lunes, 22 de junio de 2009

El monte

El pequeño hombre al que todos temían subió con dificultad la última estepa del gran monte que vio desde aquella colina, su colina desde la que le habló a tantos. Recordaba que había gritado, que había gastado millones de pequeñas gotas de saliva en tratar de contagiarlo con sus pensamientos. Todo fue en vano. Ahora estaba en el monte que ayer se levantaba ante él como el último reducto de lo impensable. Ahí (le había dicho el susurro que trastocaba todas las noches sus ideas) ahí era donde debía gritar tan fuerte que nadie lo escuchara.

Estaba decepcionado de todos. Creó formas llanas de compartir su iluminación, formas invertebradas, formas espectaculares, creó cuentos, cantó canciones, los aporreó pero todos estaban adheridos a una vórtice que los arrastraba hacia el odio y la autodestrucción y mientras más les repetía sus visiones y sus mundos y sus errores, sus conclusiones y sus soluciones, mientras más se los repetía, más lo aislaban porque ninguno quería escuchar trozos de espejos que en lo profundo mostraban su cara distorsionada y verdadera. Y con esos pensamientos clavándosele en la cabeza siguió el último camino hacia la salvación de todos.

Las risas, las mofas, la indiferencia, el sinsabor, la falsa libertad, el egoísmo, el cinismo, las burlas, los silencios perniciosos, las muecas, el engaño, los celos, el egoísmo, el egoísmo, el egoísmo, cada uno de ellos se clavaban como espinas en su cráneo que sudaba y arrojaba lejos de sí gotas de sangre como quien no quiere ensuciar su cuerpo.

De pronto, los ojos inyectados con rabia, miles de sonrisas cargadas con prepotencia, con autoritarismo, cientos las manos que agolpaban a los demás para abrirse injustamente camino, la confusión, las ganas de llorar de muchos, las ganas de gritar de todos por quedarse con el único grumo de poder y que al no tenerlo esgrimían berrinches titánicos y apocalípticos que hacían palidecer a las yerbas y a los montes y al sol lo obligaban a esconderse detrás de nubarrones, todas las imágenes de cientos de personas que vivían por sobrevivir ad aeternitas entre escombros y basuras, todos ellos cayeron sobre el pobre hombre, destrozando sus hombros, haciéndole sudar sangre, haciéndole gritar sin fuerzas.

Y mientras más cargaba, el murmullo que lo alentaba soplaba sobre sus tiernas barbas llenas de cebo y desolación y le allegaba a la brisa y le salpicaba gotitas de agua fresca para que no quitara sus ojos de la punta de aquél monte. Los gritos odiosos, las amenazas, las risotadas, todos le desgarraban los cueros, le marcaban cientos de líneas en las carnes, pero el susurro le hacía no claudicar. Pero el peso era impensable. El odio era mucho. El poder finalmente había logrado carcomer la mente de sus hermanos y hermanas y ahora seguramente estaban en algún lugar ultrajándose unos a otros, olvidándose que los demás eran ellos mismos.

El peso era entonces impensable y el hombre cayó al suelo que lo abrazó con fuerza para no dejarlo levantar nunca. El lodo lo envolvió. La muerte lo apretaba queriendo liberarlo, pero era demasiado pronto. La voz le ordenaba que avanzara, que siguiera, que se arrastrara y así lo hacía, dejando jirones de piel mezclados con la arcilla impía, dejando estelas de sangre que borraban las maldiciones de bellacos y rameras, sirviendo con sus células a la tierra que reclamaba agua en la aridez que quebraba con crueldad cada rescoldo de esperanza. La voz le ordenaba avanzar, la voces caóticas lo presionaban, lo asfixiaban pero el oxígeno de la vocecilla era suficiente, era dulce en el mar de bilis que sus labios probaban reclamando la sed que le quemaba las entrañas y los huesos se le quebraban con cada movimiento, con cada roca que dejaba atrás.

El hombre se había convertido en reptil, en una serpiente, en una babosa que dejaba su rastro de sangre y certidumbre y tierra fértil que era rápidamente tragada por la tierra que estaba ávida de vida, de sol, de calma, de eternidad. La criatura se arrostraba, sus extremidades quedaban salpicadas aquí, allá, entre matorrales, entre cuevas, entre angustias, entre corazones desolados... y finalmente una mancha alcanzaba el cenit, una mancha amorfa, un cuerpo desmembrado, un hombre que ya no era hombre, un ser decorazonado, sacrificado, elegido, ensanchado, iluminado, vituperado... pero feliz, feliz descansaba, feliz de haber llegado al clímax de su vida, feliz de haber enseñado a unas cuantas liendres el verdadero camino, su cuerpo descansaba, el odio se anegaba, la desesperanza se henchía con un baño de agua caliente, el vacío se llenaba con pinturas y juegos y canciones y ojos y colores y canciones y colores, y a lo lejos quedaba la maleza esparcida, queriendo comer su rastro, para alimentarse y desaparecer.

¿Esa era la felicidad? Sí, esa era. No sentía que volaba, pero descansaba, tranquilidad absoluta, no había miedo, no había sonrisas, no había éxtasis, no había pasión, no había latidos, nada, no había pensamientos, nada, paz, paz y un olor a agua, un sentimiento a nada, una luz con colores jamás vistos y sonidos mezclados y jamás escuchados (Vivaldi vivía). Lo había conseguido. Estaba en paz consigo; ahora que los demás sigan su rastro si es que quieren...


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