sábado, 23 de febrero de 2008

Un día de suerte III

La perrita continuó vagando por las calles que poco a poco se dejaban envolver por el calor árido y hostil que emanaba del Sol y de los ciudadanos de aquél pueblo inmundo. La sed la atormentaba y el hambre mellaba sus fuerzas, pero tenía que seguir, buscando el cobijo de alguien que la guareciera por lo menos unas horas más o quizás para siempre... si tenía suerte.

Quebró sus pasos en una esquina y caminó por una acera mucho más bonita, llena de jardines y de altos y frondosos árboles. Parecía que era el preludio a su buena suerte. Jugueteó con unas plantitas aquí y allá y pronto su curiosidad la llevo a seguir indagando aquél paraje bucólicamente hermoso envuelto en un aire de desconfianza. Sus pasitos la llevaron a dar la vuelta nuevamente y ante sus ojos había un auto estacionado, con dos puertas abierta y con una familia en un día de campo.

Vaya, eso parecía buena suerte. Por un lado, comida; por el otro, una familia. Caminó hacia el lugar lentamente, con precaución. La madre vio a la perrita y le lanzó un pedazo de comida. El proyectil hizo que la perrita se escondiera detrás de un diente de león, pensando que así podría evadir la aparente agresión. La madre se rió ante la pobre perrita y entendió que estaba asustada. Le dieron un balde de agua y todos se dedicaron a comer a gusto, sin poner atención a la perrita para que tomara confianza.

Así fue. Poco a poco, tal y como el temor se metió en sus huesos al principio y durante sus primeros días de vida, la confianza retomó el lugar de su sangre y se animó a probar la comida. No era la leche que necesitaba, pero ¡ah! cómo aliviaba la tortura del estómago. después revisó el agua y dio tres lenguetazos. Se acercó un poco más a la familia y sólo sintió un cariño muy especial, pues aunque no le hacían mucho caso, tampoco la obligaban a retirarse.

La mañana se fue y llegó la tarde y los ojos de la perrita se cerraron, pues finalmente podía dormir con tranquilidad, al amparo de la sombra de los árboles y el calor de aquella extraña familia en un barrio tan hostil y solitario. LLa perrita se sintió aún más a gusto y comenzó a seguir a los chicos que exploraban los alrededores. Parecía que finalmente había encontrado una familia, pues no la alejaban a patadas, y al contrario, cuando se enredaba, la liberaban y cuando se caía, la levantaban. Era lo más parecido al amor que nunca había tenido.

Los niños discutían con la madre sobre si adoptar a la perrita o no. Finalmente había tenido un día de suerte y sabía que, de tener a aquella familia a su lado, sería feliz. La noche llegó y los niños seguía pidiendo a los padres que se llevaran al cachorro, pues se había convertido en su gran compañía. La madre y el padre sólo veían con ojos de quien sabe más que eso sería imposible. Les llevó varias horas convencer a los pequeños, pero al final lo consiguieron, no sin poder reprimir algunas lágrimas escondidas incluso en ellos mismos, que veían a la perrita feliz de tenerlos por fin.

El plan estaba dicho y la suerte de la perrita, echada. Esperaron a que la perrita se acurrucara junto a un árbol y decidieron dejarle un poco de comida y agua. "Espero que le vaya bien", pensaron todos sin saber que pensaban en lo mismo. La perrita pegaba los ojos y trataba de que el sueño no la venciera, no quería abrirlos y darse cuenta de que no había nadie. Luchó contra el cansancio pero finalmente el embrujo de la vida la adormeció y ahí quedó con los ojos cerrados, esperando que la fortuna no la abandonara.

La familia se dio cuenta de que la perrita se había dormido y abordaron su automóvil con cautela ninja. La vieron por última vez, toda echa bolita, al pie de un árbol que parecía protegerla de la penumbra de la noche, rociándola con sus impenetrables sombras. Ahí se quedaba la perrita, echa bolita, y todos la veían por la ventana anterior del coche, viendo cómo se hacía pequeñita, pequeñita; mientras su destino se la tragaba de un bocado.

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