jueves, 13 de marzo de 2008

Del hipocondrio al miedo II

Lo había descubierto cuando era un pequeño niño. El terror que le causaba saber que cualquier gérmen proliferaba en él lo desvelaba. Una noche el doctor describió sádicamente cómo un tumor se apoderaba poco a poco de las células prostáticas de su padre. Describió con singular decoro cómo los dolores no dejarían dormir por las siguientes noches a ninguno de los habitantes de la casa. Así fue. El padre lloraba sin gritar. Gemía sin acongojarse y cuando pedía un poco de agua, el que fuera en su auxilio sólo se encontraba con el decrépito bulto humano al que se le salían los ojos envueltos en un hueco negro y espeso que se tragaba la vida a sorbos gordos por saber que esa misma se desvanecía con cada pulso del corazón.

Él no soportaba ver a su padre postrado, lleno de un halo blanquecino que olía a muerte y a desesperación y a impotencia y a todos los males del mundo reunidos alrededor del cadáver famélico de su padre, que todavía respiraba pero con extremoso dolor y agonía. El tormento había comenzado un verano y terminaba al siguiente, cuando finalmente el terco que se aferraba a la vida sin sentido, había dejado de luchar y había permitido que todo el cúmulo de electrones que formaban su vida, su alma, sus reflexiones y sus sentimientos se dispersara entre los demás que yacía invisibles entre todos los demás habitantes de la casa. Pero ese fue el comienzo de la agonía de Román.

Justamente esa noche, después del sepelio que duró una eternidad, pues su padre era un médico respetado por todos, y una caravana de cientos de personas se había dado cita en la pequeña casa, muy adornada y con lujos estóicos, para dar el último adiós a la persona que los había procurado día y noche y que ahora se llevaba al lugar al que todos pertenecemos los más ondos secretos del mundo, justamente después de que desfilara el último de los agradecidos, Román sintió el primer indicio de que él seguramente había adquirido por métodos místicos el cáncer prostático que había deplorado en un santiamén la dignidad del pater.

Desde esa noche sintió a la espada de Damocles realmente cerca, fulminante, amenzante, blandiéndose lentamente, en un moviemiento pendular desesperante sobre su cabeza. Todos tenemos esa espada colgándonos en la crisma pero sólo algunos tienen la dicha de verla reluciente sobre todos los miedos y todos los pecados y todas las ilusiones y todas las felicidades. Así lo sentía Román y el miedo se convirtió en su compañero.

Pronto el doctor le hizo ver que no tenía ninguna enfermedad y que todos los signos "clarísimos" que atestiguaban la enfermedad, no eran más que signos psicosomáticos. Román no lo creía así, no lo quería así. Sabía Pero por obra de magias ocultas a su razonamiento, estaba curado.

Años pasaron y no experimentó mayor complicación. Parecía que la terrible enfermedad de su padre se había diluido con la arrogancia del tiempo. Pero ahora extrañaba ese miedo que lo había cobijado por una eternidad. Extrañaba el sabor de las lágrimas rodando por sus mejillas mientras se preguntaba si esa sería la última noche que pasaba. Extrañaba el escozor en el cuello mientras sabía que la enfermedad lo corroía por adentro. Extrañaba saberse mortal. Extrañaba el movimiento pendular de la espada. Extrañaba el dolor insufrible del estómago producido por los deliciosos nervios. Extrañaba el placer que le había regalada saber que moriría, un extraño dolor dulce, sutil que le hacía respirar con dificultad, pero que le hacía sentirse vivo entre la muerte que en cualquier momento descargaría su guadañazo y terminaría esa tragedia. Había aprendido a convertir el terror en placer y ahora que estaba curado y que no había regresado su enfermedad, se sentía incompleto, se sentía solo y sabía que necesitaba volver a sentir aquella impía quemazón en los miembros, quemazón que se curaba con la humedad despedidad de su más recóndito ser, apagada por su sudor, alimentada por su sémen, deletiada por las plegarias lanzadas al cielo para que ese sufrimiento se esfumara, pero mantenido por los deseos más profundos de su corazón.

Ahora estaba curado. Por eso decidió entrar en la facultad que le permitía experimentar artificialmente aquel amor de su primera edad. Entró en las áulas llenas de estanería con pedazos de cuerpos mutilados en milimétrica perfección y flotando pacientes en formol. Entró de lleno a los libros médicos polvosos y manoseados, para conocer a detalle cada síntoma, cada hallazgo que le permitiera saber que un embrión de larva se cocía en su hígado y que le produciría cirrosis.

Y volvió a vivir. Volvió a sentir el pánico que le inflamaba el espíritu y le hacía gozoso. Volvió a vivir la muerte y a morir en vida; a sentir que era el único que sabía ver a la muerte rondando como olas de mar que se mezclan con las piedritas de arena, que no saben que están dentro del agua salada, porque nunca se han visto fuera de ella. Volvió a experimentar la sensualidad de la muerte mientras el dolor que le hacía conciente de ésta misma le gritaba que lo dejara de atormentar sin sentido.

"¡Ya no quiero estar enfermo!", gritaba su cerebro, que palidecía ante la evidencia de que una triquina se había enganchado en alguna de las células y que pronto proliferaría causándole estrago catastróficos. "¡Quiero vivir!", gritaba Román a nombre de su cuerpo, mientras su alma se regocijaba con ese miedo de no saber lo que pasaría. Y pronto, una prueba de laboratorio le deseperataba del sufrimiento y le hacía saber que no había triquina y que todo estaba en perfecto orden. Y entonces gozaba de saberse vivo y de haber vencido una vez más a la muerte.

Y pasaban algunos meses y el escozor por querer morir volvía a picarle las entrañas y volvía a ver llagas purulentas, carcomas en los lóbulos, pústulas, granos, orina verde, halitosis pestilente a gengibre, secreciones espumosas, y cualquier anomalía que le advirtiera que la muerte rondaba y que el miedo se agitaba en su ser y que quería romper las cadenas y que pasarían meses para saber la verdad.

Así vivía Román. Entre la vida y la muerte de un espejismo que lo tornaba invulnerable y desnudo a la vez. Que lo hacía dios y hombre, diablo y mujer. Que le arrancaba la vida a un ser que era él mismo y que se la entregaba nuevamente. Era un héroe y era el único que había vencido a la muerte de verdad.

Un día se cortó mal una uña, se gangrenó y el héroe que lo salvaba siempre se durmió en un lecho adolorido, cubierto de espumarajos y fiebres altísimas, y nunca escuchó los ruegos de Román que le pedía que parara la realidad. ¡Cómo hacerlo si nunca lo había hecho!

No hay comentarios: