martes, 18 de marzo de 2008

Del hipocondrio al miedo III

Doce horas intentando averiguar la causa del color violáceo de mi lengua. No logro adivinarlo y ya no quiero platicar con el doctor. Sólo termina diciéndome que deje mi hipocondria a un lado y que le llame cuando sea realmente una emergencia. Debo ir de vacaciones, salir de este espantoso trabajo que sólo termina por hacerme vomitar miedo. Es verdad que sólo iba a estar aquí para limpiar las salas. Eso cualquiera puede hacerlo. Incluso me causaba (me sigue causando) cierta curiosidad ver a las personas que sufrían el tormento del que se va y de lo que se llevan (sí, se llevan, con ene), y hasta me escabullía juguetonamente para echar una mirada de soslayo sobre el "finado" en turno. Pero todo ha cambiado desde que Cicerón fue encamado y tuve que suplirlo, primero nada más a llevar un ataúd a la camioneta pero después a acompañar al licenciado Hajj para que hiciera los procedimientos necesarios y poder llevar al difunto a la caja y a sus familiares a la otra caja.
Ahí fue donde la puerca torció el rabo. El licenciado Hajj me dijo que había resultado muy experto (¡yo en mi vida me había visto con los muertos!) y que de ese día en adelante sería yo su secretario personal. Así me enseñó todo lo necesario para poder corroborar efectivamente que el señor o señora (sólo será señorita por unas horas a sus dulces 14 o 15 años, después, ya no se puede comprobar) haya muerto realmente, porque de lo contrario, decía el licenciado, no se hacen devoluciones.
"¿Entonces cuáles son los signos que debo de revisar esta noche licenciado Hajj?". 
"Es muy sencillo Gomecito, fijate bien. La muerte es un proceso como todos los que ocurren en la vida, sólo que éste, al ser último de todos, ocurre cuando ya no hay vida. Es un poco complicado pero es fácil cuando te acostumbras. Lo que ocurre a nivel celular es muy curioso. En primer lugar, los cambios químicos de los fluidos y de los tejidos orgánicos que sobrevienen con la muerte hacen que el cadáver se enfríe progresivamente. Es a lo que llamamos algor mortis. El enfriamiento paulatino comenzará por las extremidades y partes superficiales y terminará por las partes profundas y en los  órganos internos. Para comprobarlo, se toma la temperatura superficial y rectal."
"¿Y yo tengo que tomar la temperatura?"
"No, de hecho eso lo habrá realizado el  médico. Pero para proteger la imagen de seriedad de nuestra empresa, y para evitar devoluciones, lo mejor será verificar dos veces. No se preocupe, al cliente no le molestará. Pero no me interrumpa. En seguida se produce una pérdida de elasticidad de los tejidos, especialmente las fibras epidérmicas y musculares, de manera que si pellizcamos la piel del cliente con una pinza de forcipresión y luego la aflojamos, los tejidos, que volverían a la normalidad en el vivo, persisten en el cadáver, a lo cual conocemos como el signo de Icard."
"¡Pero qué cosa tan increíble!"
"Así es. Estas son las pinzas y se usan así. ¿Entendió cómo?"
"Definitivamente. Por favor, siga explicando que esto es muy interesante."
"Me encantaría, pero tengo que hacerlo rápidamente, no podemos perder mucho el tiempo en un curso intensivo y por otro lado es necesario auxiliar a otro cliente. De forma que seré conciso."
El licenciado Hajj, a pesar de advertirme un curso breve y escueto, no tardó en demostrarme que la muerte no es algo tan simple y que se pueden encontrar muchos signos que te dejan saber lo que está ocurriendo sin verlo directamente. Finalmente llegamos al lugar y el licenciado Hajj me autorizó a bajar. 
"Será tu primera vez. Verás que será emocionante". 
Tocamos un par de veces y salió una señora con los ojos completamente rojos de tanto llorar. Nos miró y parecía que veía un hoyo negro que intentaba comérsela. "Pasen", nos dijo y franqueamos la puerta.

