viernes, 29 de febrero de 2008

Un día de suerte V

FINAL B

El viento acarició rudamente a la pobre perrita. Abrió los ojos y la negrura cubrió su vista. Ya no sentía el fogón cálido de la familia que había adoptado. No había más que soledad por todos lados. Pero había un pedazo de comida junto a ella. ¿Fue un sueño? ¿A caso fueron fantasmas que la complacieron por algunos deliciosos instantes? ¿A caso las sombras pueden ser más reales que los árboles o que el viento? Sólo había una cosa clara, aquellas personas, aquellos ángeles que aliviaron su dolor, ya no estaban y volvía a tener la angustia de la incertidumbre, las tenazas de la amargura la volvían a apretar hasta sofocarla, pero sin matarla. 

Se puso de pie, tiritando, con el viento helado colándose por sus entrañas. Fue bello mientras duró. Pero ahora tenía que seguir buscando cómo alargar su agonía. Dio media vuelta y se fue, caminando, entrando en la garganta del destino, regresando al nido donde encontraría (esperaba) su punto de llegada y su puerta de partida. Quería olvidarlo todo, dejar los malos recuerdos atrás, y los buenos, sepultados entre la inmundicia que la había recibido los primeros días de vida. La "felicidad" sólo le causaba más dolor, era preciso eliminarla. Por eso regresaba, para buscar a sus hermanos, para olvidarse que alguna vez tuvo un día de suerte.

lunes, 25 de febrero de 2008

Un día de suerte IV

FINAL A

La familia no podía pensar en otra cosa que en la perrita. Por mucho que intentaron desviar el tema, algo les hacía volver a él. El padre lo tomó como una especie de mensaje divino y decidió regresar. Ahí estaba la perrita, echa un ovillo, entre la alta yerba, protegida por las sombras. Detuvieron la marcha del carro y, tras buscar alguna caja que pudiera servir, tomaron a la perrita. 

Abrió los ojos y los miró tan entusiastas que se sintió animada. Las fuerzas regresaron a ella. Todos jugaban y se reían a carcajadas. Un nuevo miembro de la familia estaba entre ellos y la perrita se sentía feliz, se sentía rescatada de un temible destino, sentía que la salvación caía del cielo a bordo de un automóvil y encarnado en unos pasajeros muy tiernos y nobles. Por fin se sentía en calma. 

"Debe tener hambre", sugirió el más pequeño de todos. Buscó por algunos rincones algo para darle de comer a la perrita hasta que recordó que tenía un pedazo de hamburguesa dentro de su pequeña mochila. Lo encontró y tras retirarle la envoltura, la ofreció a la pequeña. Ésta verdaderamente tenía hambre y devoró rápidamente el pedazo de carne, y como el hambre seguía desbaratándole las tripas, se comió el pan y la mayonesa y los pepinillos. 

Así que eso era la felicidad, cinco personas que la hacían sentir como entre las nubes, flotando, como una súbita oleada de calor que rompía con sus huesos y le dejaba sentir la tibieza de un crepúsculo que nacía en ella. La felicidad la embriagaba, así lo creía, pues su cabeza daba vueltas, las personas se reían y se alargaban y se convertían en minúsculas lucecitas de colores que bailaban y que se movían en una hiperbólica tangente, lenta e hipnótica, haciéndola sentirse entre remolinos de beneplácito, en una balsa que se aleja de la orilla, en un mar calmado. Un golpe en el estómago. La sensación de hilaridad se tornaba en un torbellino que la tragaba de inmediato. Las oleadas de calor se convirtieron en gotitas frías que derretían su cabeza. Dolor en los intestinos. Frío. Tiritaba y trataba de ponerse de pie. La balsa se acercaba a una catarata que la zambulliría. Cayó de la balsa. La terrible corriente la abrazó con una fuerza mortífera. Ahogo. Las caras felices desaparecieron tragadas por la negrura. Lograba escaparse de los brazos de la muerte parecía que todo había terminado. No había dolor, no había llanto, no había la tibieza de la felicidad ni lo áspero de la soledad. No había nada. Jamás podría alejarse de aquella blancura sin sentimientos. Todos le habían dado la espalda, porque ahora, hasta la felicidad la había degollado, convirtiéndola en su esclava.

***

La familia sacó al cadáver del pobre animal, envuelto en una espesa masa de vómito. Lo dejaron entre los matorrales y se alejaron en un colapso de nervios, sin voltear esperando que negrura del destino devorara a aquella perrita, mientras la voz imperiosa de los árboles les repetía "largo, lejos, largo, lejos...". 

