lunes, 31 de marzo de 2008

¿Ah sí? II; Momentos Dramáticos I: El Rey León

Hace un par de semanas (el 14 de marzo, para ser exactos) me atreví a abrir un blog y postear, como dicen por acá. Ha sido un año bueno en el que me he dedicado a hacer lo que me gusta: escribir. Es un buen ejercicio tanto para el estilo como para el pensamiento, y en cierta forma hasta un desahogo. Claro, que no ha sido todo miel sobre hojuelas, entre la tesis (que acabé finalmente y próximamente publicaré) y la flojera que a veces me da para escribir en este medio electrónico, entre trompicones y combustión incandescente, entre villanos y loas, entre amigos y desconocidos, finalmente cumplí un año escribiendo. Gracias a ustedes que me han leído y que han aguantado la intermitencia de este espacio. Gracias por sus comentarios. Gracias por su atención y que esto cumpla un año más. 

Hace tiempo quería iniciar una serie de entradas donde pudiera compartir con ustedes las escenas que me han hecho llorar en el cine. De tal manera que empezaremos con la primera. El Rey León ha marcado un hito en la cinematografía de animación, por lo menos a lo que a mí respecta. No es por demás saber que está basada en la historia de Hamlet y por ello, es de reconocer el esfuerzo de la casa productora por buscar en los clásicos el hilo que diera vida a la película, y que la postre se convirtiera en un éxito taquillero rentable a través de los años. 

Sin embargo, este no es el punto. De lo que hablamos es de las escenas que arrancaron un violento esfuerzo por evitar que se derramaran las lágrimas, aunque imposible fuera ver nublado y sentir el cogote estallar. Tenía unos 10 años y mi padre andaba de viaje, por lo que "la muerte de Mufasa" fue un golpe duro para ver en el cine. ¿Disney matando a un personaje entrañable como Mufasa? Sí, este tipo de golpes dramáticos son los que le dan fuerza y vida a las obras y es de resaltar que a Disney no se le haya hecho "malo" contra su imagen incluir una escena tan fuerte y conmovedora. 

Aquí dejo el extracto en donde Mufasa pierde la vida a "patas" de los ñus en estampida, muestra clara de cómo se debe realizar una buena escena catártica clave que terminaría por darle sentido y nueva fuerza a la trama en la historia de "El Rey León". 




domingo, 30 de marzo de 2008

Un sueño

La cocina estaba hecha un desastre y para colmo no había comida en la alacena. ¿Solución? Ir al super más cercano. Pero ir al súper más cercano no es una buena opción en domingo. Es más, en domingo no es buena opción ir a ningún super, tianguis o mi mercado, todo es un desmerequetengue horripilante. Pero ni modo, hoy tenía que enfrentar tan terrible destino y me dije a mí mismo, "mi mismo, hazlo por la patria". 

Arranqué hacia el lugar que está a unas cinco cuadras de mi casa. Se trata del Gigante (que ahora está en sospechoso contubernio con Soriana) que se encuentra en Parque Delta. Esta plaza le ha venido a dar (más) en la madre a la intersección de Cuauhtémoc y Viaducto, y aunque este no es el punto, sí era el preludio de lo que vendría. 

Entrar al Gigante se convirtió en una tarea maratónica, encontrar un carrito fue una misión imposible. Sin carrito y medio engentado de entrada, ya llevaba puntos extra para recordársela al que se me pusiera enfrente. Fui por esto, llevé aquello y entre lo que me cabía en las manos y lo que podía echar en una pequeña canastilla incómoda, logré juntar un pequeño arsenal que nos alcanzará hasta la tarde. 

Me dirigí a las cajas. Ya sabía lo que encontraría pero no detuvo mi estrés en crecimiento. Filas enormes. Todos quieren hacer el super en domingo. Ni modo, a lo hecho pecho. Avanzamos a paso de tortuga. Una viejecita (la típica, ni más) ponía con una celeridad plutoniana sus enseres en la banda automática. Atrás de mí un tipo, que sólo llevaba una baguete, decidió que por sólo llevar una cosa no tenía que enfrentar al monstruo de las cajas. Se coló entre todos y llegó con la viejecita a la que sobornó con una sonrisa pueril y de mal gusto para que le pagara su pan. "Claro que sí mijito", pareció decir la viejita y el muy "listo" salió antes que todos. Por eso estamos como estamos, pensé. 

