Este par de semanas se han convertido en una verdadera agonía y resurrección, pausadas e intermitentes, en donde el futuro aparece y se desvanece con igual soltura. Pero como bien dicen los optimistas, no hay mal que dure cien años ni nadie que los aguante. Así que, esperanzado en que la bonanza llegará y dejaré de arruinar mis desayunos con pan tostado y miel seca pensando en lo que será pero nunca fue, decidí olvidar mi desdicha. Fue gracias a ese cabeceo mental por el que, de una manera casi mágica, de hecho completamente serendipítica, establecí que muchos de nosotros sufrimos por dos razones, hasta el momento, psicológicamente intratables. Bueno eso es lo que yo digo, seguramente alguien con conocimientos más profundos sobre la psiquiatría y la psicología podrá encuadrar fácilmente los males que a continuación anoto para los que quieran saber un poco más.
No me explayaré demasiado, de hecho trataré de no salirme demasiado por la tangente. El primer mal del que me percaté es del conocido por mí mismo como el conclusionismo. Es terrible. Aleja a las personas de la realidad y distorsiona los hechos acarreando sentimientos de culpa, que victimizan al que lo sufre y termina por ahorcarlo entre hilos de seda. ¿Pero de qué se trata en sí el conclusionismo? Básicamente sacar conclusiones a partir de retazos de hechos. Podemos observar que Francisco no me habla. Me acerco a él y por un desliz noto que evade mi mirada. ¿Conclusión? Seguramente está enfadado conmigo y por eso evita entablar conversación conmigo. ¿Siguiente paso? Entra una paranoia lenta y decidida se vuelca sobre nuestras mentes, exprime nuestros corazones y en ocasiones exageradas puede hacernos perder el apetito, el sueño y hasta las ganas de seguir siendo. Pero si nos ponemos a pensar fríamente, ¿realmente Francisco no me habló por que está enojado conmigo? Pueden ser miles de razones, pero el conclusionismo me obliga a pensar en los peores escenarios. Este mal tiene variantes a la inversa. Podemos concluir algo bueno y ser realmente malo. ¿La cura? Ir al grano y hablar con quien se tenga que hablar, despejar dudas y arreglar cosa.
El segundo mal del que me percaté en estos últimos días lo he denominado como el Mal de la Hormiga. Es sencillo y creo que a cualquiera le ha pasado. No hay edades, no hay géneros, no hay niveles culturales. Es de esas cosas que sólo le pasan a los seres humanos, a los seres que, por gracia o por desdicha, tienen el poder de controlar sus vidas, sus impulsos y sus destinos. El Mal de la Hormiga consiste en perder la línea por causa de algún detalle aparentemente insignificante. Pero como dicen por ahí, el diablo se oculta en los detalles y son esos detalles los que te obligan a pensar que todo se acaba, que el mundo implota y que el camino que habías elegido, ese camino que se veía tan prometedor, no es más que una línea de zarzas y piedras ardientes. Una pequeña hoja cae y la hormiga no sabe hacia dónde seguir. Así pasa cuando el Mal de la Hormiga cae entre los hombres. Un nombre, un telefonazo, una nueva idea y el mundo que se había edificado se desvanece.
Estos dos males acontecen todo el tiempo y si no estamos preparados, podemos ser los siguientes en descender en el torbellino de la infamia y del inodoro.
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