El gobierno que merece

Seguramente muchos de ustedes, lectores queridos, han escuchado en alguna ocasión el refrán que dice "el pueblo tiene el gobierno que merece". Creo que no hay nada más lejos de la mentira. Bueno, deben existir muchas cosas más lejos de la mentira, pero es un decir, pues. Cuando vemos a los gobernantes (esos sujetos que han sido elegidos por la aparente voluntad de la mayoría, para mantener la organización del conjunto social y sustentar el sistema en el que nos regimos los que convivimos en un mismo espacio y tiempo) cometer actos deshonestos; realizar maniobras sucias y bajas para mantener su lugar "aparentemente" codiciado; empañar la confianza que en muchas personas despiertan o simplemente revelar su verdadera cara de prepotencia, abuso y despotismo, a todos nos dan ganas de agarrarlos en un gran bote de basura metálico y lanzarlos por una cuesta, esperando que se les fracture algo más que el peroné.

Pero como no se puede hacer tal cosa, las personas se quejan y avivan sus sentimientos encareciendo los ruegos a todos los dioses del mundo para que termine por tullir al desgraciado que le tocó orquestar por el momento. Pero cuando viene la reflexión que los chinos pusieran de moda hace algunos miles de años, entonces muchos brincan, pues no están de acuerdo con "tener al gobierno que merecen". Y entonces viene a mi mente, que a todo le encuentra un pero, una reflexión que quiero compartir con ustedes. 

Hablando del caso concreto de México, y quizás, más específicamente del Distrito Federal, a mí no me quedan dudas sobre la verdad encerrada dentro de la semántica de la frase de los chinos. Hoy tenemos un jefe prepotente, pero ¿a caso no cualquiera de nosotros, contando con el poder que ellos tienen, no les resultaría fácil e incluso natural actuar de esa manera? Me pongo a pensar en que, con un poco de poder, la gente se siente invulnerable y cree tener el derecho a hacer lo que piensa es correcto, generalmente para su beneficio. 

Eso no es malo y de hecho podríamos catalogarlo hasta como natural. Todas las especies que convergen en este mellado mundo tienden a buscar su beneficio. Por eso no debería resultarnos extraño que una persona, digamos, una señora de las Lomas (emperifollada y llena de asuntos de primordial importancia como ver a sus amigas en el Maque de Polanco), se suba a su H3 (regalo de su marido para suplir el cariño y las horas de ausencia) y sienta el poder en sus manos de quitar a todos del camino, pitarle a la señora en silla de ruedas por atravesársele, echar las luces a los automovilistas responsables que acatan las velocidades permitidas (ya por el reglamento, ya por lo que permita el tráfico) y sienta el poder y hasta la obligación de mentarle la madre con los ojos a todos aquellos que osen ponerse en su camino y lo que ella considera trascendental. 

Esa mujer, que en este caso resultó ser una mujer de las Lomas con una H3, pero bien podría ser un microbusero o una señora que va por sus hijos a la escuela o un maestro que está enseñando a sus alumnos no por amor al arte sino porque su vida es patética y fracasada. El punto es que todos, cuando sienten un poco de poder, terminan utilizándolo en contra de quien les obstaculice llegar a su cometido... tal y como ocurre con nuestros políticos y líderes. Nada los detiene, porque vienen de la misma masa que gobiernan y están arriba porque han logrado cortar más cabezas de las que algunos mediocres se han atrevido. Quizás en eso sea en lo único en lo que se diferencian los gobernantes de los gobernado, pero en esencia, ambos tienen la misma confección que tiende al abuso. 

Los animales suelen ser individualistas (como un tigre) o sociales (como un león) pero el hombre no sabe que debe ser social y termina siendo individualista. Los pobladores de la ciudad más terriblemente caótica del mundo son proclives a ser igual o peor que sus gobernantes. Habrá quien se haya acostumbrado al estrés y a la vida de locuras que acontecen en esta gris capital, incluso habrá quien presente síntomas  del mal de Estocolmo y que esté enamorado de esta ciudad carcomida y también habrá pocos (muy pocos) que se alejen de la constante del autoritarismo. Quien esté libre de pecado... que se aviente de la primera piedra.

sábado, 23 de febrero de 2008

Un día de suerte III

La perrita continuó vagando por las calles que poco a poco se dejaban envolver por el calor árido y hostil que emanaba del Sol y de los ciudadanos de aquél pueblo inmundo. La sed la atormentaba y el hambre mellaba sus fuerzas, pero tenía que seguir, buscando el cobijo de alguien que la guareciera por lo menos unas horas más o quizás para siempre... si tenía suerte.