Finalmente y después de leer casi todas las revistas manoseadas que se encuentran en el área de cajas y registrar todos los productos que fueron discriminados llegó mi turno. Dejé mis cosas en la banda y pasaron los objetos uno por uno. La cuenta fue exacta y pagué exacto. Entonces vi al señor que estaba poniendo mis artículos en las bolsas reciclables (son reciclables, pero ¿realmente las reciclan? porque creo que solitas no se reciclan). Notó que lo miraba y entonces me dijo con sorna en los labios (no sarna, sorna) "Cuando era joven, un chiquillo, chamaco", utilizó su dedo para mostrarme el tamaño de muñeco de pilas que tendría en aquellos años, "veía a mi hermano mayor siendo un cerillo. ¡Ah! Cómo quería ser un cerillo como mi hermano  mayor, acomodando las cosas en las bolsas: esa era la verdad máxima, el modelo idóneo. ¡Cómo lo anhelé! ¡Cómo lo soñé! ¡Jugábamos a ser cerillos! Trabajé, me casé, puse un negocio, tuve familia y por supuesto, jamás volví a pensar en ser cerillo. Hace unos meses mis nueras me quitaron la casa, mi negocio quebró porque ya nadie lo atendía (yo no podía, ya no me da la vida para eso) y entonces mi sueño se cumplió. Sueña muchacho, sueña, pero sobre todo, ten cuidado con lo que sueñas, porque se puede volver realidad". 

Creo que con esas palabras olvidé todo el estrés de la mañana y me fui a mi casa. Creo que voy a soñar cosas menos trágicas de hoy en adelante. 

miércoles, 26 de marzo de 2008

Dios está de luto

Y mientras todos creen que tienen la razón (una enfermedad mental que podríamos bautizar como unamismo) el mundo se va de pique. ¿Por qué digo esto? Sencillo. Los de la izquierda le pegan duro y bonito a los de la derecha y los de la derecha rezongan entre labios para que con el dinero que tienen (y lo tienen ambos, porque ser de izquierda no quiere decir ser pobre, pobres los que creen que la izquierda busca enriquecerlos) pongan trabas a los de la izquierda, y terminamos viendo que ambas manos no sirven para una chingada. 

La molestia la expreso más porque la epidemia de dimes y diretes que no llegan a nada se ha expandido sigilosamente hasta los otrora medios de comunicación alternativos. Estos eran los bastiones que nos daban las noticias "sin sesgar" con un enfoque ajeno al que todos los demás decían. Parecían ser contestatarios, pero su mayor virtud era decir lo que otros callaban. Y de esta forma, el pensamiento diferente fue permeado por la corrosiva ambición de una izquierda afanosa en destruir lo establecido pero sin una idea real sobre cómo hacerlo. 

¿Por qué no? ¿A caso el sueño de la URSS ha dado frutos? ¿A caso China ha salido adelante sólo por sus ideas socialistas? ¿A caso Chávez con el puro socialismo va a crear una nueva forma de vida? Son ideas arcaicas que no tienen un fundamento real, porque se quedan en el ámbito de las ideas, un mundo en donde todo funciona de manera perfecta, el paraíso en la tierra: la imaginación. 

Pero sucede que no estamos en la imaginación, estamos en un mundo en donde todos debemos de vivir, y en donde el único idioma que todos conocen es el de la negociación y el sintagma que nadie quiere entender es de "ceder". ¿Por qué yo voy a ceder si he cedido por muchos años? Hay una cosa verdadera en eso, se ha cedido por muchos años, pero cuando se quiere mejorar con base en un movimiento revolucionario o en "medidas de resistencia pacífica" (en esta faceta de violencia donde no hay puños ni palos pero sí una violencia verbal y sobre todo una violencia de la polarización donde los pobres debemos de ir contra los ricos, porque son ellos los que nos han dado en la torre, y no los falsos ni los mentirosos ni los deshonestos ni los corruptos ni los tramposos, que de esos hay y en todos los estratos, los hay entre los pobres, entre los ricos, entre los políticos, entre los profesionistas y entre los mismos niños (porque hay quienes todavía creen que ser niño es ser un ser (valga la redundancia) ajeno a la adultez)) cuando se quiere mejorar con la descalificación de los unos contra los otros y con las groserías y con las patadas entonces nos damos cuenta de que seguimos en el hoyo. 

¿Por qué hablo de todo esto? ¿Por qué saco al tema los otrora medios de comunicación alternos? Por una razón sencilla. Hay un diario al que yo quería mucho y al que me gustaba llegar a extraer información por considerarlo ajeno al cochinero. Hablo de La Jornada, diario que tenía puntos de vista distintos y donde colaboraban supuestos intelectuales. Ahora veo que esos intelectuales no son más que "peleles" y "cachorros" de una ideología podrida en la impotencia y en la envidia. Ahora resulta que, según la Rayuela de hoy, hubo un "diagnóstico fallido" porque según los editores de este otrora noble periódico, "el tesoro de México no está en las aguas profundas del océano, sino en la plancha del Zócalo". Plancha del zócalo llenado por un AMLO resentido y con un único propósito: ser el elegido entre todos para que nos gobierne hacia quién sabe dónde (porqué estoy seguro que ni el mismo lo sabe). 

Y días antes fueron los primeros en hablar sobre la revolución que se está gestando en las montañas, y toda la semana pasada se la pasaron hablando de los "asesinatos" de los pobrecitos jóvenes mexicanos a manos de los "sangrientos" colombianos, cuando esos pobrecitos jóvenes ya tenían suficientes bellos en el fundillo para saber qué chingaos estaban haciendo y que estar en un campamento de guerrilla (un ente que le ha declarado la guerra a un estado y que por ende está en situación de guerra) no es estar en Coyoacán metiéndose mariguana y manteniendo al narco. Y así, desde que el pobrecito AMLO fue despojado de su trono, La Jornada se ha ladeado incontrolablemente hacia el otro extremo y ahora su mirada es completamente trastornado por el izquierdismo enfermizo y los vuelve tan útiles como los noticieros de López Dóriga que los seguidores de este tipo de periodismo se han encargado de ladillar hasta el cansancio. 

