano y yo, "¡danos muestras de tu descubrimiento!"

"No podría hacerlo, lo mandé al futuro después de haberlo llevado al pasado, en una máquina que él y yo inventamos".

La respuesta era más rara que todo su discurso, aunque era una salida elegante. "Bueno, padre, pero entonces ¿cómo explicas la música que sale de ese cuarto?".

"¿Música? ¿De ese cuarto? Imposible, ahí no hay más que cubetas y overoles, debe ser su imaginación... si no supiera que son tan fantasiosos, me imaginaría que están locos".

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