martes, 30 de octubre de 2007

Cronicas de las tierras goyinas: Parte VII El Arbol

Finalmente ahí estábamos todos, unos patas para arriba, otros manos para abajo, el tronco un poco chueco pero todos estábamos a un pie (literalmente) de volver a ser uno solo. Las historias de todas las partes de mi cuerpo me habían hecho pensar en dos cosas: las ardillas tenían que pagar caro el habernos traído a un mundo que se cae a pedazos, y teníamos que ver la forma de que ese mundo no se cayera a pedazos para poder hacer efectiva la venganza contra esas apestosas ardillas.

El primer paso era resolver el asunto de la división de las partes. Era preciso unirse para poder hacer algo primero por aquél mundo lleno lepra. "Señores, es momento de tomar ventaja de nuestra situación. ¡Caray! Somos un único y hermoso cuerpo. Juntos podemos reconstruir lo que antes fue el rey de la creación; el mejor posicionado en la cadena alimenticia; el que fue, es y será; el consentido de dios; el único animal capaz de entablar una conversación, aunque sea para discutir idioteces (porque las vacas hablan en su idioma entre ellas, para decir "Mira, ahí hay mucho pasto, te voy a ganar", mientras el aire sólo permite que a nuestros oídos llegue un "Muuuuuu", pero eso no es una idiotez, ¡pardiez!); podemos reconstruirnos a nosotros mismos y convertirnos en el hombre, y lo que es mejor ¡oh hermanitos! recuperaremos lo más importante que nos dió la ruptura del cordón umbilical; lo más sagrado que nos pudo haber intentado quitar Osama; lo más preciado que jamás podrá sustituir una miserable y horripilante gota de agua, así es mis druguitos, así es, reconquistaremos, todos, juntos, nuestra libertad".

Y entonces los vientos soplaron y sentí cómo me elevaba y sentí cómo los pedazos de mi cuerpo volvían a juntarse y volvían a ser uno. Y entonces imaginé un mundo utópico, en donde las hormigas coexistieran pacíficamente con los pulgones, con los alacranes, con las arañas, con los mosquitos transmisores del dengue, con las libélulas, con las abejas, con las chinches, con los pobres insectos feos que tienen cara de niño, con los cienpiés, con las orugas. Pensé que las ratas podrían ser derrotadas y esclavizadas para que reconstruyeran todo lo que habían destruido a su paso. Las ardillas serían confinadas a las alturas de los árboles, en donde estarían condenadas a ver cómo los pajarillos procreaban y se comían todas las semillas enterradas en lugares olvidados, y ahí tendrían que aprender la lección: "nunca intentes quitarle a un humano su libertad, porque él puede quitarte la tuya, ¡sope!".

Y entonces un mundo se dibujó en mi cerebro con la tiza de la imaginación. Aparecieron millones de ardillas, que una vez aprendida la lección, se unían en pequeñas ciudades, cubriendo cada una pequeñas porciones del vasto campo de las tierras goyinas, y haciendo núcleos bien definidos en donde respetarían el espacio silvestre, salvaje e indómito que rodería sus poderosas ciudades. Todo un ecosistema viviendo en armonía, creando células de humedad en donde muy pocos seres podrían vivir con tantos litros de agua en aire, mientras esta subía, y tantos litros cayendo mientra esta bajaba. Porque esas células iban a constiutuir el vaso fulgurante de toda la vida de las tierras goyinas: eran esas células las que crearían el agua que daría vida a las zonas salvajes y a las zonas rurales y a las zonas urbanas. Y se crearían cuerpos de ardillas y de pequeños rastreros que, juntando sus fuerzas, darían mantenimiento a los riachuelos artificiales, que regarían las praderas, y humedecerían las zonas de donde provienen los alimentos.

El aire se limpiaría y las ratas, que tanto daño habían hecho a las pobre criaturas de las tierras goyinas, serían castigadas, ya no con la delicia de la esclavitud, sino con el honor de servir a un pueblo al que lastimaron con sus calumnias, con sus protagonismos, con sus deseos por llevar agua a su molino y por querer vivir para ellas mismas, como individuos, pues sus metas eran personales pero sus tretas eran bien elaboradas entre todas. Una quería ser la dueña y señora de las tierras goyinas y entonces prometía al resto que ella serían las dueñas y señoras de las tierras goyinas, si y sólo si, le ayudaban a ser la dueña y señora de las tierras goyinas. Y entonces, del mismo modo, aparecieron más y más agitadoras, que sedujeron con los delirios del poder a miles de ratas e incluso convirtieron en ratas a millones de ardillas y millones de hormigas y millones de insectos que no sabían lo que era el poder (ni nunca lo supieron) pero aún así sintieron la fuerza que algunos la mimetizan en forma de un anillo y otros en forma de dinero.