Quebró sus pasos en una esquina y caminó por una acera mucho más bonita, llena de jardines y de altos y frondosos árboles. Parecía que era el preludio a su buena suerte. Jugueteó con unas plantitas aquí y allá y pronto su curiosidad la llevo a seguir indagando aquél paraje bucólicamente hermoso envuelto en un aire de desconfianza. Sus pasitos la llevaron a dar la vuelta nuevamente y ante sus ojos había un auto estacionado, con dos puertas abierta y con una familia en un día de campo.

Vaya, eso parecía buena suerte. Por un lado, comida; por el otro, una familia. Caminó hacia el lugar lentamente, con precaución. La madre vio a la perrita y le lanzó un pedazo de comida. El proyectil hizo que la perrita se escondiera detrás de un diente de león, pensando que así podría evadir la aparente agresión. La madre se rió ante la pobre perrita y entendió que estaba asustada. Le dieron un balde de agua y todos se dedicaron a comer a gusto, sin poner atención a la perrita para que tomara confianza.

Así fue. Poco a poco, tal y como el temor se metió en sus huesos al principio y durante sus primeros días de vida, la confianza retomó el lugar de su sangre y se animó a probar la comida. No era la leche que necesitaba, pero ¡ah! cómo aliviaba la tortura del estómago. después revisó el agua y dio tres lenguetazos. Se acercó un poco más a la familia y sólo sintió un cariño muy especial, pues aunque no le hacían mucho caso, tampoco la obligaban a retirarse.

La mañana se fue y llegó la tarde y los ojos de la perrita se cerraron, pues finalmente podía dormir con tranquilidad, al amparo de la sombra de los árboles y el calor de aquella extraña familia en un barrio tan hostil y solitario. LLa perrita se sintió aún más a gusto y comenzó a seguir a los chicos que exploraban los alrededores. Parecía que finalmente había encontrado una familia, pues no la alejaban a patadas, y al contrario, cuando se enredaba, la liberaban y cuando se caía, la levantaban. Era lo más parecido al amor que nunca había tenido.

Los niños discutían con la madre sobre si adoptar a la perrita o no. Finalmente había tenido un día de suerte y sabía que, de tener a aquella familia a su lado, sería feliz. La noche llegó y los niños seguía pidiendo a los padres que se llevaran al cachorro, pues se había convertido en su gran compañía. La madre y el padre sólo veían con ojos de quien sabe más que eso sería imposible. Les llevó varias horas convencer a los pequeños, pero al final lo consiguieron, no sin poder reprimir algunas lágrimas escondidas incluso en ellos mismos, que veían a la perrita feliz de tenerlos por fin.

El plan estaba dicho y la suerte de la perrita, echada. Esperaron a que la perrita se acurrucara junto a un árbol y decidieron dejarle un poco de comida y agua. "Espero que le vaya bien", pensaron todos sin saber que pensaban en lo mismo. La perrita pegaba los ojos y trataba de que el sueño no la venciera, no quería abrirlos y darse cuenta de que no había nadie. Luchó contra el cansancio pero finalmente el embrujo de la vida la adormeció y ahí quedó con los ojos cerrados, esperando que la fortuna no la abandonara.

La familia se dio cuenta de que la perrita se había dormido y abordaron su automóvil con cautela ninja. La vieron por última vez, toda echa bolita, al pie de un árbol que parecía protegerla de la penumbra de la noche, rociándola con sus impenetrables sombras. Ahí se quedaba la perrita, echa bolita, y todos la veían por la ventana anterior del coche, viendo cómo se hacía pequeñita, pequeñita; mientras su destino se la tragaba de un bocado.

viernes, 22 de febrero de 2008

Un día de suerte II

El primer perrito había subido la colina con una dificultad inimaginable. Otros dos habían partido para adentrarse en la jungla de rastrojo, buscando el consuelo de su madre. Sólo quedaban dos más: una perrita y un perrito. El macho quería que subieran por la colina, por donde su hermano intentaba escalar. La perrita tenía miedo y sabía que no sería muy buena idea. Ella quería ir a otro lado, quizás seguir la calle que tenía frente a los ojos, que se hacía larga y ancha hasta el final donde ya no se podía ver nada. Cuando volteó para ver a su hermano y sugerirle que la acompañara, éste ya había corrido hacia la colina y trepaba animoso detrás del otro, que ya había conseguido llegar hasta arriba. Ahora estaba sola.

