"Puedes apostar que si utilizas todos los Kleenexes de la caja, al final aparecerá un gnomo". Esa era la cantaleta de Inés, nuestra niñera, que solía aterrorizarnos con el famoso duende para que nos aliviáramos rápidamente de una gripa o de una tos; lo más asombroso es que funcionaba. Lo más asombrosos es que, tan pronto se iba la enfermedad, no pasaban meses para que tuviéramos de nuevo la nariz mormada, creo que lo que más recuerdo de mi niñez era precisamente estar enfermo. Cuando alcancé la mayoría de edad mental, pude discernir que no era más que un embuste psicológico, que lejos de ser efectivo, no era más que una mentirilla de nana. Cualquiera en su sano juicio y con una percepción sensorial lo más cercana a los niveles normales tendrá por seguro que los gnomos no existen. Sin embargo, no estoy muy seguro de lo que me ocurrió la otra vez, hace un par de meses, cuando enfermé (nuevamente) producto de una alergia a la contaminación del mundo.
Caí en cama por cerca de cinco días, con las anginas pustulosas, blanquecinas y perfectamente hechas una goma de mascar. Mi nana, que con sus ochenta años todavía tiene fuerzas de atender a un grandulón como yo, me dio té de mijo y un poco de valeriana y claro, mi caja de pañuelos desechables al pie de mi como amuleto para alejar a los malos espíritus. Vano será recordarles que mi nana no perdió un instante para recordarme la antigua profecía, mirándome con sus ojos opacos y su sonrisa acostumbrada. Tenía la caja de Kleenex al lado y, gracias a la infección y a la alergia y quizás a las creencias de mi nana, el moco se soltó de una forma estrepitosa, al grado de que no podía contenerlo con los pañuelos desechables que salían de uno en uno. Recurrí al viejo truco de la cubeta, tratando de que el desborde de mi nariz pudiera ser contenido por la unidad de plástico. Fue vano mi intento. La desesperación -no puedo verlo de otra forma-me orillo a arrancar de la caja todos los Kleenex que aún estaban anidados, usándolos como tapones para prevenir que la mucosidad llenara por completo mi cuarto.
Cuál fue mi sorpresa cuando, del fondo de la cajita, salió una voz horrible y desgastada, llena de un cadavérico halo como de telarañas y polvo de Keops. "Podrías haber avisado que quitarías las cobijas muchacho inconsciente". Pensándolo a la distancia, creo que eso hubiera sido motivo suficiente para que agarrara mis cubetas y me marchara en cándida huida al exterior de mi cuarto, pero supongo que en aquellos momentos estaba demasiado dopado como para advertir que verdaderamente un gnomo me estaba hablando. "Pues, por si no se ha dado cuenta, tengo un problema de mucosidad, así que creo que tengo todo el derecho de usar todos los Kleenex de mi caja". Primera regla, nunca discutas con un gnomo, segunda regla, nunca discutas con un gnomo recién levantado y molesto, tercera regla, nunca discutas con un gnomo recién levantado, molesto y con demencia senil. Efectivamente, había roto las tres reglas doradas de un solo golpe, pero aún en ese momento la loratadina en combinación con el sulfato de pseudoefedrina me hacían más atrevido de lo que normalmente era.
"Muchacho insolente. ¡Asquerosa arpía! ¿Es posible que en un hombre quepa tanta estupidez y tanta inconsciencia que no pueda respetar el dolor de un hombre?".
"Permítame decirle, pequeño monstruo, que usted de hombre no tiene ni cinco centímetros (literalmente) y antes, por el contrario, creo que tanta estupidez en tan poco tamaño es para considerarse una verdadera barbaridad. ¿Cómo es posible que no se dé cuenta de que no tengo idea de que usted esté adolorido de no sé qué, mientras que mis problemas nasales no le digan nada? Para mi punto de vista, usted es el que está en el error, pequeño ser".
No pudo soportar tanta insolencia, gruñó como un león y se lanzó sobre mí. Mordió mi nariz y comencé a gritar con fuerza y a mover todas las colchas y a tirar los bancos y a saltar como un desesperado (y es que estaba desesperado). Mi nana subió con velocidad, cosa rara por sus años y abruptamente entró en la habitación. Miró el espectáculo: un jovenzuelo mordido por un viejo cascarrabias. "¿Eres tú Gustavo?". El pequeño gnomo giró la cabeza, con la mandíbula bien apretada, miró a mi nana y sus ojos se llenaron de un brillo tremendo. "¡Inés! ¡Inés!" y soltó mi nariz y saltó sobre Inés y la inundó de besos y apapachos e Inés recuperaba el brillo de los ojos y se reía verdaderamente.
"¿Por qué me dejaste Inés? ¿Por qué? ¿Por qué?". "En verdad quise regresar contigo y hasta ahora pensé que jamás ocurriría. Pero tú sabes que yo no podía quitar todos los Kleenexes, sabes bien la maldición y sólo un mocoso podría hacerlo, pero estos niños siempre se recuperaban antes de tiempo y por más que los enfermaba la vida no quería que te volviera a ver".
Está por demás decirles que mucho tiempo después caí en cuenta de que mi nana era la que nos enfermaba, y que justo después de ese día no la volví a ver de tamaño original. Esta experiencia me enseña dos cosas. La primera es que las nanas siempre tienen razón, la segunda es que mi nana en verdad no me enfermaba, creo que siempre fui alérgico a la contaminación pues aún después de que ella se convirtió nuevamente en gnomo, a mí me siguieron dando ataques alérgicos, sólo que ahora ya no utilizo pañuelos desechables, y no tanto por miedo a que aparezca otro gnomo (al fin sé que con un poco de pseudoefedrina puedo disfrutar este tipo de compañías) sino por miedo a que algo verdaderamente terrible ocurra, como que nos quedemos sin árboles o algo así. (foto)
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