Ahora me doy cuenta de que lamentablemente de no ser por una derecha, periódicos como La Jornada no encontraría qué decir y moneros como Hernández no sabrían que dibujar y columnistas como Julio Hernández no sabrían hacia dónde enviar toda su bilis. Es definitivo, los que cobran en La Jornada deben su sueldo a la derecha. Si AMLO hubiera ganado, es probable que La Jornada no hubiera encontrado su nicho como ser diferente porque sería parte de lo mismo. Se hubiera ido a pique. Y como La Jornada, muchos periódicos e intelectuales tienen la misma suerte. El mundo se divide (como siempre), los hombres se matan (como siempre), reina la envidia y el cinismo (como siempre) y la "obra de Dios" hace que el propio creador, Dios, esté de luto (como siempre).  

martes, 18 de marzo de 2008

Del hipocondrio al miedo III

Doce horas intentando averiguar la causa del color violáceo de mi lengua. No logro adivinarlo y ya no quiero platicar con el doctor. Sólo termina diciéndome que deje mi hipocondria a un lado y que le llame cuando sea realmente una emergencia. Debo ir de vacaciones, salir de este espantoso trabajo que sólo termina por hacerme vomitar miedo. Es verdad que sólo iba a estar aquí para limpiar las salas. Eso cualquiera puede hacerlo. Incluso me causaba (me sigue causando) cierta curiosidad ver a las personas que sufrían el tormento del que se va y de lo que se llevan (sí, se llevan, con ene), y hasta me escabullía juguetonamente para echar una mirada de soslayo sobre el "finado" en turno. Pero todo ha cambiado desde que Cicerón fue encamado y tuve que suplirlo, primero nada más a llevar un ataúd a la camioneta pero después a acompañar al licenciado Hajj para que hiciera los procedimientos necesarios y poder llevar al difunto a la caja y a sus familiares a la otra caja.
Ahí fue donde la puerca torció el rabo. El licenciado Hajj me dijo que había resultado muy experto (¡yo en mi vida me había visto con los muertos!) y que de ese día en adelante sería yo su secretario personal. Así me enseñó todo lo necesario para poder corroborar efectivamente que el señor o señora (sólo será señorita por unas horas a sus dulces 14 o 15 años, después, ya no se puede comprobar) haya muerto realmente, porque de lo contrario, decía el licenciado, no se hacen devoluciones.
"¿Entonces cuáles son los signos que debo de revisar esta noche licenciado Hajj?". 
"Es muy sencillo Gomecito, fijate bien. La muerte es un proceso como todos los que ocurren en la vida, sólo que éste, al ser último de todos, ocurre cuando ya no hay vida. Es un poco complicado pero es fácil cuando te acostumbras. Lo que ocurre a nivel celular es muy curioso. En primer lugar, los cambios químicos de los fluidos y de los tejidos orgánicos que sobrevienen con la muerte hacen que el cadáver se enfríe progresivamente. Es a lo que llamamos algor mortis. El enfriamiento paulatino comenzará por las extremidades y partes superficiales y terminará por las partes profundas y en los  órganos internos. Para comprobarlo, se toma la temperatura superficial y rectal."
"¿Y yo tengo que tomar la temperatura?"
"No, de hecho eso lo habrá realizado el  médico. Pero para proteger la imagen de seriedad de nuestra empresa, y para evitar devoluciones, lo mejor será verificar dos veces. No se preocupe, al cliente no le molestará. Pero no me interrumpa. En seguida se produce una pérdida de elasticidad de los tejidos, especialmente las fibras epidérmicas y musculares, de manera que si pellizcamos la piel del cliente con una pinza de forcipresión y luego la aflojamos, los tejidos, que volverían a la normalidad en el vivo, persisten en el cadáver, a lo cual conocemos como el signo de Icard."
"¡Pero qué cosa tan increíble!"
"Así es. Estas son las pinzas y se usan así. ¿Entendió cómo?"
"Definitivamente. Por favor, siga explicando que esto es muy interesante."
"Me encantaría, pero tengo que hacerlo rápidamente, no podemos perder mucho el tiempo en un curso intensivo y por otro lado es necesario auxiliar a otro cliente. De forma que seré conciso."
El licenciado Hajj, a pesar de advertirme un curso breve y escueto, no tardó en demostrarme que la muerte no es algo tan simple y que se pueden encontrar muchos signos que te dejan saber lo que está ocurriendo sin verlo directamente. Finalmente llegamos al lugar y el licenciado Hajj me autorizó a bajar. 
"Será tu primera vez. Verás que será emocionante". 
Tocamos un par de veces y salió una señora con los ojos completamente rojos de tanto llorar. Nos miró y parecía que veía un hoyo negro que intentaba comérsela. "Pasen", nos dijo y franqueamos la puerta.