El ánimo le invadió como un cuentagotas, muy lentamente. Estaba petrificada, quizás tanto como el hermano que en esos momentos era rodeado por un grupo de hambrientas ratas. Pero ella no tenía porqué tener miedo, estaba sola. Finalmente el día clavo sus rayos sobre aquel pedazo de carne y de pelos y le dio fuerzas para moverse hacia una sombra que la protegiera de las brasas. Escogió la de un alto árbol que casi se quedaba pelón. Minuto a minuto, la sombra del árbol se hacía más y más pequeña, abandonando a la pobre perrita quien, minutos después se vio en la necesidad de buscar otro abrigo. A lo lejos, casi donde terminaba la calle, miró otro árbol como el que ya no la protegía, pero mucho más grande y al parecer con más follaje.

Era una buena idea moverse hasta allá, lo malo era cruzar todo el trecho, cubierto de ardiente cemento que le llenaba el cuerpo de un vapor de horno. No había mucho que decidir. Si se quedaba, seguiría sintiendo los rayos quemándole con dilación el cuerpo. Si avanzaba, también se quemaría, pero tendría la recompensa de, al llegar a aquel árbol, salvar un poco el pellejo. Se puso en marcha y conforme caminaba con sus patitas flacas y desnutridas, el pelo comenzó a caérsele, dejándola aún más desvalida. Los colmillos del sol la roían poco a poco, hasta que la naturaleza se encargó de alejarlo de ahí. La tarde cubrió las heridas de la perrita que aún no llegaba al árbol, y sintió un alivio, pero como todo, hasta ese momento en su vida, había sido transitorio. Pronto la tarde fue empujada por la noche y un frío cruel mordisqueó el lugar que había elegido el sol horas atrás.

El frío se fue y regresó una tibia mañana, recompensa al sufrimiento de la perrita, y nuevamente, un bálsamo que sólo duraba unos minutos. Estaba hecha un ovillo entre las yerbas que crecían en una jardinera y el escobazo de una sirvienta que en ese momento barría la acera de sus patrones, la arrancó del sueño que la había cobijado por breves momentos durante la noche. Salió corriendo, ya que ahora la sirvienta le lanzaba un balde con agua (con todo y balde). ¿Por qué la perseguía el infortunio? No se lo preguntó la perrita, pues ya comenzaba a pensar que era de lo más normal lo que le ocurría. Un gruñido de tripas le indicó que era hora de comer, se acercó a un montón de basura, husmeó y un gato furibundo la alejó con sendos arañazos, espantando a la perrita. Corrió lo más rápido que pudo, atravesando la avenida cuando un autobús chirrió enfrente de ella. Corrió a la izquierda y un vocho la iba a embestir, pero su conductora logró frenar momentos antes. ¿A dónde correr? ¿Qué hacer?

Siguió caminando y finalmente miró al gran árbol, el que le había hecho abandonar el nido materno. ¿Tenía mala suerte la perrita? Al parecer Dios quería que regresara con sus hermanos, pues cuando la perrita llegó finalmente al árbol, unos hombres uniformados de beige lo estaban talando. Uno de ellos le dio un puntapié a la pobrecita y salió corriendo y chillando, mirando cómo sucumbía el pobre árbol. Adiós a su casa. Adiós a su esperanza. Estaba condenada a vagar y ser por siempre una paria. Por suerte para ella, sólo le atormentaban los sufrimientos físicos, pues de haber tenido conciencia, seguramente le habrían torturado sus pensamientos.

jueves, 21 de febrero de 2008

Un día de suerte I

Los sésamos habían presenciado todo. Una perra agotada había buscado durante horas un buen lugar para expulsar a una camada que llegaría como muchas otras, a una tierra árida y áspera, llena de escondrijos donde bullen los silencios y que increpan a los transeúntes con dogmáticas miradas para arrastrarlos en los vericuetos de su propia mortalidad. Entre montones de coágulos, se movían las pequeñas criaturas, tiritando de frío y de miedo, al ver que todo era borroso y lleno de sufrimiento y lágrimas lacónicas, inexpresivas. El piso duro le enseñó a la primera que quiso ponerse de pie, que la vida no perdonaría a los que se quedaran atrás. Minutos después, la perra los limpiaba y los dejaba listos para acostumbrarse al aire frío que sería su única cobija, y a las pequeñas zarzas esparcidas en el lugar, que serían su único alimento. Los perritos quisieron buscar las ubres de su madre, pero esta ya había partido, alejándose rápidamente, echando miradas de soslayo, para no sentir la muerte que acababa de arrancarle sus últimos momentos con aquella camada.

