Hace algunos meses, ya casi años, Edgar, "locuaz" cofundador de la "locuaz" Cofradía de los Imbéciles, me dijo que sería interesante llevar a cabo lo que se conoce como periodismo de fantasía (la verdad no sé si así se conoce, pero a mí me late ese nombre), que se trata de, a partir de una noticia, dar la versión "real" que irónicamente estará plagada de irrealidades o de cosas inverosímiles o simplemente de un ángulo inexplorado, donde la prensa, al querer apegarse a lo objetivo y a los hechos, no llega a entrar y los descarta por resultarles comercialmente repulsivos.
En fin, hoy estaba ojeando en El Universal On line, y me encontré con la peculiar nota de que un presunto (si nos vamos a poner periodistas, hay que usar la jerga periodística, entre los que destacan adjetivos que se convierten en muletillas) narcotraficante se estrelló nada más y nada menos que en uno de los super túneles de Guadalajara, y así, sin paparazzi persiguiéndolo y sin deberla ni temerla, el muchachito terminó en la mortaja.
EL DESARRAIGADO
Juan Domínguez estaba harto. Había intentado todo lo que su poco coeficiente le había permitido, y sin embargo, seguía sintiéndose apático ante la imposibilidad de encontrar un trabajo que lo llenara económica y espiritualmente. Había intentado dar clases a unos niños de kinder, pero fue imposible batirlos pues los mocosos eran muy respondones y siempre se lo traían de bajada. Renunció y supo que la lotería estaba vendiendo unos calzoncitos de colores nada prosaicos y con conexión a Internet, "que serían el furor entre las muchachitas"; pero se vio enfrentado con la muralla burocrática que no le permitía ver si lo que le faltaba era un permiso para importarlos o que les importara darle el permiso. Desistió de esa vanalidad.
En seguida se encontró con un amigo, "mira, estoy iniciando una compañía, se trata de 'catadores de senos'", y por supuesto que Juan Domínguez no dijo que no y antes de que lo llamaran ya estaba afuera de la oficina de su amigo. Y ahí esperó y esperó y esperó y su amigo le marcaba al celular y le decía "no te preocupes Juanito, ya estamos haciendo las puertas de la oficina" o "no te preocupes Juanito, ahí espéranos, nada más compramos las tachuelas para colgar los cuadros de la oficina" o "no Juanito, tú no te desanimes, lo que pasa es que el chico que contratamos para que reclutara a las modelos, pues ya se tardó con el encargo y la verdad yo creo que vamos a tener que ir buscando a otro". Y entre pretextos y alargues, a Juan Domínguez se le fue cubriendo la esperanza y las ilusiones con polvo y botellas de refrescos vacías que los transeúntes tiraban a sus pies creyendo que era una jardinera descuidada, pues lo rodeaban pastos bravos y uno que otro diente de león.
Pero Juan Domínguez no dejaba que los embates del clima ni los chicles de los transeuntes ni las justificaciones de su amigo meyaran la promesa que se había hecho. Y ahí estaba, al pie de la oficina sin ventanas, ilusionándose, pensando todo lo que podría hacer con un puesto tan prometedor como el que le habían ofrecido, llenando su vacío con mundos llenos de riquezas, de felicidad, de un rayo de sol que iluminaba a cada criatura del orbe; porque este paso que estaba dando era el inició de miles, que como efecto dominó, terminarían llevando su buena suerte al resto de los habitantes del planeta.
La lluvia cayó y el seguía calentando su mente y sus huesos con fiestas que haría cuando recibiera su primera quincena. Los vientos soplaron y él echó raíces imaginando cómo serían las veinte casas que compraría y cómo las compartiría con su hermana y sus padres. El sol calcinó su cabellos, pero él refrescaba su vida con recuerdos de todo lo que había hecho en su vida, a partir de algo tan banal, tan fútil, tan trivial como ser "catador de senos", y había sido tal su éxito que las montañas de dinero, los millones de contratos y las decenas de empresas que tenía en la cabeza, las empezó a vender y emprendió el viaje de sus sueños, al lado de una dama que todavía no conocía pero que lo había hecho feliz por mucho tiempo, hasta que llegó el momento de hacer su testamento. Y entonces abrió los ojos y se dio cuenta que seguía ahí, parado, lleno de escombros, viendo pasar su vida como los automóviles que no dejaban de viajar enfrente de él.
Entonces todo se derrumbó. Un trueno llenó el espacio vació de su mente. Al imperio construido le cayó encima la noche, como una piedra enorme que jamás te dejará levantar porque te ha hecho añicos. La nostalgia por lo que nunca tuvo le hizo hervir tanto la sangre que no pudo llorar porque secó sus lágrimas. Y Juan Domínguez se fue de ese mundo, escoltado por el canto de los ángeles que despedían, con gemidos desgarradores, en una corte fúnebre, a todos los rescoldos de los sueños que abortaron y que abandoban su cuerpo por medio de lenguarazos y palabras que no encontraban sentido y unos ojos que no podían llorar y una garganta que no podía decir nada porque estaba demasiado apretada como para servir. Jamás sería famoso, jamás sería rico, y lo más importante, jamás sería feliz.
Subió a su bicicleta y decidió que utilizaría sus últimos ahorros para visitar el mar y morir ahí. Comenzó el viaje y toda su vida pasó enfrente de sus ojos, con una vividez que lo hizo llorar. No supo que hizo entonces, pero su cadena de pesadumbre se rompió cuando escuchó un pedazo de algo que derrapaba por la calle y se hacía añicos contra el muro de contención. Era lo que le faltaba, haber matado a alguien. No pudo más y decidió seguir su camino, quería terminar con esto de una vez por todas, quería que su muerte fuera como lo había planeado, aunque fuera eso. Y así lo hizo, jamás se enteró de que pudo ser famos, jamás se enteró de que pudo ser rico, y lo más importante, jamás se enteró de que pudo ser feliz, pues el hombre que había matado por accidente, era el jefe más temido y odiado del narcotráfico y ahora moría ahí, a manos de un iluso que lo único que quería era vivir su vida, a su modo.
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