"¿Dónde está?", pregunté y  me llevaron con ella. Era una señora grave, de unos 150 o 170 kilos. Mi primera reacción fue de sorpresa. ¿Cómo demonios íbamos a llevar semejante... cliente? "No haga preguntas y limítese a hacer lo que le dije", me atizó el siempre atinado licenciado Hajj. Entonces empecé a tomar el pulso, nada. Puse una pequeña laminilla de papel humedecido con acetato de plomo que en seguida se ennegreció por el ácido sulfhídrico que emanaba el pulmón en descomposición. Toqué las palmas de sus manos, "¡utilice los guantes!", me inquirió rápidamente el licenciado Hajj, cosa que hice con presteza. Fría, el algor mortis se había consumado. "¿Hace cuánto falleció?" pregunté a la señora de los ojos papujos. "Unas dos horas". Efectivamente, ese cuerpo comenzaría a hacer notar su descomposición en una hora o menos, aunque si tomamos en cuenta que ahora lleva más tiempo la descomposición del cuerpo debido a los conservantes de los alimentos que comemos hoy en día, estaríamos hablando de dos horas o más. No había más que certificar que la difunta había muerto, ya que los signos clínicos eran elocuentes: pérdida de movimiento corporal, cese total de la respiración, que al ser de más de 20 minutos, había una clara muerte cerebral, a menos que la acción de los conservadores de la cliente le otorgara unas horas más de lucidez mortal; la cara estaba pálida, frente arrugada, ojos hundidos, nariz afilada, sienes deprimidas, vacías y arrugadas, orejas retraídas hacia arriba, labios colgantes, pómulos hundidos, mentón arrugado, piel seca y lívida. Era definitivo, la señora estaba bien muerta, no había posibilidad de reembolso y lo único que faltaba por resolver era quién diablos iba a transportar a la cliente hasta la camioneta que teníamos afuera. "Me encantaría hacerlo Gomecito, pero mi espalda no anda muy bien que digamos", la última pregunta estaba contestada. 

Pasaron varias semanas y ya me había convertido en un experto en la materia. Siempre llegaba con la víctima de nuestros precios y le hacía ver que el certificado sería extendido en menos de veinte minutos. Después procedía a la inspección primaria. Siempre igual, muerto hasta las narices, menos las uñas y el pelo, que a menos de que hubiera cremación, seguían su camino en la vida, sin darse cuenta de que su dueño los había abandonado días (a veces años) atrás. El licenciado Hajj me había dejado por fin solo y ahora me enfrentaba yo mismo a las inclemencias de mi nueva profesión. Ya había adquirido la frialdad que te da la rutina y no podía encontrar palabras de aliento para ninguna persona. En fin, ese no era mi trabajo. Así estuvo hasta que por alguna extraña razón me enfermé (esto fue real, no como los ataques de hipocondria de mis días mozos) y no pude ir a trabajar por diez días. 

El onceavo (domingo como buen católico) fue terrible para mí. Ya me había sentido recuperado, pero por alguna razón, el sábado por la noche me sentí horripilantemente descompuesto. No podía levantarme, no podía caminar, se me dificultaba ver las cosas, abrir los ojos, probar bocado. Dormí, dormí mucho tiempo, demasiado quizás. Los ojos se me cerraban solos y con angustia los trataba de abrir. Las miles de imágenes registradas en los últimos días se me venían como un montón de cajas cayendo sobre mí. Mujeres muertas, hombres pálidos, moribundos, respiraciones alentadas, niños con los ojos abiertos después de una traumática muerte, muerte por aquí, muerte por allá, cadáveres secos, cadáveres viejos, cadáveres tan vivos que parecían platicar con uno sobre los últimos momentos de su vida. Todos se agolpaban en mi cabeza y por un extraño momento, me di cuenta de que yo podía ser uno de ellos. 

Llevaba dos días enfermo y no sabía de qué. Los doctores no atinaban, y a mí se me atragantaban las ansias por salir de mi cama, pero el cuerpo no me obedecía. ¿No sería que me estaba muriendo y nadie se daba cuenta de ello? Sabía que la vista era el primer sentido que se perdía al morir y la inquietud me llenó de miedo cuando mis ojos se nublaban y por más que quería abrirlos no podía ver, y sólo se disparaban pequeñas lucecitas por todos lados. La respiración se me hacía lenta. No podía moverme con facilidad, era como si todos mis músculos poco a poco, a falta de circulación, se durmieran para siempre. El terror era evidente en mí y el sudor frío que recorría mi cabeza me hizo sentir un algor mortis repentino: la sangre se había detenido. 

¡Muerto! ¡Estaba muerto! Era como si mi cuerpo se hubiera convertido en un ataúd que encerraba a un cataléptico. Muerto y no podía ver claramente, no podía gustar, oler o sentir, y poco a poco el oído se apagaba. Puse mucha atención en mi cuerpo. Debía existir alguna esperanza una pequeña pulsación que me indicara que la hipocondria que me afectaba desde siempre no se había extrapolado sin sentido. No pude notar pulso en las arterias y no podía escuchar los latidos cardíacos. Mi mirada seguía obnubilada y pude observar mis dedos blancos, uno de ellos estaba comprimido contra el buró y en caso de estar vivo, se pondría azulado, mientra que en mí, ahora un cadáver seguía blanco. Recordé las instrucciones del licenciado Hajj "Ponga mucho ojo en lo siguiente, no se notará el movimiento del tórax ni se empañara un espejo colocado frente a nariz o boca del muerto", efectivamente no había movimiento en el tórax. "Los ojos se verán vidriosos y la piel pálida, las pupilas grandes y sin reacción de contracción ante una fuerte luz". No podía ver mis ojos, pero estaba seguro de la palidez de mi piel. La desesperación se apoderaba de mí y el tiempo me apretaba las coyunturas, y la voz del licenciado Hajj me llegó de nuevo "entre las 3 y 4 horas, aparecerá el rigor mortis que se aprecia en codos, rodillas y mandíbulas". Efectivamente, no veía, no podía abrir la boca todo estaba perdido. 

Alguien entró en la habitación, era el licenciado Hajj, "anda Gomecito, párate, que no puedes seguir haciendo esperar a los clientes. ¡Dios mío! Gomecito", tomó mi mano, pero evidentemente estaba rígida, como un muerte. "¡Dios bendito! Las pinzas, las pinzas." apretó mi piel y la marca no se deformó, la prueba de Icard no mentía. Me volteó con rapidez y el licenciado Hajj calló de espaldas al ver que habían aparecido manchas rojas y violáceas en mis glúteos y mi espalda. Mis ojos, al parecer no se habían cerrado del todo, y Hajj notó que la cornea, había tomado un aspecto lechoso. Marcó inmediatamente al servicio funerario "llevará unas 15 horas. Sí, Gomecito. Dios bendito, Dios bendito". El hecho de que no pudiera referir al mundo que estaba vivo, metido en una caja en putrefacción que estaba muerta, no hacía imposible que sintiera el traslado en una ambulancia sin suspensión y una calle llena de baches. Llegamos a la funeraria y alcancé a notar lo chirriante de la voz de Mesala, la niña que nos ayudaba con la tarea de embalsamar a los cuerpos. Introdujo dos algodones en mis narinas, para que los líquidos no salieran y dañaran mi cutis. En seguida, un líquido conservante me entra por un lado mientras que otro tubo drena la sangre y líquidos de mi cavidad abdominal. Por lo menos sé que mis vísceras no estallarán, aunque no sé a quién podrían estallarles, si no tengo familiares. En fin. 

Mesala sale inmediatamente. Sabe que drenar un cuerpo es un trabajo largo y tedioso. Entonces me doy cuenta de que la hipocondria me ha jugado una muy mala pasada. La sangre evacuando mi cuerpo me hace sentir la vida. Siento mis brazos y mis piernas. Siento los ojos que se me vuelven a iluminar. Siento que la boca la puedo mover. Pero es tarde. Los tapones en la nariz y en la garganta me impiden respirar. Estoy amortajado y no puedo moverme gran cosa, además de que la sustancia con formol que me invade poco a poco me lleva de la mano al valle de Θάνατος, en un hipnótico sueño, lento y tranquilo. Ahora sé qué se siente ser uno de los clientes, de los moradores de nuestras habitaciones lujosas. Ahora puedo decir que estuve en todas las facetas del trabajo funerario... bueno, sólo me faltó ser el que cobra.

jueves, 13 de marzo de 2008

Del hipocondrio al miedo II

Lo había descubierto cuando era un pequeño niño. El terror que le causaba saber que cualquier gérmen proliferaba en él lo desvelaba. Una noche el doctor describió sádicamente cómo un tumor se apoderaba poco a poco de las células prostáticas de su padre. Describió con singular decoro cómo los dolores no dejarían dormir por las siguientes noches a ninguno de los habitantes de la casa. Así fue. El padre lloraba sin gritar. Gemía sin acongojarse y cuando pedía un poco de agua, el que fuera en su auxilio sólo se encontraba con el decrépito bulto humano al que se le salían los ojos envueltos en un hueco negro y espeso que se tragaba la vida a sorbos gordos por saber que esa misma se desvanecía con cada pulso del corazón.

Él no soportaba ver a su padre postrado, lleno de un halo blanquecino que olía a muerte y a desesperación y a impotencia y a todos los males del mundo reunidos alrededor del cadáver famélico de su padre, que todavía respiraba pero con extremoso dolor y agonía. El tormento había comenzado un verano y terminaba al siguiente, cuando finalmente el terco que se aferraba a la vida sin sentido, había dejado de luchar y había permitido que todo el cúmulo de electrones que formaban su vida, su alma, sus reflexiones y sus sentimientos se dispersara entre los demás que yacía invisibles entre todos los demás habitantes de la casa. Pero ese fue el comienzo de la agonía de Román.

