viernes, 22 de febrero de 2008

Un día de suerte II

El primer perrito había subido la colina con una dificultad inimaginable. Otros dos habían partido para adentrarse en la jungla de rastrojo, buscando el consuelo de su madre. Sólo quedaban dos más: una perrita y un perrito. El macho quería que subieran por la colina, por donde su hermano intentaba escalar. La perrita tenía miedo y sabía que no sería muy buena idea. Ella quería ir a otro lado, quizás seguir la calle que tenía frente a los ojos, que se hacía larga y ancha hasta el final donde ya no se podía ver nada. Cuando volteó para ver a su hermano y sugerirle que la acompañara, éste ya había corrido hacia la colina y trepaba animoso detrás del otro, que ya había conseguido llegar hasta arriba. Ahora estaba sola.

El ánimo le invadió como un cuentagotas, muy lentamente. Estaba petrificada, quizás tanto como el hermano que en esos momentos era rodeado por un grupo de hambrientas ratas. Pero ella no tenía porqué tener miedo, estaba sola. Finalmente el día clavo sus rayos sobre aquel pedazo de carne y de pelos y le dio fuerzas para moverse hacia una sombra que la protegiera de las brasas. Escogió la de un alto árbol que casi se quedaba pelón. Minuto a minuto, la sombra del árbol se hacía más y más pequeña, abandonando a la pobre perrita quien, minutos después se vio en la necesidad de buscar otro abrigo. A lo lejos, casi donde terminaba la calle, miró otro árbol como el que ya no la protegía, pero mucho más grande y al parecer con más follaje.

Era una buena idea moverse hasta allá, lo malo era cruzar todo el trecho, cubierto de ardiente cemento que le llenaba el cuerpo de un vapor de horno. No había mucho que decidir. Si se quedaba, seguiría sintiendo los rayos quemándole con dilación el cuerpo. Si avanzaba, también se quemaría, pero tendría la recompensa de, al llegar a aquel árbol, salvar un poco el pellejo. Se puso en marcha y conforme caminaba con sus patitas flacas y desnutridas, el pelo comenzó a caérsele, dejándola aún más desvalida. Los colmillos del sol la roían poco a poco, hasta que la naturaleza se encargó de alejarlo de ahí. La tarde cubrió las heridas de la perrita que aún no llegaba al árbol, y sintió un alivio, pero como todo, hasta ese momento en su vida, había sido transitorio. Pronto la tarde fue empujada por la noche y un frío cruel mordisqueó el lugar que había elegido el sol horas atrás.

El frío se fue y regresó una tibia mañana, recompensa al sufrimiento de la perrita, y nuevamente, un bálsamo que sólo duraba unos minutos. Estaba hecha un ovillo entre las yerbas que crecían en una jardinera y el escobazo de una sirvienta que en ese momento barría la acera de sus patrones, la arrancó del sueño que la había cobijado por breves momentos durante la noche. Salió corriendo, ya que ahora la sirvienta le lanzaba un balde con agua (con todo y balde). ¿Por qué la perseguía el infortunio? No se lo preguntó la perrita, pues ya comenzaba a pensar que era de lo más normal lo que le ocurría. Un gruñido de tripas le indicó que era hora de comer, se acercó a un montón de basura, husmeó y un gato furibundo la alejó con sendos arañazos, espantando a la perrita. Corrió lo más rápido que pudo, atravesando la avenida cuando un autobús chirrió enfrente de ella. Corrió a la izquierda y un vocho la iba a embestir, pero su conductora logró frenar momentos antes. ¿A dónde correr? ¿Qué hacer?

Siguió caminando y finalmente miró al gran árbol, el que le había hecho abandonar el nido materno. ¿Tenía mala suerte la perrita? Al parecer Dios quería que regresara con sus hermanos, pues cuando la perrita llegó finalmente al árbol, unos hombres uniformados de beige lo estaban talando. Uno de ellos le dio un puntapié a la pobrecita y salió corriendo y chillando, mirando cómo sucumbía el pobre árbol. Adiós a su casa. Adiós a su esperanza. Estaba condenada a vagar y ser por siempre una paria. Por suerte para ella, sólo le atormentaban los sufrimientos físicos, pues de haber tenido conciencia, seguramente le habrían torturado sus pensamientos.

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