Pasó la noche y llegó el día, y el sol calentó los huesos de cinco perritos y los despojos de tres más. Qué importaban los pobres que habían preferido acompañar a su madre, mientras la habían pillado e su huida del lugar. Ellos tenían suerte y ahora podían estar contentos con formar parte del todo en el que habían estado. Pero los que quedaban, los desafortunados que tendrían que vivir la tortura del tiempo, ellos se remendaban las heridas de la vida y decidían que la mejor forma de enfrentar lo que sus hermanos no habían querido era buscando algo qué comer. Así, los cinco perritos decidieron tomar diferentes caminos.

El primero, uno de pelo canela, decidió subir la colina, entre piedras y polvo que volaba en ventarrones tumultuosos. Quiso pensar que había escuchado a su madre, pero lo que encontró fue una troca que venía camino abajo, levantando nubes de polvo que cubrieron al pequeño perro. Mientras se alejaba el demencial ruidajal que producía la camioneta destartalada, el perrito se dio cuenta que no estaba muy equivocado, pues algunos pasos adelante se encontraba su madre muerta, con cuatro perritos siguiéndola. Corrió hacia ella, ladrando para que ella se detuviera y pronto, a sus ladridos se unieron los de otro perrito más. Volteó y miró que era otro de sus hermanitos que había encontrado, como él, el camino a casa.

Otros dos de los perritos prefirieron seguir el camino de la milpa, que enseñaba sus despojos con ufana crueldad. Se internaron los dos con inocente nerviosismo. Uno seguía al otro, que trataba de ubicar alguna fuente de comida con sus narices que no conocían nada. Husmeaba por aquí, rascaba por allá, y su hermanito lo seguía. Pasó entre un par de maíces podridos y se perdió de vista. El perrito que lo seguía se preocupo enseguida, en primer lugar porque su guía, su hermano, su único acompañante había desaparecido de súbito; pero en segundo, porque ahora no sabría cómo escapar de ese laberinto de cadáveres y rastrojo. Intentó huir hacia la izquierda pero se perdió y cuando viró a la derecha se perdió aún más. De pronto, el viento se coló entre las varas amarillentas y lo hicieron sentir el frío de la soledad.

El miedo se apoderaba poco a poco de él y lo hacía quedarse inmóvil dejándose enredar entre las fantasmales manos del terror que comenzaron sutilmente a encarnarse, convirtiéndose en un montón de ratas que tomaron al perrito de sorpresa y le arrastraron entre todas hasta su guardia con facilidad, pues opuso nula resistencia. Ahí, todavía respirando con dificultad, el perrito se llevó una grata sorpresa.

Junto a él yacía su hermano, desgarrado, con la piel hecha jirones, con las patitas desarticuladas pero con los ojitos mirándolo fijamente y dándole confianza. Sintiendo la compañía de su hermano, el perrito sintió el calor regresar a su cuerpo, y así, deliciosas mordidas de dolor lo desataban lentamente, le quitaban las cuerdas de la soledad y mientras el calor de su sangre le abandonaba, el calor de la alegría le daban bríos para correr cuanto antes y alcanzar a su hermano, que tan feliz y tranquilo se veía, pues había dado finalmente con su madre, quien se perdía nuevamente en la lejanía con todos sus hermanos. El perrito ahora estaba impaciente por que las ratas lo liberaran de la impotencia e incertidumbre en la que estaba sumido; tenía que llegar con sus hermanos, el olor a casa estaba demasiado cerca.

miércoles, 20 de febrero de 2008

La culpa la tiene Ford

Efectivamente es muy malo fumar. De hecho, cada vez que enciendo algún cigarrillo y lo fumo mientras me asoleo en la ventana, no puedo evitar sentir mis narinas irritadas y deshidratadas. ¡Ah cómo es malo el humo! De hecho, aplaudo la iniciativa por librar de las más de 13,000 (¿o eran 130000?) micropartículas altamente dañinas a los que evitan fumarse un cigarrito. Claro que la medida, como suele ocurrir en países donde el pensamiento político no llega más allá que al reparto de las canicas, quedo mal hecha y al vapor, tan es así que aún no ha entrado en vigor y ya le están haciendo reformas y añadiendo y quitando incisos y no sé qué tanto. En fin, en eso cavilaba mientras me embutía un montón más de moléculas cancerígenas mirando a los ríos de automóviles desfilar ante mis pupilas, cuando llegó a mi nariz un montón de humo de diesel. "¡Carajo!", pensé, "si vamos a proteger a los que no fuman, deberíamos proteger también a los que respiramos en la ciudad". Y entonces caí en cuenta de que no sólo el humo del tabaco te puede matar... también lo puede hacer el excesivo aire contaminante que emana de las pequeñas fabriquitas que andan todo el santo día dando guerra en una ciudad tan terriblemente destruida como la de México.