Justamente esa noche, después del sepelio que duró una eternidad, pues su padre era un médico respetado por todos, y una caravana de cientos de personas se había dado cita en la pequeña casa, muy adornada y con lujos estóicos, para dar el último adiós a la persona que los había procurado día y noche y que ahora se llevaba al lugar al que todos pertenecemos los más ondos secretos del mundo, justamente después de que desfilara el último de los agradecidos, Román sintió el primer indicio de que él seguramente había adquirido por métodos místicos el cáncer prostático que había deplorado en un santiamén la dignidad del pater.

Desde esa noche sintió a la espada de Damocles realmente cerca, fulminante, amenzante, blandiéndose lentamente, en un moviemiento pendular desesperante sobre su cabeza. Todos tenemos esa espada colgándonos en la crisma pero sólo algunos tienen la dicha de verla reluciente sobre todos los miedos y todos los pecados y todas las ilusiones y todas las felicidades. Así lo sentía Román y el miedo se convirtió en su compañero.

Pronto el doctor le hizo ver que no tenía ninguna enfermedad y que todos los signos "clarísimos" que atestiguaban la enfermedad, no eran más que signos psicosomáticos. Román no lo creía así, no lo quería así. Sabía Pero por obra de magias ocultas a su razonamiento, estaba curado.

Años pasaron y no experimentó mayor complicación. Parecía que la terrible enfermedad de su padre se había diluido con la arrogancia del tiempo. Pero ahora extrañaba ese miedo que lo había cobijado por una eternidad. Extrañaba el sabor de las lágrimas rodando por sus mejillas mientras se preguntaba si esa sería la última noche que pasaba. Extrañaba el escozor en el cuello mientras sabía que la enfermedad lo corroía por adentro. Extrañaba saberse mortal. Extrañaba el movimiento pendular de la espada. Extrañaba el dolor insufrible del estómago producido por los deliciosos nervios. Extrañaba el placer que le había regalada saber que moriría, un extraño dolor dulce, sutil que le hacía respirar con dificultad, pero que le hacía sentirse vivo entre la muerte que en cualquier momento descargaría su guadañazo y terminaría esa tragedia. Había aprendido a convertir el terror en placer y ahora que estaba curado y que no había regresado su enfermedad, se sentía incompleto, se sentía solo y sabía que necesitaba volver a sentir aquella impía quemazón en los miembros, quemazón que se curaba con la humedad despedidad de su más recóndito ser, apagada por su sudor, alimentada por su sémen, deletiada por las plegarias lanzadas al cielo para que ese sufrimiento se esfumara, pero mantenido por los deseos más profundos de su corazón.

Ahora estaba curado. Por eso decidió entrar en la facultad que le permitía experimentar artificialmente aquel amor de su primera edad. Entró en las áulas llenas de estanería con pedazos de cuerpos mutilados en milimétrica perfección y flotando pacientes en formol. Entró de lleno a los libros médicos polvosos y manoseados, para conocer a detalle cada síntoma, cada hallazgo que le permitiera saber que un embrión de larva se cocía en su hígado y que le produciría cirrosis.

Y volvió a vivir. Volvió a sentir el pánico que le inflamaba el espíritu y le hacía gozoso. Volvió a vivir la muerte y a morir en vida; a sentir que era el único que sabía ver a la muerte rondando como olas de mar que se mezclan con las piedritas de arena, que no saben que están dentro del agua salada, porque nunca se han visto fuera de ella. Volvió a experimentar la sensualidad de la muerte mientras el dolor que le hacía conciente de ésta misma le gritaba que lo dejara de atormentar sin sentido.

"¡Ya no quiero estar enfermo!", gritaba su cerebro, que palidecía ante la evidencia de que una triquina se había enganchado en alguna de las células y que pronto proliferaría causándole estrago catastróficos. "¡Quiero vivir!", gritaba Román a nombre de su cuerpo, mientras su alma se regocijaba con ese miedo de no saber lo que pasaría. Y pronto, una prueba de laboratorio le deseperataba del sufrimiento y le hacía saber que no había triquina y que todo estaba en perfecto orden. Y entonces gozaba de saberse vivo y de haber vencido una vez más a la muerte.

Y pasaban algunos meses y el escozor por querer morir volvía a picarle las entrañas y volvía a ver llagas purulentas, carcomas en los lóbulos, pústulas, granos, orina verde, halitosis pestilente a gengibre, secreciones espumosas, y cualquier anomalía que le advirtiera que la muerte rondaba y que el miedo se agitaba en su ser y que quería romper las cadenas y que pasarían meses para saber la verdad.

Así vivía Román. Entre la vida y la muerte de un espejismo que lo tornaba invulnerable y desnudo a la vez. Que lo hacía dios y hombre, diablo y mujer. Que le arrancaba la vida a un ser que era él mismo y que se la entregaba nuevamente. Era un héroe y era el único que había vencido a la muerte de verdad.

