lunes, 13 de febrero de 2012

El mutilado


Mis padres me dijeron que era malo consumir drogas. Y tenían poca razón. A los ocho todos mis compañeros ya tenían epifanías producidas por la marihuana (NT: gracias a la legalización de las drogas y al interesantísimo nicho que representaba la niñez en aquel entonces, Sabritas decidió invertir en una fábrica de droga para niños), mientras mis padres me privaban de tal dicha. No los odié, sólo era cuestión de esperar pacientemente a que tuviera la edad de "hacer lo que me diera la gana", según sus términos.

Sin embargo, las ganas de volar ganaron. ¿Cómo hacerle? En primer lugar, mis padres habían logrado hacerme creer que las drogas eran terribles. En segundo, presencié la muerte de mi tía más querida a manos de sustancias altamente tóxicas, drogas duras. Aunque en su lecho me dijo (con una voz desencajada, pues las mejillas se le habían caído no sé si por las drogas o por la rehabilitación que nada pudo hacer para salvar su vida) que las drogas la habían liberado, yo no quería terminar con el esófago lacerado y el cuerpo hecho un hilacho. No obstante, era verdad lo que decía mi tía: las drogas habían liberado su alma, destrozando su prisión. Qué tonta, pensé entonces.

Me pregunté cómo alcanzar el éxtasis sin el éxtasis y en mi mente brotó una musiquilla que suena tal que así... Comencé con la música. Recuerdo haber pensado "Music is my favorite drug" y de hecho imprimí la frase en 200 camisetas que vendí a mis amigos. No puedo negar que mis trabajos entonces eran buenas en calidad y en cantidad. A los 12 años había pintado 125 cuadros, escrito 8 novelas y compuesto 4 sinfonías, nada mal para un novato. Pero por alguna razó´n no estaba satisfecho. Eran creaciones bellas pero inocentes, sin la fuerza que estaba atrapada en mí. Eran rasguños de la bestia que me descontrolaba todo el día y toda la noche. Porque, ¿qué es el arte sino la expresión de ese ser que tenemos atado con mil cadenas porque en cuanto lo soltáramos haría trizas nuestras neuronas?

Tengo que aceptar que las revistas médicas de mi padre fueron un fuerte basamento para la idea que brotó en mi cabeza. Pronto la bestia quedaría libre. Leí una serie de artículos que hablaban sobre los experimentos de los doctores Ronald D. Jacobson y Emerald Wineyar, de la Universidad de Doveyalt, al norte de Islandia. Sus trabajaron con ratas, chimpancés y humanos arrojaron interesantes datos sobre las heridas en el cuerpo. Según Jacobson y Wineyar (1972a, 1972b, 1975, 1978, 1983, 1988, 1990, 2001, 2002a, 2002b, 2002c, 2008, 2011, 2012) el cuerpo es capaz de soportar grandes cantidades de dolor en organismos cuyo gen KPF12 se encuentra en forma recesiva. Esto hace que el cerebro pueda ordenar la liberación de cinco veces más endorfinas y otras sustancias que ayudan a evitar el dolor. De esta forma, la parte afectada se encuentra "anestesiada".

Leí con avidez sobre el tema y consulté abundante literatura. Estaba más que feliz por el descubrimiento. Sólo hacía falta comprobar que efectivamente tuviera la característica genética señalada y la única forma de saberlo (dadas mis circunstancias de poco efectivo y la obvia falta de confianza con mis padres) era haciéndolo con mis propios medios. Recuerdo que esperé una noche en que mis padres salieron. Prometí que no haría nada indebido y mis padres se fueron con cierto resquemor por dejar solo en la casa a un chiquillo de quince años. Esperé con paciencia a que el auto doblara la esquina, desapareciendo.

Subí al ático y abrí el viejo estuche de operación de mi padre que días atrás había buscado con especial premura. Elegí un escalpelo con filo recubierto. Lo miré como quien mira la llave que lo sacará de una férrea prisión, como quizás el padre de Ícaro miró aquel para de alas. Tracé con impaciencia un surco sangriento. El filo hirió mi brazo. Una descarga de dolor. Una ola gigantesca golpeó mi conciencia, placer, descanso, luces, calor, suspiros, millones de endorfinas y de moléculas dormían el dolor, apagaban mi sed; chispas, ardor, truenos, poder.

Recuerdo aquella tarde como entre sueños. Escribí con desesperación; compuse como si la música se escapara de mis sesos; pinté como loco; era un loco derrochando talento. Las imágenes se venían a mi mente y tan pronto estaban ahí trataba de arrebatarlas y re presentarlas en pedazos de papel, en forma de esculturas, en retablos, en partituras. Lo había buscado por décadas y finalmente había llegado. El trance terminó y ahí estaba yo, tirado en medio de un charco de sudor, con montones de cuadros y hojas y música y arte. Mis padres sonrieron. Pensaron que era una actividad inofensiva. Al fin estaba lejos del poder de las drogas; de las malditas drogas.