¿Y entonces? Si se prohibe fumar en lugares cerrados porque hace daño, ¿por qué no prohibir que la gente use su automóvil en un lugar cerrado como lo es la ciudad de México? O me van a decir que es muy seguido cuando sopla el viento y no se estancan los vapores letales en lo que con presunción llaman "olla express" que causa el vilipendiado y odiado por las siete hermanas, efecto invernadero. Por los efectos geológicos, la otrora ciudad de los palacios, se convierte en un lugar encerrado por todos lados, incluso por arriba. Pero claro, sería estúpida mi idea, sobre todo en un país donde el subdesarrollo se ve y se siente por todos lados. Donde las mafias de petroleros y fabricantes de automóviles se coluden para evitar que haya una solución de transporte público. Donde los jefes de gobierno no hacen otra cosa que preparar su escalera hacia la silla presidencial y si no la obtienen, entonces hacen plantones y desórdenes y en lugar de arreglar más las cosas, terminan desarreglándolas.

Se prohíbe fumar para salvarnos del maligno tabaco, ¿y las malignas moléculas de combustible quemado? ¿Esas no hacen daño? Por que si no hacen daño, entonces me retracto y me trago toda la tierra que he aventado. Pero de todos modos, aunque tuviera la razón, ¿de qué serviría esto? ¿A caso no estoy haciendo lo mismo que siempre critico, la eterna crítica y la eterna falta de iniciativas que funcionen? Yo, desde este trastornado espacio cibernético propondría algunas ideas, seguramente muchas de las cuales serían vitupereadas por personas que no saben leer bien, pero en fin, a mi estimado público que sí sabe se las comparto con especial vehemencia.

1. Sería indispensable diseñar un sistema de transporte que cumpla con las comodidades que te da el auto y que pueden entrar en un sistema público, entre las cuales destaco las siguientes: asientos cómodos, espacio suficiente para evitar tumultos, y quizás un poco de aire acondicionado los días calurosos. Del radio, ya se ocuparían Mac o Sony.

2. Las líneas podrían aprovechar la intrincada red de calles y avenidas y podrían establecerse una especie de cuadrícula sobre la ciudad, de modo que cada cinco cuadras hubiera alguna parada de autobús. Los espacios restantes, en donde ya no pasarían los automóviles, porque muchos preferirían al cómodo y relativamente accesible medio de transporte, podrían ser usados para reforestar y poner arbolitos que tan buena sombra nos dan y que ayudarían de alguna forma a retener los líquidos y a abundar las lluvias.

3. ¿Y la mafia de automotrices y todos los negocios que se derivan de ella? ¿A caso no les ha costado demasiado invertir en todas sus fábricas y demás instalaciones y papeles financieros y negocios y todo eso? Podría llegarse a un negocio, a un convenio, de tal forma que fueran ellas precisamente las que nos dieran los autobuses que tanto ansiamos y participarían en la repartición de concesiones para administrar los transportes, sin contar que serían ellos los que dotarían de refacciones.

4. ¿Y qué va a ser de las familias que han hecho de la vendimia en los embotellamientos su modus vivendi? Pues ahí sí no sé. Quizás podrían ser contratadas para mantener en orden las calles por donde pasarían los monstruos que tragan personas. Pero en fin, sería un negocio redondo y lo mejor, se bajarían bastante la emisión de gases envenenantes.