Un día se cortó mal una uña, se gangrenó y el héroe que lo salvaba siempre se durmió en un lecho adolorido, cubierto de espumarajos y fiebres altísimas, y nunca escuchó los ruegos de Román que le pedía que parara la realidad. ¡Cómo hacerlo si nunca lo había hecho!

jueves, 6 de marzo de 2008

Del hipocondrio al miedo I

Vanessa corría por su casa cuando se topó con un libro de epidemiología. A sus siete años de edad, y recién descubierta la habilidad de hilar fonemas para abstraer significados, quiso hojearlo. Para su buena suerte, contaba con muchas fotografías, esquemas e imágenes; para su mala suerte, describían síntomas y signos clínicos de diversas enfermedades dermatológicas. Un cuadro con llagas subcutáneas llenas de pus, una lámina de una biopsia realizada a un cúmulo de pedazos de piel llena de costras y una fotografía explícita de unos labios inflamados, pustulosos y repletos de cándida hicieron que la piel de Vanessa comenzara a hormiguear y sus ojos a estallar, sus manos quería alejar aquella publicación escandalosa pero su curiosidad las forzaba a continuar pasando las hojas. Una tras otra, le mostraron enfermedades insospechadas por ella, cubriendo poco a poco su cerebro que era una esponja. 

Cuando fue a dormir, no podía alejar de ninguna manera aquellas imágenes tan perturbadoras. Sus sueños construyeron un dique enorme en donde desfilaban cientos de heridas que se quejaban y olían a papel. Las heridas caminaban sobre una superficie blanda en una calzada de piedras larga y angosta que era flanqueada por varios litros de agua de mar que elevaba sus crestas en un río de pus. La barca en la que iban las heridas y la propia Vanessa, de pronto se llenaban del líquido rojo del mar y una violenta ola de tierra y gusanos tiraba la endeble barca al fondo. Vanessa sentía cómo la succión de ese lodazal le abría los ojos y terminaba por ver una espesura inmensa. Estaba, al parecer, cubierta por espumarajos y gasas y por más que caminaba entre algodones quirúrgicos y unas bicicletas, no podía retener las ganas de comer unas ricas paletas de agua que se encontraban a lo lejos. En el hospital en donde caminaba sin tener ningún rumbo, se dio cuenta de que las goteras eran un suero que desprendía inclementes charcos que poco a poco llenaban el piso de la clínica. No pudo evitarlo. Se resbaló y cayó en el tórax de un herido purulento que la abrazaba con la fiereza de sus dos pinzas. 

Vanessa gritó y se levantó de la cama. El miedo mojaba su frente y le provocaba agitación. Salió del lecho un tanto nerviosa y caminó lentamente a su espejo. Encendió la pequeña lamparita que adornaba el tocador. Miró fijamente sus mejillas. Estaban bien. ¿Estaban bien? Dio una ojeada más cercana. La tenue luz no era suficiente, pues adivinaba unas pequeñas ronchas debajo de los ojos... y en los labios. Demonios, tenía que comprobar que era sólo una ilusión de las sombras y de la luz amarillenta de su lamparita. Salió presurosa al baño y encendió la luz blanca y potente. Con un poco de temor, pero más ganas de saber qué diablos pasaba, miró su rostro. Rosado como siempre había sido, pero nunca había notado que era tan rosado. Tenía que estar segura de que no había manchas. Fijó la mirada en el reflejo de su rostro, unas pequeñas manchas rojas comenzaron a aparecer lentamente. Se frotó los ojos. No estaban. Miró fijamente, ahí estaban. ¿Qué podía ser, a caso...? Abrió la boca y jaló su labio inferior para ver el lado húmedo de él. Intensas manchas rojas encontró y un pequeño hoyito. No había duda, estaba enferma. 

Corrió al libro demoniaco que le había enseñado a entender los signos. Lo abrió y buscó desesperadamente la hoja que contenía la sintomatología que había prescrito el espejo. Pasó nuevamente por el desfile terrible de enfermos terminales enseñando sus heridas más sangrientas y grotescas. Miró una imagen, vio los puntos de la mujer ¿podía ser? Tal vez. Siguió con la otra página. Más signos parecidos. Prurito, rush cutáneo, eritemas, nódulos rojos que se volvían azulados y luego marrones, llagas en la boca que producían dificultad para comer, ronchas rojas, ampollas, salpullidos, irritaciones, abscesos, todos se abalanzaron estrepitosamente contra Vanessa tirándola al suelo, engulléndola, sometiéndola, arrancándole los cabellos, golpeándola contra el suelo, escupiéndole, estrujándola con crueldad, inmovilizándola. Quería gritar pero era imposible hacerlo sin dejar de sentir; por eso prefirió hacerse un ovillo y olvidarlo todo. 