Si con un simple corte había desbocado mi creatividad sin usar una gota de droga (!tomen eso artistas drogadictos!) ¿qué podía lograr con un poco más? Averiguarlo merecía desentrañar un monstruo. Recuerdo haber intentado re presentar un sueño. ¿Era posible? Ahora parecía tener los medios para lograrlo. Recuerdo que fue una semana de enero, la primera por el frío que hacía que mis huesos dolieran de por sí. Mis padres estaban tomando el té en la sala de estar. Yo no podía soportar más la tentación. Ese era el día para averiguar si este método me permitiría hacer que quien viera mi arte se sintiera dentro de un sueño, en donde todo tiene un desorden ordenado; en donde la libertad no posee más límites que la improvisación; en donde la confusión resulta perfectamente comprensible.

Aquel día tomé el maletín de mi padre, especialmente aquel escalpelo. Realicé con mucha ilusión un primer corte. La misma bocanada de energía (¿quién necesita las drogas ahora?). Pinté con fuerza y con tenacidad. Intenté atrapar al monstruo, pero al salir del trance, lo que miré no alcanzaba a ser lo que tenía en la mente. Quizás un corte más, uno pequeño bastaría. Y así, lo que empezó con un corte, continuó con otro y otro y otro. Al principio eran unos milímetros; luego, varios centímetros a lo largo y a lo profundo. ¿El resultado? Obras que en otro momento las hubiera considerado majestuosas y que hoy eran feos garabatos; palabras sin sabor; música hueca. La desesperación se apoderó de mí, ¿era a caso que el monstruo se escaparía? No. Las drogas no servirían; mutilar mi cuerpo, sí.

Comencé a entrar en un trance suicida. A penas notaba mis brazos y piernas sangrantes. Sólo escuché el golpe de la puerta y el grito de mis padres. Aterrorizados miraban mi cuerpo lleno de heridas vivas, rayones de sangre que hablaban y trataban de exteriorizar lo inefable. Recuerdo haber caído en la batalla. El monstruo se alejaba y mis ojos se cerraron. Desperté en una cama de hospital. Abrí los ojos y ahí estaba el monstruo. De mi mente había salido al cuarto de hospital. Era la gran oportunidad para tomarlo, matarlo y mostrarlo al mundo. Maldito sueño, no se me escaparía otra vez. Otros habrían inhalado algo. Yo sólo necesitaba herir mi cuerpo. Quise moverme pero mis padres habían mandado que me ataran con correas. Enloquecí de ira. Traté de zafarme con violencia y sentí un dolor agudo en mis muñecas. ¡Gracias, padres!

Giré con fuerza bruta mis muñecas una y otra vez, sintiendo el duro cuero destrozar la carne, abriendo el camino para terminar con mi obsesión. Una, dos, tres, veinte, cien, mil veces; el dolor era tal que parecía suficiente. Pero mi mente me engañaba. Sentía chorros de sangre correr y aún así no era suficiente. Seguí girando las muñecas hasta que finalmente: el paraíso. Una corriente de electricidad hizo enmudecer al monstruo. Victoria, pensé. Libertad, sentí. Un torrente furioso me lanzó como un tigre ataca a su presa. Miré a mi presa y levanté los brazos para alcanzarla, pero mis muñones no eran suficientes. Éxtasis. Un pequeño estremecimiento me hizo voltear a ver mis muñones. Faltaban mis manos. Terror y de pronto, el miedo se convirtió en mi aliado. El gen lanzó una bomba atómica de sustancias. Tenía que alcanzar el sueño, sujetarlo y plasmarlo como fuera, como una canción o como un poema. No importaba.

Me abalancé sobre mi sueño y sentí un dolor punzante en mis tobillos. Era el mismo cuero de las muñecas. Y sabía qué hacer. Tallé como lo hice antes. Mientras aventaba mi sangre y miraba cómo poco a poco el monstruo parecía ceder. No era suficiente. Fue cuando sentí que mis pies se desprendían. Al fin era libre y con la suficiente carga como para alcanzar a mi presa. Me arrastré hacia él. Entoné un himno de valentía y honor. Ahora me sentía extasiado. ¿Cuándo una droga me iba a dar tanta felicidad? Y lancé con los pies, porque de las manos ya no podía, sangre y el monstruo se doblegaba más. Necesitaba más. ¡Una oreja! Más sangre para pintar paredes. ¡Otra oreja! Más sangre, más y más. Y de pronto, ante mis ojos, la luz. Mi sueño, ahí estaba. Había sometido y plasmado en el lugar aquel sueño, lleno de luz, lleno de olores, lleno de sonidos. Loco sería aquel que no mirara eso y no pensara en un sueño. Así es como debían re presentarse los sueños.

Mis padres entraron y estoy seguro que vieron el sueño. Su cara lo dijo todo. Les sonreí, aunque creo que me faltaban uno o dos dientes. "Miren, papás. No necesité drogas para llegar a ser el mejor artista del mundo de todos los tiempos. Miren, seguí su consejo y ahora soy feliz". Quise abrazarlos pero lloraba mi madre y mi padre intentaba ponerme de pie. Lo vi manchado con mi sangre. No entendía los llantos. No entendía la desesperación. "Padres, no use drogas, ¿porqué están enojados conmigo?" y poco a poco el frío se apoderó de mí. Caí y ahí estaba, frente a mi obra maestra. ¿Cuánto tiempo pude vivir sin conocer este secreto? No me hubiera importado dar la vida por conocerlo antes. "Madre, padre, no lloren que su hijo es feliz".

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