Y de este modo, todas las ratas se habían apoderado del resto de las tierras goyinas, y las habían desvastado, porque habían embriagado a muchos jefes que a su vez decidieron embriagar a su gente y decidieron destruirla para poder llegar a ser los únicos dueños y señores de las tierras goyinas. Llegó un momento en que todos eran dueños y no les quedó más remedio que pelear por lo que jamás había sido suyo. Pero el ganador sería la rata triunfadora, el orco majestuoso que se levantaba entre su podredumbre y decía a los demás, entre salivazos y estornudos de una gelatina viscosa, "Mirad, mirad y veame. Yo que nací de escoria, soy capaz de usar sus recursos para ser mejor que ustedes, vástagos de la miseria. Mirad y vean cómo todos los regalos que han donado con sus esfuerzo a la madre Goya, los utilizo para mí y para mis mujeres y para que mis hijas crean que son algo y se empolven con arroz y se perfumen aunque sus pieles todavía hiedan, y sus cuerpos, cubiertos por las telas más parecidas a las preciosas (pero aún así corrientes y de mal gusto) sigan siendo deformes y mal proporcionados. Pero ustedes, hijos de la ignominia, jamás tendrán lo que yo tendré". Y detrás de ese orco, aparecería uno más grande diciéndo lo mismo y aplastando al orco que aplastaba, y así se habían corrompido las tierras goyinas.

Pero ahora, gracias a nosotros, las cosas se transformarán. Nosotros pondremos orden, y las familias de insectos y mamíferos y ovíparos y todas las especies nos lo agredecerán y seremos entonces, nosotros, los dueños de las tierras goyinas. Seremos los seres que dimos orden y libertad al resto de las critauras. Seremos los que apuntamos el dedo y señalamos los caminos que recorrer, los campos que labrar, las costumbres que llevar, y los dioses y las ideas en qué creer. Seremos felices porque hicimos que las criaturas fueran felices en un mundo diseñado por nosotros. Seremos sus dioses y así nos adorarán a nosotros y a nuestros decendientes; y se darán cuenta de que las ratas jamás volverán si siguen nuestros consejos; y el mundo girará mientras tengan sus ojos apuntados hacia nosotros y sus piernas hacia adelante. Que así sea.

Y entonces di órdenes a mis partes para que de una vez por todas, y mientras los vientos de la gratitud seguían dándome inspiración, se juntaran. Pierna derecha, te orden que regreses a tu lugar. Pierna izquierda, vuelve a donde perteneces. Brazos, ayuden al tronco a que sea algo, y después ayuden a las piernas, y después unanse a mí, a la cabeza que todo lo sabe y todo lo decide. La unión estaba casi completada, pero mis extremidades habían oído mis pensamientos y sintieron un golpe traicionero que venía de las ansias del poder. Ahora, ellas querían ser el dios que diera orden a las tierras; querían ser el dios que recibiera los favores de los moradores de las tierras goyinas. Entonces las piernas empezaron a moverse hacia un lado, los brazos hacia otro, el tronco se agitaba estrepitosamente, y todo se volvía negro y gris y mi cuerpo, que casi estaba formado, estaba convulsionado en una lucha interna que lo despedazaría si no hacía algo.

Entonces quise ponerme de pie, pero las piernas que eran ahora libres, decidieron que harían otra cosa y me pusieron de cabeza, y los brazos rascaron sin cesar sobre la tierra y el tronco, poderoso pero inútil, empezó a empujar hacia abajo. Yo les gritaba y les gritaba que no fueran estúpidos, que dejaran de hacer eso, pero la locura por la divinidad les había destrozado la poca conciencia que habían adquirido hasta ese momento. Y después, mi boca se cubrió de tierra y cieno y fango y rocas maciladas y recordé los momentos en que aparecí por primera vez en aquél terrible mundo, cubierto por tierra y así iba a quedar atrapado, quizás por la eternidad.

Poco a poco, mi cuerpo se empezó a enterrar más y más, hasta que sólo mis piernas quedaron fuera, sintiendo la levedad de la brisa que mecía mis vellitos. Y así pasaron siglos, y me hice uno con las corrompidas tierras goyinas y me convertí en un árbol frondoso y lleno de pajarillos que hacían sus nidos y ardillas que se alimentaban de mi. Y pensar que todo comenzó por haber violado uno de los santos días... En fin, sé que no pude ser el dios que lo hizo todo, pero ser un árbol, eso lo hago muy bien.

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