"¿Dónde está?", pregunté y  me llevaron con ella. Era una señora grave, de unos 150 o 170 kilos. Mi primera reacción fue de sorpresa. ¿Cómo demonios íbamos a llevar semejante... cliente? "No haga preguntas y limítese a hacer lo que le dije", me atizó el siempre atinado licenciado Hajj. Entonces empecé a tomar el pulso, nada. Puse una pequeña laminilla de papel humedecido con acetato de plomo que en seguida se ennegreció por el ácido sulfhídrico que emanaba el pulmón en descomposición. Toqué las palmas de sus manos, "¡utilice los guantes!", me inquirió rápidamente el licenciado Hajj, cosa que hice con presteza. Fría, el algor mortis se había consumado. "¿Hace cuánto falleció?" pregunté a la señora de los ojos papujos. "Unas dos horas". Efectivamente, ese cuerpo comenzaría a hacer notar su descomposición en una hora o menos, aunque si tomamos en cuenta que ahora lleva más tiempo la descomposición del cuerpo debido a los conservantes de los alimentos que comemos hoy en día, estaríamos hablando de dos horas o más. No había más que certificar que la difunta había muerto, ya que los signos clínicos eran elocuentes: pérdida de movimiento corporal, cese total de la respiración, que al ser de más de 20 minutos, había una clara muerte cerebral, a menos que la acción de los conservadores de la cliente le otorgara unas horas más de lucidez mortal; la cara estaba pálida, frente arrugada, ojos hundidos, nariz afilada, sienes deprimidas, vacías y arrugadas, orejas retraídas hacia arriba, labios colgantes, pómulos hundidos, mentón arrugado, piel seca y lívida. Era definitivo, la señora estaba bien muerta, no había posibilidad de reembolso y lo único que faltaba por resolver era quién diablos iba a transportar a la cliente hasta la camioneta que teníamos afuera. "Me encantaría hacerlo Gomecito, pero mi espalda no anda muy bien que digamos", la última pregunta estaba contestada. 

Pasaron varias semanas y ya me había convertido en un experto en la materia. Siempre llegaba con la víctima de nuestros precios y le hacía ver que el certificado sería extendido en menos de veinte minutos. Después procedía a la inspección primaria. Siempre igual, muerto hasta las narices, menos las uñas y el pelo, que a menos de que hubiera cremación, seguían su camino en la vida, sin darse cuenta de que su dueño los había abandonado días (a veces años) atrás. El licenciado Hajj me había dejado por fin solo y ahora me enfrentaba yo mismo a las inclemencias de mi nueva profesión. Ya había adquirido la frialdad que te da la rutina y no podía encontrar palabras de aliento para ninguna persona. En fin, ese no era mi trabajo. Así estuvo hasta que por alguna extraña razón me enfermé (esto fue real, no como los ataques de hipocondria de mis días mozos) y no pude ir a trabajar por diez días. 

El onceavo (domingo como buen católico) fue terrible para mí. Ya me había sentido recuperado, pero por alguna razón, el sábado por la noche me sentí horripilantemente descompuesto. No podía levantarme, no podía caminar, se me dificultaba ver las cosas, abrir los ojos, probar bocado. Dormí, dormí mucho tiempo, demasiado quizás. Los ojos se me cerraban solos y con angustia los trataba de abrir. Las miles de imágenes registradas en los últimos días se me venían como un montón de cajas cayendo sobre mí. Mujeres muertas, hombres pálidos, moribundos, respiraciones alentadas, niños con los ojos abiertos después de una traumática muerte, muerte por aquí, muerte por allá, cadáveres secos, cadáveres viejos, cadáveres tan vivos que parecían platicar con uno sobre los últimos momentos de su vida. Todos se agolpaban en mi cabeza y por un extraño momento, me di cuenta de que yo podía ser uno de ellos. 

Llevaba dos días enfermo y no sabía de qué. Los doctores no atinaban, y a mí se me atragantaban las ansias por salir de mi cama, pero el cuerpo no me obedecía. ¿No sería que me estaba muriendo y nadie se daba cuenta de ello? Sabía que la vista era el primer sentido que se perdía al morir y la inquietud me llenó de miedo cuando mis ojos se nublaban y por más que quería abrirlos no podía ver, y sólo se disparaban pequeñas lucecitas por todos lados. La respiración se me hacía lenta. No podía moverme con facilidad, era como si todos mis músculos poco a poco, a falta de circulación, se durmieran para siempre. El terror era evidente en mí y el sudor frío que recorría mi cabeza me hizo sentir un algor mortis repentino: la sangre se había detenido. 