Pero, claro que todo esto hubiera sido mucho más fácil si se hubiera planeado desde los primeros tiempos. Pero claro, tenía que llegar Henry Ford con su gran idea, con su gran visión al introducir la línea de producción y ensamblaje para hacer muchos carros y baratos. Si el señor Ford, a quien mucho se le alaba su poca instrucción y su mucha visión, se hubiera puesto unos lentes y hubiera olvidado sus ganas de ser rico, quizás hubiera puesto al servicio de esa línea de producción, el transporte público. ¡Qué bueno que no se les ha ocurrido a los chinos hacer líneas de producción que bajen los precios de los aviones, pues de lo contrario, ya tendríamos más tráfico aéreo que el ya existente! En fin, sólo me resta seguir usando mi coche, hasta que a alguien se le ocurra algo mejor...

martes, 19 de febrero de 2008

rarezas del lenguaje 4: Pura sangre

Era necesario que Augusto pasara la prueba, pues de lo contrario, jamás podría vivir con su terroncito por siempre (siempre había soñado vivir por siempre con alguien y ese alguien había llegado, se había convertido en lo que él llamaba un ángel de amor (en su clasificación muy recóndita, podíamos encontrar tres tipos de ángeles, los ángeles de sangre, los ángeles melódicos y los ángeles de amor (sin embargo, si escarbamos bien en sus entrañas y nos damos cuenta de que los gregorismos se disuaden unos con otros, tenemos que los tres tipos de ángeles terminan atados entre sí por una cuerda que a la postre sería la fantástica actitud que mucho bien le hacen al humano (y que por lo visto ahora, más que antes y más que en mucho tiempo se ha agotado, ahogándose en un alud de razonamientos absurdos e ilógicos que sólo pueden existir como los átomos que muchos científicos se empeñan en traer a la realidad por breves microinstantes y que con ello se ufanan en descubrir nuevos elementos irreales e incapaces de soportar un segundo (una vida, una tormenta, un deseo, una lágrima, un torrente de risas y de escalofríos, una aguja, un jabón resbalando en los aires y surcando mares de inconsistencia y de llamas, un laúd que grita sus años al sol y que se congela con el gorgorismo de un santiamén, una serendipia que invade los seres más escondidos tallados en piedra pómez y requebrajados en un silbato de alegría e inconsistencias talmúdicas (porque quién nunca se ha preguntado si en los cielos pueden recorrer felices los caballos por horas, pensando que su naturaleza les fue dada para correr y surcar la libertad y que Dios quiere que sus criaturas le adoren por siempre y no se desvíen de sus modos preconcebidos, y que les resultaría imposible apreciar por siempre y en un instante al Señor y correr como lo manda su divina gracia (una gracia en la cual todos los seres quieren vivir ad eternitas y que la encuentran en los detalles más imprecisos y más individuales y más llenos de Dios y más celestiales (porque así le ocurrió a Augusto, quien finalmente había dado con ese arrocito mágico que todos tardan siglos en hallar y con el que se había topado casi sin querer (y ahora era menester pasar la prueba (el padre le diría que sólo tenía que hacerle un favor muy pequeño (realmente las dimensiones suelen ser completamente perceptivas, pues como lo dijo alguna vez Kant y lo rectificó Einstein, el espacio se encuentra en algún lugar intrincado dentro del cerebro, y en esta ocasión, el padre le pidió un favor muy pequeño del tamaño de un caballo (los caballos pura sangre eran los favoritos del padre quien, a cambio de su pequeña hija, sólo pedía que le trajeran uno de estos (Augusto no tenía idea de que sería realmente difícil hallar un caballo pura sangre (eso le trajo a la cabeza el recuerdo de una ocasión en que su padre le había enseñado a distinguirlos, no sin un poco de angustia (cuando un hombre se haya frente a una situación angustiante, tiende a sudar sangre (Jesucristo terminó con la frente perleada en carmesí después de orar en el monte de los olivos (este tipo de árbol se da muy cerca de los pastizales en donde recorren felices y libres los caballos en la magna contemplación de Dios (Augusto sabía que su único boleto para la contemplación de Dios se encontraba encerrado en el cuerpo de su ángel de amor así que sería preciso encontrar al caballo (nunca se imaginó que no sería más difícil encontrarlo que domarlo (domar siempre resulta de una imposición y la imposición se cobra con la sangre (como aquella vez cuando un hombre pidió a su futuro yerno un caballo pura sangre a cambio de su hija y el yerno le trajo pura sangre de caballo)))))))))))))))))))).

El fantasma de Macaría

Nuevamente, como lo había hecho por los últimos años (¿diez, veinte, quinientos, mil?), Isaac salía por la misma puertita y subía por la misma escalera hasta la copa de un manzano que tenía en el jardín anterior de su casa. Tomaba uno de los frutos y regresaba a su cocina, para ingerirla, pues sería su única comida en todo el día; tal y como había sido por los últimos años. Y entonces, una vez terminada la engorrosa operación de abastecerse con un poco de glucosa y algunos otros minerales y nutrimentos, se sentó en el sofá verde de su sala a esperar a que llegaran aquellos pequeños truhanes que sólo entraban a su casa para ver qué diablos podían robarle. Y siempre era lo mismo.

