(foto)Cuando a uno le suena el teléfono de pronto, sobre todo a mí, sucede que no se sabe qué hacer. Yo entré a mi casa un caluroso día de junio, y como podremos imaginar, el sudor me derretía tanto que las cejas ya no estaban en la posición en la que las había encontrado con anterioridad, es decir, por la mañana cuando me vi en el espejo y todo parecía normal. El sudor es pieza clave en lo que me ocurrió, pues estoy seguro que la pérdida de potasio en exceso provocó ese lapsus del cual ahora me arrepiento horrores.
Abrí la puerta con voracidad, pues el sol carcomía mi cuello a mordiditas, y yo necesitaba de un recinto fresco en donde guarecerme del hambre del astro. Tan pronto mi piel sintió la frescura las sombras (creo que esta es una de las razones por las que la maldad nos tienta a muchos), un vapor se apoderó de la habitación, como cuando lanzas un metal ardiente a un balde con agua helada. Me senté en el sofá, que por cierto debe ser una gran esponja de potasio, pues en segundos el sudor que chorreaba se había desaparecido, guareciéndose en los escondrijos del hule espuma. Entonces sonó el teléfono.
Después de varios timbrazos me percaté de la existencia de ese aparato molesto. Aún fumigado, levanté mi cuerpo con bastante dificultad y levanté la bocina. Como podrán imaginar, la persona del otro lado había colgado, y como podrán volver a imaginar, la molestia se apoderó de mi impaciente carácter. Por suerte no había avanzado más de dos pasos cuando volvió a timbrar. Levanté el auricular y antes de que pudiera decir nada (que realmente no hubiera podido decir nada, pues estaba realmente exhausto, así que de alguna forma agradezco que mi agresor (ahora verán porqué) haya tomado la palabra) el sujeto del otro lado me esgrimió con violencia una amenaza que enfriaría a cualquiera.
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-¡A ver hijo de la chingada tenemos secuestrada a tu hija! (¡Papá, papá!) ¿Escuchaste? Mira bien cabrón, vas a esperar a que volvamos a marcar y no intentes nada pendejo, eh pendejo, porque si no aquí nos atoramos a tu pinche hija, que por cierto está re sabrosa...
No supe qué hacer. Quedé atónito. Simplemente no me moví, no pensé en nada, el frío del cuarto heló mi sangre y, como lo dije en un principio, la falta de potasio en el cuerpo no me permitió hacer gran cosa. Minutos después, yo seguía parado al lado del teléfono. Volvió a sonar y contesté rápidamente:
-Serán 2 millones pendejo. ¡Dos millones al final del día! Sabemos que tienes harto varo (me sorprendí, ¿a caso me espiaban?). Sabemos que lo tienes ahí, en tu habitación (¡realmente me espiaban!). Así que te damos al final del día para que nos lo entregues. ¡No le digas a nadie pendejo! Te estamos observando...
Si antes, durante el día, mataba por un poco de frío bajo el calor tormentoso, ahora recibía dosis de vientos fríos por el cuerpo. La falta de potasio no me dejaba pensar con claridad. ¡Cómo reunir dos millones si a penas había conseguido 4000! La vida de la pequeña tenía precio y no podía pagarlo. Di vueltas y más vueltas y sudaba más y más, ahora en la sombra me derretía igual que en el sol (creo que es un estado normal en todo aquél que prefiere el lado malvado, nunca encontrará paz en ningún lado). Pasaron dos horas y la llamada me congeló nuevamente.
-Queremos los 2 millones en sacos de basura. Los vas a dejar en donde está el montón de basura. Después hablamos de la chamaca...
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No voy a contar demasiado. Las llamadas fueron intermitentes y por varias horas. Finalmente llegó el final del día (¿el final del final?) y yo seguía petrificado, sudando y alimentando mi sillón. Las siguientes tres llamadas fueron mortales para mí. La paranoia me había invadido y no había caído en cuenta que todo era por culpa del maldito sudor que me arrebataba el potasio.
-¡A qué estamos jugando cabrón! ¡Te dijimos claramente que dejaras todo el dinero en las bolas hijo de la chingada! Ahora vamos a entregarte a tu hija en cachitos, por cada media hora que te tardes vas a tener más por coser hijo de tu rechingada madre...
Los sonidos desgarradores de la menor ambientaban los gritos del fulano. Estaba aterrado. No sabía qué hacer y media hora después volvió a llamar el sujeto.
-¡No tienes ni una pizca de huevos! ¡Te vale madres tu hija cabrón! Pues ahora la vamos a violar entre todos (otra vez) hijo de tu rechingada madre y le vamos a cortar otro brazo. ¡Tienes media hora pendejo! ¡MEDIA HORA CABRÓN SOPLACULOS!
Vano es afirmar el pánico en el que estaba y vano es decirles que la tortura a la mujercita se repetía en mi cabeza, desgarrando mis neuronas y crispando todos los nervios de mi cuerpo, al grado de estar lleno de tics y de movimientos incontrolados (confieso que me oriné sin saberlo y Dios sabrá cuantas cosas más hice sin saber que las estaba haciendo... el potasio, el potasio). La última llamada llegó, como las últimas palabras del padre antes de dejar caer el filo de la espada sobre el cuello desnudo.
-¡Te vale madres tu hija verdad? Pues estoy pensando en dejarla viva, coge muy rico la condenada. Pero soy hombre y tengo palabra pinche culero. Ahora te la voy a matar. Me vale madres tu puto dinero. ¡ME VALE MADRES QUE ME QUIERAS VER LA CARA DE TARUGO! Eres un cabrón. ¡UN CABRÓN! ¡A MÍ NADIE ME HACE PENDEJO! ERES UN PUTO MARICÓN... CHINGAS A TU MADRE, MUERDEVERGAS, ¡CHINGAS A TU MADRE! ¡CHINGAS A TU REPUTAMADRE! ¡AAAAAAHHHH! DI ALGO CABRÓN... ¡DÍ ALGO!...
Los disparos de la metralla llenaron el espacio auditivo. Los gritos de la chiquilla desaparecieron entre el humo del fuego. Definitivamente el tipo se había vuelto loco, pues alcancé a escuchar a sus compinches cómo le gritaban para que dejara el rifle pues ya había matado a algunos. Ya no quise saber más. Tragedia para mí y para ellos. Caí narcotizado por la falta de potasio. Creo que dormí más de dos meses, aunque el reloj y el calendario me dijeron que sólo habían sido 12 horas. Abrí los ojos y me sentí aliviado. ¿Sería sólo un sueño? No lo creo, todo había sido una realidad espantosa... y lo más espantoso fue sentir que el potasio refrescaba mi memoria: yo no tenia hijas, vivo solo.
Es espantoso vivir con el remordimiento de la muerte de alguien más, sabiendo que el error siempre estuvo ahí... pero la falta de potasio me impidió ver cosas obvias. ¿Hacerle saber al sujeto que el número estaba equivocado habría salvado a la pequeña? ¿El tipo habría reconsiderado su error? Creo que fue un abismo al que la estupidez de alguien nos llevó a todos, y aunque caímos acompañados, abrazados por el infortunio, me siento (me sentiré) solo y lleno de vergüenza. Maldito calor, maldito potasio.
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1 comentario:
que tontería :)
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