jueves, 21 de febrero de 2008

Un día de suerte I

Los sésamos habían presenciado todo. Una perra agotada había buscado durante horas un buen lugar para expulsar a una camada que llegaría como muchas otras, a una tierra árida y áspera, llena de escondrijos donde bullen los silencios y que increpan a los transeúntes con dogmáticas miradas para arrastrarlos en los vericuetos de su propia mortalidad. Entre montones de coágulos, se movían las pequeñas criaturas, tiritando de frío y de miedo, al ver que todo era borroso y lleno de sufrimiento y lágrimas lacónicas, inexpresivas. El piso duro le enseñó a la primera que quiso ponerse de pie, que la vida no perdonaría a los que se quedaran atrás. Minutos después, la perra los limpiaba y los dejaba listos para acostumbrarse al aire frío que sería su única cobija, y a las pequeñas zarzas esparcidas en el lugar, que serían su único alimento. Los perritos quisieron buscar las ubres de su madre, pero esta ya había partido, alejándose rápidamente, echando miradas de soslayo, para no sentir la muerte que acababa de arrancarle sus últimos momentos con aquella camada.

Pasó la noche y llegó el día, y el sol calentó los huesos de cinco perritos y los despojos de tres más. Qué importaban los pobres que habían preferido acompañar a su madre, mientras la habían pillado e su huida del lugar. Ellos tenían suerte y ahora podían estar contentos con formar parte del todo en el que habían estado. Pero los que quedaban, los desafortunados que tendrían que vivir la tortura del tiempo, ellos se remendaban las heridas de la vida y decidían que la mejor forma de enfrentar lo que sus hermanos no habían querido era buscando algo qué comer. Así, los cinco perritos decidieron tomar diferentes caminos.

El primero, uno de pelo canela, decidió subir la colina, entre piedras y polvo que volaba en ventarrones tumultuosos. Quiso pensar que había escuchado a su madre, pero lo que encontró fue una troca que venía camino abajo, levantando nubes de polvo que cubrieron al pequeño perro. Mientras se alejaba el demencial ruidajal que producía la camioneta destartalada, el perrito se dio cuenta que no estaba muy equivocado, pues algunos pasos adelante se encontraba su madre muerta, con cuatro perritos siguiéndola. Corrió hacia ella, ladrando para que ella se detuviera y pronto, a sus ladridos se unieron los de otro perrito más. Volteó y miró que era otro de sus hermanitos que había encontrado, como él, el camino a casa.

Otros dos de los perritos prefirieron seguir el camino de la milpa, que enseñaba sus despojos con ufana crueldad. Se internaron los dos con inocente nerviosismo. Uno seguía al otro, que trataba de ubicar alguna fuente de comida con sus narices que no conocían nada. Husmeaba por aquí, rascaba por allá, y su hermanito lo seguía. Pasó entre un par de maíces podridos y se perdió de vista. El perrito que lo seguía se preocupo enseguida, en primer lugar porque su guía, su hermano, su único acompañante había desaparecido de súbito; pero en segundo, porque ahora no sabría cómo escapar de ese laberinto de cadáveres y rastrojo. Intentó huir hacia la izquierda pero se perdió y cuando viró a la derecha se perdió aún más. De pronto, el viento se coló entre las varas amarillentas y lo hicieron sentir el frío de la soledad.

El miedo se apoderaba poco a poco de él y lo hacía quedarse inmóvil dejándose enredar entre las fantasmales manos del terror que comenzaron sutilmente a encarnarse, convirtiéndose en un montón de ratas que tomaron al perrito de sorpresa y le arrastraron entre todas hasta su guardia con facilidad, pues opuso nula resistencia. Ahí, todavía respirando con dificultad, el perrito se llevó una grata sorpresa.

Junto a él yacía su hermano, desgarrado, con la piel hecha jirones, con las patitas desarticuladas pero con los ojitos mirándolo fijamente y dándole confianza. Sintiendo la compañía de su hermano, el perrito sintió el calor regresar a su cuerpo, y así, deliciosas mordidas de dolor lo desataban lentamente, le quitaban las cuerdas de la soledad y mientras el calor de su sangre le abandonaba, el calor de la alegría le daban bríos para correr cuanto antes y alcanzar a su hermano, que tan feliz y tranquilo se veía, pues había dado finalmente con su madre, quien se perdía nuevamente en la lejanía con todos sus hermanos. El perrito ahora estaba impaciente por que las ratas lo liberaran de la impotencia e incertidumbre en la que estaba sumido; tenía que llegar con sus hermanos, el olor a casa estaba demasiado cerca.

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