Un abusado entraba por la ventana o por el techo o por el sótano (siempre creían que habían encontrado la única entrada que nadie más había descubierto) y comenzaba a inspeccionar la casa de Isaac. Entonces, él se disponía a caminar lentamente y seguir con sus pasos lentos y pesados al intruso. Una vez que éste llegaba a su habitación principal, husmeaba entre los miles de cajones que tenía empotrados en la pared norte y ahí aguardaba Isaac, mirándolos fijamente, pacientemente hasta que el sujeto en turno no soportaba los ojos de Isaac y tenía que voltear para mirar y en cuanto sus ojos se encontraban con los de Isaac, un espanto helado asomaba en las facciones del individuo, quien salía corriendo dando tumbos y en algunas ocasiones, lesionándose de más.

Así había sido desde una vez en que había caído gravemente enfermo. No podía respirar y tenía continuas ganas de vomitar, hasta que un día dejó de sentir los terribles dolores y se puso de pie. Desde entonces comía las manzanas de su árbol (que siempre tenía manzanas) y desde entonces esperaba a que alguien entrara a su casa, y después de verlo, salía corriendo. Así fue hasta que un día, en el que esperaba volver a ver al ladrón y espantarlo como era su costumbre, se topó con una chiquilla de unos dos años, caminando sobre sus muebles con un aire de autoridad que espantó a Isaac. La niña no parecía ponerle mucha atención. Recorría con sus deditos regordetes cada uno de los estantes de Isaac, hasta que de pronto, atravesó una de las paredes con su mano, como si no existiera nada que se interpusiera entre ella y la pared.

Isaac cayó desmayado, pues no podía creer que aquella niñita fuera un fantasma. Sus ojos antiquísimos jamás habían visto uno y sería absurdo que ahora, en el dintel de la otra vida, a un paso de llegar a la eternidad prometida, se apareciera ante él. Todos sus esfuerzos por creer en lo que sus sagradas escrituras le habían enseñado se difuminarían en un espacio místico y donde la religión no cabía para explicar nada. Por eso decidió pensar que había sido un sueño y tan pronto recobró el sentido, se fue a un nicho en donde dispuso a pasar las últimas horas de la madrugada. Pero fue precisamente la voz que lo despertó la que lo regresó a su terrible realidad. Una madre pronunciaba a lo lejos "Macaria, Macaria, Macaria... ¡ven aquí Macaria", y poco a poco la sangre de Isaac se agolpó en sus venas, comenzando una estampida que buscaba escapar lo más pronto de su cuerpo y de esa situación tan atemorizante.

Más allá de lo que Isaac hubiera podido creer, decidió buscar a la pequeña niña. Siguió su instinto y después de bajar siete escalones y abrir trece ventanas, escuchó unos pasitos arrastrarse por la sala. Tomó un pequeño candelabro con el cual pensaba alumbrar la obscura habitación, pero no tenía la más remota idea de qué hacer en caso de entablar alguna conversación con la pequeña Macaria. Abrió con delicadeza la pesada puerta, temiendo espantar a la niña. Los pasitos delataban a la niña, Isaac sabía que ahí estaba, pero no veía nada. Sólo escuchaba sus pasos arrastrarse de aquí para allá pero por más que escudriñaba con sus ojos en la obscuridad, la pequeña no aparecía. Hasta que alzó la vista y encontró a la niña caminando en el aire, arrastrando los piecitos y jugando con una muñeca.

Isaac vomitó de la impresión y terminó arrodillándose ante la visión. La niña, que hasta el momento no le había prestado atención alguna, se sintió inquieta, y buscó a alguien en su cuarto, pero al ver que nada había, la inquietud se transformó en temor. Isaac vio cómo la niña se movía angustiada, pero nunca percibió su miedo, sólo sabía que un ángel o un espíritu lo estaba rondando y sus piernas viejas ya no respondían. Entonces, Macaria bajó los ojos y se encontró con los de Isaac. Sus pupilas se condensaron en una explosión de flujos y millones de galaxias se agolparon en un instante sobre los dos cuerpos. Ambos sabían que la visión que se les presentaba era la de un fantasma, pero no podían, no querían creerlo; estaban atrapados en un momento eterno que terminaría fugazmente pero que nunca los dejaría en paz. Lejos estaban de pensar, por el contrario, que lo único que veían era un espejo de electrones.