lunes, 7 de mayo de 2007

La maquina maldita PRIMERA PARTE

Existen en la Universidad Panamericana viejos cuentos en donde se reproducen una y otra vez las vivencias de aquellos que han sido contactados por seres que siguen atrapados en una dimensión parareal, que ni son de aquí ni son de allá. Algo así como lo que les pasa a los "paisas" que se van del otro lado, que ni se sienten de allá, pero tampoco son de aquí. Lo mismo ocurre con estos fantasmas, pero sin carne ni tapujos burgueses que los hagan sentirse fuera de lugar, o más bien, que los hagan sentirse dentro del lugar.

Los fantasmas de la Universidad, como la monja, o los muertos que fueron utilizados para que la gran obra del estacionamiento no se cayera, son cosa habitual en la vida de quienes laboran por los pasillo y sobre todo de aquellos que tienen que pasar el tiempo justamente cuando los chamacos gandallas y las mujercitas pubertas han dejado su aulas para dirigirse a la cama, propia o ajena, y continuar las faenas que han dejado inconlusas -esto no pasa en la UP, esto ocurriría en la UNAM. los chamacos de la UP se van a sus casitas o en su defecto a algún cafecillo que tenga a bien acogerlos-.

En esos momentos en que el silencio se apodera del lugar y defiende su territorio con un leve silbido, atemorizante capaz de volver loco al que ya está a tres de convertirse en un loco declarado, es cuando estas ánimas y demás criaturillas voraces y sin escrúpulos encuentran el cobijo para estirar sus patitas y comenzar a andar sin que nadie los interrumpa.

Por considerar que cuando el sol cae y se levantan las sombras es el momento propicio para que cualquier cantidad de entes y demás cosas invisibles se apareen en fiestas de lúgubres cintillas a la luz de la claridad de la luna, decidí cerrar las persianas de mi ventana, pues me disgustaría demasiado ver a las pequeñas criaturillas, ebrias de soledad, reírse de mí y jugarme alguna broma de mal gusto.

Yo terminaba mis faenas, a eso de las diez de la noche. Decidí que sería prudente acelerar el paso, pues mi automóvil había quedado resguardado en el temible estacionamiento que alberga cadáveres de personas que con sus almas sostienen los muros de concreto para evitar que más almas se unan a ellos.

Caminé por varios minutos al abrigo de una suave llovizna a través de las negras calles de Goya. El viento comenzaba a soplar más y más fuerte, por lo que fue prudente lanzarme con más velocidad para montar mi corcél de fierros plastificados hecho en méxico para una conocida marca japonesa. Mi pie se hundió en un charco tremebundo. Me cayeron algunas semillas llenas de espinas, maquiavélicos frutos de vida tirados por una especie de árbol que se siente encorajinado con la especie humana que los ha confinado a vivir, crecer, nacer y reproducirse, y por supuesto morir, atrapados por un cuadrado de concreto. Un coche pisó un bache y mojó mis pantalones, lo cual era bueno, pues ya no tenía pretexto para no lavarlos, además de que me sentí extrañamente orgulloso, porque el automóvil que pasó raudamente era un delorian A4 de aceleración múltiple y doble torniquete con spoilers a la hombrera y quemacocos incluido, no cualquier baratija.

A lo lejos, a unos diez o veinte metros alcancé a ver la puerta de la entrada de Rodin, y me sentí a salvo, pero ese sentimiento se esfumó y dio lugar a un súbito aumento de adrenalina cuando alcancé a divisar que los goznes se movían y crujían a la par de los truenos, y las grandes hojas de madera se cerraban para no volver a abrirse.

Corrí con fuerza y llegué en el momento justo en que el eco de las puertas cerradas se esparcía por el, ahora, ominoso lugar. Toqué con fuerza, esperando que el mozo de la puerta lograra escuchar mis golpes, adivinando que no habría caminado muy lejos. Efectivamente, unos diez o veinte segundos después, se abrió una pequeña ventanilla por donde se asomaron un par de ojos enmarcados en unas gafas de hierro.

"No puede pasar joven" me dijo una voz seca, profunda, lenta y sin vida. "No sea malo, no me tardé tanto. Déjeme pasar, se lo imploro", contesté mientras trataba de deshacer con la voz el nudo en la garganta que se me había formado, en parte por la temible visión que se materializaba ante mis ojos, y en parte por que el canijo frío ya estaba apretando con fuerza y hacía que mis músculos se enfríaran y en un intento por mantenerse calientes, se apretujaron tanto que sentía mi garganta cerrada como mente de pseudointelectual de izquierda, que le va a los pumas, que cree en Maradona resusitado y que piensa que la UNAM es el santuario elejido por los dioses para mantener a la raza cósmica fumando hierbas avejentadas y revolcándose entre los mismos de la subespecie, mientras pregonan que no hay más dios que AMLO -o el que esté en turno- ni mejor vida que una buena botella de chela, de preferencia Indio -hay que estar con la raza indígena aunque sea así- litro y cuarto, leyendo una incompleta biografía del che guevara y haciendo la despensa con las pejetarjetas para los pobrecitos ancianitos.

"Le dije que es imposible atravezar esta puerta", me volvió a rebatir la añeja voz que cada vez se oía más seca y cuya modulación lenta y exigua me hacía tragar saliva para no salir despavorido del lugar. "No sea así, ándele, déjeme pasar". "Es imposible...", "pero, pero, pero, agente de seguridad -por suerte recordé que no les gusta ser llamados polis, pues consideran a esa raza algo asqueroso y digno de las cloacas- no ve que se me ha hecho tarde". "Lo siento, no tengo las llaves, si no, con mucho gusto le abriría". Me hubiera dicho eso desde el principio.

Corrí desesperadamente hasta la entrada del casco antiguo, donde por suerte aún podía pasar. Entré aliviado y me dirigí hacia el túnel que conecta la Universidad con el estacionamiento. Pero antes de entrar al umbral, logré divisar una máquina de refrescos, y decidí que sería prudente lanzar una moneda para obtener a cambio una sabrosa lata de líquido efervescente, sabor registrado si fuera posible.

(Continuará...)

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