De niño había asistido al juicio de su tío abuelo Eliseo en los Estados Unidos. Lo acusaban de inmigrante indocumentado y todo el estado de California quería verlo de regreso a México. La realidad era que no soportaban su facilidad para pervertir a los ciudadanos con sus guisos exquisitos hechos con base en frijoles prietos. Las mujeres eran las que más lo detestaban, pues sus marido llegaban a descargar toda la venganza mexica en sus casas. Debido a que perder el voto de las mujeres sería letal para la vida política del gobernador, decidió tenderle una trampa a Eliseo y así fue como terminaron en un juicio que llevó varios meses. ¿Por qué varios meses? Porque una televisora se había empeñado en transmitir el juicio y había convencido al jurado de que una semana no sería suficiente para mantener el raiting. Lo conveniente fue tener un juicio de cuatro meses.
El día del veredicto se presentó la familia de Eliseo. El niño Góngora no podía dejar de mirar al alto juez entrar por la pequeña puerta de la izquierda. Llegó con una gran bata negra y se sentó. Una vez que todos tomaron asiento a su vez, procedió a sacar un gran mazo. El niño Góngora lo miró como si fuera el juguete más preciado en todo el mundo. El mazo yacía a un lado del vaso de agua del juez. Así pasó toda la mañana, hasta que el jurado dio su veredicto: "Encontramos a Eliseo... ¡Culpable por los delitos de...!". El juez dictó la sentencia con un aire acongojado, pues mandar a don Eliseo de regreso a México era equivalente a perder para siempre los guisos sabrosos. Pero en fin, la ley es la ley y la chamba es la chamba; el juez terminó por emitir su última palabra, tomó el mazo y lo sonó un par de veces. El niño Góngora había pasado toda la mañana esperando ese preciso momento y lo disfrutó en demacía... pero no era suficiente. Desde ese momento se prometió ser juez.
Pasaron los años y el niño Góngora se convirtió en el joven Góngora y después en el abogado Góngora. Se dedicó a forjar una carrera perfecta y de esa forma consiguió ser lo que siempre había querido ser: juez, quizás no el mejor juez, ni el más justo, pero era juez. Por tal motivo, era común escuchar a los abogado y colegas decirle: "Juez Góngora, ¿está seguro de que debemos mandar a estos tipos a la cárcel?". Al juez Góngora no le importaba un bledo si los enjuiciados paraban en los reclusorios justa o injustamente, a él le hacía feliz saber que había hecho su sueño realidad: ahora podía golpear con el mazo las veces que le diera la gana...
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