Los dientes de cada uno se clavaban filosamente en su piel, todo estaba perdido. Estaba olvidada entre un montón de criaturas apestosas y repulsivas. Cada centímetro de ella sentía cómo se apoderaban lentamente de sus órganos, de su piel, de su cabello, de sus ojos, de sus huesos, de su sangre y lentamente se zambullían y se apropiaban de centímetros enormes de ectoplasma de cada una de sus células. Obscuridad. Obscuridad agónica. Lenta. Silencio. Nada. ¿Nada? Luz. ¡Luz! Los brazos cálidos de su madre la rodearon. Por fin una cara conocida, por fin un olor que repelía a las infecciones y las enfermedades. "Mi héroa", dijo Vanessa y durmió. Su madre estaba extrañada de encontrar a su hija en el suelo. "Duerme, duerme chiquita, duerme". Acarició el rostro de su Vanessa, ese rostro angelical, depurado, inmaculado. "Todo está bien", sólo que no sabía que una maldición se había apoderado de su hija para siempre. 

martes, 4 de marzo de 2008

Con razón...

Hacía siglos que no utilizaba una PC. El día de hoy, a mi padre le regalaron -por meritorios años en el campo de batalla del mundo laboral- una lap top. Tuve que ir a recogerla, pues le era imposible hacerlo a él. El señor que se la regaló tiene sus oficinas en uno de los rincones más insospechados de esta ciudad. Se encuentra a algunos pasos del restaurante La Curva, ricos mariscos se venden en dichoso lugar, y éste a su vez se encuentra a algunos pasos de Televisa San Ángel. 

El buen señor Manuel me dijo que la recogiera y me dio instrucciones para llegar sano y salvo entre la enmarañada red de calles terriblemente congestionadas de la ciudad. Lo que más me sorprendió en esta pequeña aventura fue encontrar una de las calles con el nombre más folklórico que jamás haya visto: Don Manuelito. Vas sobre la avenida Toluca, y después de pasar la dichosa Curva, te encuentras con una calle no mayor a 200 metros (no es nada pequeña). Esa es la calle de Don Manuelito, dichoso señor que vendía por ahí tortas y demás productos para los hambreados trabajadores. 

Pero este no es el punto de esta entrada. De hecho, la anterior es la parte, por llamarla así, chusca. Lo que vengo yo a contarles es que ya había olvidado las jodas que te dan al traer una PC. Primero, la desempacas y la prendes. Parece que hasta todo iba perfectamente bien. Pero no, ahora tenía que instalar las cosas. Se tardo años, pero finalmente se consiguió. ¿Y ahora? El primer escollo vino cuando tuve que activar el mentado Norton. A que chinga, sobre todo porque a la compu todavía no se le ha activado bien el WLAN (pues necesito algunos numeritos) y la instalación del producto no pudo ser finalizada exitosamente. 

En fin, me dije, lo que a mí me interesa es saber si el pinche Word sirve. Abrí la mentada aplicación y me salen con la jalada de que hay que introducir el pinche código. Lo busqué y encontré una etiqueta que decía "Certificate of Authenticity". Ya chingué. Introduje los números. No acepta los ceros (me dice la inteligente computadora). ¿Y ahora qué hago, si hay como tres ceros? Me chingó. 

Entré a Internet a la pitera página contra la piratería del buen Billy Gates. Busco y me dice la página al más puro estilo de una recepcionista muy amable pero inservible "Usted desea activar su software". "Ajá sí". "¿Tiene el código de autenticidad?". "Ajá sí". "¿Viene en una etiqueta como estas (se despliegan unas imágenes con etiquetas)?". "Ajá sí". "Pase a la siguiente ventana". "Paso". "...". "¿Qué pasó?", la mentada página no me ayudaba absolutamente. 

En todos lados había links para convencer al público de que era por nuestro bien y del mundo entero que todos tuviéramos certificados de autenticidad, pero no había ninguno que te dijera cómo chingadamadre (perdonen sus mercedes, pero así se dice) se activaba el jodido código. Finalmente, entre uno de los vínculos apareció la posible solución: "el Key Number está debajo de su equipo". "Ahhhhhh, hubieran dicho eso antes". Lo busqué y lo encontré. Abrí Word, me pide la dichosa clave, la introduzco... "Su contraseña no es válida, busque bien y anótela correctamente". "¿?". Vuelvo a verificar, vuelvo a escribir. "¿Que no me entendió bruto, su contraseña no es válida, fíjese bien tarado, pinche miope, anote con propiedad". "Ta bien, ta bien, pero sin alburear ¡eh!". 

Entro de nueva cuenta a la inservible página de Mr. Gates. Nada. Intento nuevamente con la clave. También nada. Me cae el veinte, sólo te dan una pinche pruebita de unos cuantos pinchurrientos días para que les compres la mentada aplicación. ¡Como si no supiéramos ya para qué sirve el Word y todo lo que te brinda esta herramienta! ¡Por qué no dicen esto desde el principio! ¡Por qué no hacen las cosas fáciles como Mac! Me consuelo, no por nada, en unos diez años, los ipods van a sustituir todo y Bill Gates se dará cuenta de que sus chingaderas de andar protegiendo sus productos a lo güey (porque se pueden proteger de forma que a todos, sobre todo a sus clientes, les guste el asunto) valieron para puro... sorbete. 

Moraleja: mientras más conozco las PC's, más quiero a mi chingada Mac...