¡Muerto! ¡Estaba muerto! Era como si mi cuerpo se hubiera convertido en un ataúd que encerraba a un cataléptico. Muerto y no podía ver claramente, no podía gustar, oler o sentir, y poco a poco el oído se apagaba. Puse mucha atención en mi cuerpo. Debía existir alguna esperanza una pequeña pulsación que me indicara que la hipocondria que me afectaba desde siempre no se había extrapolado sin sentido. No pude notar pulso en las arterias y no podía escuchar los latidos cardíacos. Mi mirada seguía obnubilada y pude observar mis dedos blancos, uno de ellos estaba comprimido contra el buró y en caso de estar vivo, se pondría azulado, mientra que en mí, ahora un cadáver seguía blanco. Recordé las instrucciones del licenciado Hajj "Ponga mucho ojo en lo siguiente, no se notará el movimiento del tórax ni se empañara un espejo colocado frente a nariz o boca del muerto", efectivamente no había movimiento en el tórax. "Los ojos se verán vidriosos y la piel pálida, las pupilas grandes y sin reacción de contracción ante una fuerte luz". No podía ver mis ojos, pero estaba seguro de la palidez de mi piel. La desesperación se apoderaba de mí y el tiempo me apretaba las coyunturas, y la voz del licenciado Hajj me llegó de nuevo "entre las 3 y 4 horas, aparecerá el rigor mortis que se aprecia en codos, rodillas y mandíbulas". Efectivamente, no veía, no podía abrir la boca todo estaba perdido. 

Alguien entró en la habitación, era el licenciado Hajj, "anda Gomecito, párate, que no puedes seguir haciendo esperar a los clientes. ¡Dios mío! Gomecito", tomó mi mano, pero evidentemente estaba rígida, como un muerte. "¡Dios bendito! Las pinzas, las pinzas." apretó mi piel y la marca no se deformó, la prueba de Icard no mentía. Me volteó con rapidez y el licenciado Hajj calló de espaldas al ver que habían aparecido manchas rojas y violáceas en mis glúteos y mi espalda. Mis ojos, al parecer no se habían cerrado del todo, y Hajj notó que la cornea, había tomado un aspecto lechoso. Marcó inmediatamente al servicio funerario "llevará unas 15 horas. Sí, Gomecito. Dios bendito, Dios bendito". El hecho de que no pudiera referir al mundo que estaba vivo, metido en una caja en putrefacción que estaba muerta, no hacía imposible que sintiera el traslado en una ambulancia sin suspensión y una calle llena de baches. Llegamos a la funeraria y alcancé a notar lo chirriante de la voz de Mesala, la niña que nos ayudaba con la tarea de embalsamar a los cuerpos. Introdujo dos algodones en mis narinas, para que los líquidos no salieran y dañaran mi cutis. En seguida, un líquido conservante me entra por un lado mientras que otro tubo drena la sangre y líquidos de mi cavidad abdominal. Por lo menos sé que mis vísceras no estallarán, aunque no sé a quién podrían estallarles, si no tengo familiares. En fin. 

Mesala sale inmediatamente. Sabe que drenar un cuerpo es un trabajo largo y tedioso. Entonces me doy cuenta de que la hipocondria me ha jugado una muy mala pasada. La sangre evacuando mi cuerpo me hace sentir la vida. Siento mis brazos y mis piernas. Siento los ojos que se me vuelven a iluminar. Siento que la boca la puedo mover. Pero es tarde. Los tapones en la nariz y en la garganta me impiden respirar. Estoy amortajado y no puedo moverme gran cosa, además de que la sustancia con formol que me invade poco a poco me lleva de la mano al valle de Θάνατος, en un hipnótico sueño, lento y tranquilo. Ahora sé qué se siente ser uno de los clientes, de los moradores de nuestras habitaciones lujosas. Ahora puedo decir que estuve en todas las facetas del trabajo funerario... bueno, sólo me faltó ser el que cobra.

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