Una mañana fría en la playa de los troncos grandotes un joven llegó para disfrutar del oleaje. Había aprendido que lo mejor del mar está en las grandes olas que revientan con lentitud y permiten navegar en una tabla para sentir el roce del agua y del aire. Llegó a la playa de los troncos grandotes, que no tenía de esas olas sabrosas, una playa perra, que bien podía tragarse a una ballena o dejar que un bebé nadara sin más problema. El instinto traicionero del mar yacía en esas aguas turbulentas. Pero el joven no quiso hacer caso, es más, la gente del pueblo le decía que no había problema, que se zambullera y que después pasara con el tío Pepe a degustar unos tacos de pescado, y después con el tío Valentín (ahí todos son tíos y son amigos y familiares, hasta que llega la desgracia entonces todos se encierran) se podía echar una cervecita y con la tía Matilda podía conocer a una o dos quinceañeras. En fin, todo valía con tal que el joven y sus amigos dejaran sus dólares en el lugar.
Los intrépidos entraron al mar y bracearon varias veces en una búsqueda infructífera para encontrar la buena ola. Así, uno a uno fueron saliendo del líquido salado con movimiento propio (digan lo que digan, el mar está vivo) y sólo quedó el joven que se negaba a aceptar su derrota; que se negaba a aceptar la tregua que le daba el mar. Volvió a buscar las olas, nadó y nadó a la profundidad y de pronto, el mar se cansó de ser apacible, pero un tiburón curioso arruinó sus planes, pues quiso saber qué diantres flotaba ahí arriba. Subió y subió y subió y mordió aquel tronco que flotaba en el mar. Después desapareció. El mar estaba furioso, él quería tragarse al susodicho y la impertinencia del tiburón hizo que medio mundo se metiera al mar para rescatar al pobre estúpido transgresor. La mordida fue profunda y la lejanía de los centros de salud hizo que la sangre fluyera hacia el mar, que era todo lo que podía hacer, chuparle la vida al joven, ya que no habían dejado que se quedara entre sus brazos.
Los amigos decidieron que era tiempo de emigrar a playas menos terribles. Los pescadores, que veían el riesgo de perder su veta de oro lanzaron patrullas de oficiales de policía a traerles a los culpables de la desgracia. El primer día mataron a 11 tiburones, malditos, asesinos, impíos y desgraciados que no supieron respetar al patrón que traía los dólares. Animales estúpidos que no entendieron que el muchachito sólo quería nadar para buscar lo oculto, que sólo quería divertirse. Malditos animales, exterminadlos, que no importa que en un futuro ya no exista un mundo en donde vivir, porque lo que importa es tragar hoy.
PD: Así es el hombre y en general el Mexicano. Siempre busca chivos expiatorios de sus estupideces. Siempre realiza todo para mantener al cliente contento. No importa que lo demás se vaya al carajo, porque primero está la supervivencia, y después el qué dirán. No importa que el imprudente haya sido el chico, no, lo importante es buscar culpables. No importa que el imprudente sea el político, por no buscar más que su beneficio (como cualquiera o casi cualquiera en este país, e incluso en el mundo) y no para lo que fueron contratados y para mostrarnos que hacen bien su trabajo nos traen cadáveres de tiburones.
1 comentario:
¿supervivencia? ¿de una especie estúpida? No lo creo lo que el mexicano hace es prolongar su agonizante etapa de extinción.. Mediocres y rateros, hipócritas y embusteros, tragones y mentirosos... Son ellos y nosotros, pero ¿y entonces? ¿por qué no han desaparecido? ¿será porque no hay raza entre los mexicanos suficientemente fuerte para aplastar a la estúpidamente débil?
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