Nuevamente, como lo había hecho por los últimos años (¿diez, veinte, quinientos, mil?), Isaac salía por la misma puertita y subía por la misma escalera hasta la copa de un manzano que tenía en el jardín anterior de su casa. Tomaba uno de los frutos y regresaba a su cocina, para ingerirla, pues sería su única comida en todo el día; tal y como había sido por los últimos años. Y entonces, una vez terminada la engorrosa operación de abastecerse con un poco de glucosa y algunos otros minerales y nutrimentos, se sentó en el sofá verde de su sala a esperar a que llegaran aquellos pequeños truhanes que sólo entraban a su casa para ver qué diablos podían robarle. Y siempre era lo mismo.
Un abusado entraba por la ventana o por el techo o por el sótano (siempre creían que habían encontrado la única entrada que nadie más había descubierto) y comenzaba a inspeccionar la casa de Isaac. Entonces, él se disponía a caminar lentamente y seguir con sus pasos lentos y pesados al intruso. Una vez que éste llegaba a su habitación principal, husmeaba entre los miles de cajones que tenía empotrados en la pared norte y ahí aguardaba Isaac, mirándolos fijamente, pacientemente hasta que el sujeto en turno no soportaba los ojos de Isaac y tenía que voltear para mirar y en cuanto sus ojos se encontraban con los de Isaac, un espanto helado asomaba en las facciones del individuo, quien salía corriendo dando tumbos y en algunas ocasiones, lesionándose de más.
Así había sido desde una vez en que había caído gravemente enfermo. No podía respirar y tenía continuas ganas de vomitar, hasta que un día dejó de sentir los terribles dolores y se puso de pie. Desde entonces comía las manzanas de su árbol (que siempre tenía manzanas) y desde entonces esperaba a que alguien entrara a su casa, y después de verlo, salía corriendo. Así fue hasta que un día, en el que esperaba volver a ver al ladrón y espantarlo como era su costumbre, se topó con una chiquilla de unos dos años, caminando sobre sus muebles con un aire de autoridad que espantó a Isaac. La niña no parecía ponerle mucha atención. Recorría con sus deditos regordetes cada uno de los estantes de Isaac, hasta que de pronto, atravesó una de las paredes con su mano, como si no existiera nada que se interpusiera entre ella y la pared.
Isaac cayó desmayado, pues no podía creer que aquella niñita fuera un fantasma. Sus ojos antiquísimos jamás habían visto uno y sería absurdo que ahora, en el dintel de la otra vida, a un paso de llegar a la eternidad prometida, se apareciera ante él. Todos sus esfuerzos por creer en lo que sus sagradas escrituras le habían enseñado se difuminarían en un espacio místico y donde la religión no cabía para explicar nada. Por eso decidió pensar que había sido un sueño y tan pronto recobró el sentido, se fue a un nicho en donde dispuso a pasar las últimas horas de la madrugada. Pero fue precisamente la voz que lo despertó la que lo regresó a su terrible realidad. Una madre pronunciaba a lo lejos "Macaria, Macaria, Macaria... ¡ven aquí Macaria", y poco a poco la sangre de Isaac se agolpó en sus venas, comenzando una estampida que buscaba escapar lo más pronto de su cuerpo y de esa situación tan atemorizante.
Más allá de lo que Isaac hubiera podido creer, decidió buscar a la pequeña niña. Siguió su instinto y después de bajar siete escalones y abrir trece ventanas, escuchó unos pasitos arrastrarse por la sala. Tomó un pequeño candelabro con el cual pensaba alumbrar la obscura habitación, pero no tenía la más remota idea de qué hacer en caso de entablar alguna conversación con la pequeña Macaria. Abrió con delicadeza la pesada puerta, temiendo espantar a la niña. Los pasitos delataban a la niña, Isaac sabía que ahí estaba, pero no veía nada. Sólo escuchaba sus pasos arrastrarse de aquí para allá pero por más que escudriñaba con sus ojos en la obscuridad, la pequeña no aparecía. Hasta que alzó la vista y encontró a la niña caminando en el aire, arrastrando los piecitos y jugando con una muñeca.
Isaac vomitó de la impresión y terminó arrodillándose ante la visión. La niña, que hasta el momento no le había prestado atención alguna, se sintió inquieta, y buscó a alguien en su cuarto, pero al ver que nada había, la inquietud se transformó en temor. Isaac vio cómo la niña se movía angustiada, pero nunca percibió su miedo, sólo sabía que un ángel o un espíritu lo estaba rondando y sus piernas viejas ya no respondían. Entonces, Macaria bajó los ojos y se encontró con los de Isaac. Sus pupilas se condensaron en una explosión de flujos y millones de galaxias se agolparon en un instante sobre los dos cuerpos. Ambos sabían que la visión que se les presentaba era la de un fantasma, pero no podían, no querían creerlo; estaban atrapados en un momento eterno que terminaría fugazmente pero que nunca los dejaría en paz. Lejos estaban de pensar, por el contrario, que lo único que veían era un espejo de electrones.
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