sábado, 12 de septiembre de 2009

Antropología Evolutiva

Debo confesarlo, mi afición, y por qué no decirlo, mi adicción desde que era niño fue la antropología. Recuerdo sentarme todas las tardes a devorar las imágenes de los cientos (millones quizás cuando era niño) de libros que mis padres habían acumulado durante docenas (cientos quizás cuando era niño) de años. Ahí estaban y me decían "ven, mírame" extendiendo sus bracitos y utilizando el índice ondulatorio para impelerme a abrirlos, y como todo niño que se vuelve indefenso ante lo que quiere (niños, adultos y ancianos, ahora lo sé después de estudiar durante años etnología y antropología antiguos, modernos y futuros) cedía ante los encantos de aquellas páginas y abriéndolas como podía me dedicaba a ver los dibujitos y cuando tuvo más edad, también leía los pies de página.

Fue ese gusto el que me hizo hacerme antropólogo y fue esa antropología la que me llevó a las lejanas islas de la Polinesia francesa, excelente clima y excelsos brebajes, dicho sea de paso. Fue en una de las excursiones que realicé al monte Dhoju Mohju (para los aborígenes de una de estas miles (millones quizás cuando sea anciano) de islas, los espíritus de los hombres se esconden y descansan dentro de los vientres de los innumerables volcanes que adormecidos están) que realizaba períodicamente para terminar mi doctorado cuando tuve la sorpresa de encontrarme con un pequeño coco.

El coco parecía girar por sí mismo. Al principio atribuí dicho movimiento a la superstición científica, pues es lo que cualquier ser humano hace, se explica las cosas con otras cosas que tiene enraizadas en el cerebro. Si realmente mi ciencia fuera la herramienta non plus ultra para explicarlo todo, no hubiera pensado que el coco giraba por fuerzas de la gravedad incurridas por la pendiente ligerísima del suelo. El coco agarró fuerza, pues se encontró con una pendiente mucho más pronunciada pero de pronto se detuvo, así como así, sin que piedrillas que fungieran de tope lo detuviera. Fue ahí donde me di cuenta que la ciencia no deja de ser una herramienta más para conocer el mundo.

Entonces salieron un par de patas, quizás piernas y el coco sacó un par de tenazas, quizás manos y un pequeño enanito, un ser de unos veinte centímetros de alto se desenroscó del caparazón en forma de coco y decidió caminar hacia la izquierda. Era un pequeño demonio o al menos eso me parció a primera vista, con sus miembros grises como de piedra y una pequeña baraba llena de musgo. De no ser por la velocidad con que se movió hubiera pensado que era alguna especie no conocida de humanoides que existían en esa isla. El miedo de ver a aquella figura semiencorvada y llena de velocidades dignas de hormigas negras me hizo detenerme, pero como aquellas veces en que los libros me llamaban, esta situación lo hizo.

Seguí al duendecillo. ¿Qué era? ¿Mitad hombre y mitad animal? ¿Darwin estaba en lo cierto y verdaderamente partimos de un tronco común todos los simios? Caminaba con cautela pero algo en los ojos de la pequeña criatura me hizo pensar, quizás demasiado tarde, en que aquella cosa sabía que lo seguía y justo cuando entramos en una cueva pequeña, en la que tuve que encorvarme como aquella cosa, sentí la verdad segar cualquier duda. Aquél miserable enano volteó a verme dibujando una sonrisa diablesca, enseñandome unos colmillos terriblemente agundos mientras reía a carcajadas. Me miró, lo miré y si no hubiera sabido que eso que sentía no era amor precisamente (o quién lo puede saber, amor y temor, ambos terminan en mor), cualquier nos hubiera confundido con un par de siervos midiendo sus oportunidades.

El tubo en el que me encontraba era demasiado estrecho para voltear con velocidad y escapar, y aunque lo hubiera hecho, estaba claro que el duendecillo era lo suficientemente veloz como para atraparme y degollarme. El hombre-enano-demonio sabía que todo estaba a su favor y así fue. Se lanzó rápidamente hacia el cuello de un hombre demasiado curioso y clavó miles (dos quizás cuando deje de sentir) de alfileres. Fue una simple mordida, una forma de herrarme como de su propiedad. En seguida se apartó de mí, me miró, volvió a dibujar su sonrisilla sardónica y en seguida entumió los miembros dentro del coco que le colgaba en la espalda y se fue rodando pendiente arriba, saliendo por el tubo en el que me había obligado a entrar, pasando por un pequeño resquisio que dejaban mis piernas y ablandando su caparzón.

Ahí me dejó, mientras escuchaba cómo se escapaba por la rendijilla del norte. La obscuridad comenzó dejó de dañar mis ojos y comencé a verlo todo con claridad. El cuello dejaba de dolerme y si no hubiera sabido que era porque la sangre se aglutinaba en mis venas, provocándome un estado anestésico, cualquiera me hubiera dicho que la tragedia había pasado. Mi fin se acercaba, pero el fin por el que estaba ahí, adentro, acurrucado, herido, ese todavía estaba palpitante. La curiosidad fue más fuerte que el miedo a la muerte y decidí seguir bajando por el túnel, dándome tiempo a calibrar mis ojos a la obscuridad.

Habré bajado cien (ene quizás cuando ya nadie encuentre mi cadáver) metros y entonces, el tubo se ensanchó inesperadamente y una terrible bóveda se alzó frente a mis ojos. Era una gran cueva, era una enorme cueva, era un espacio terriblemente enorme con dos túneles en cada extremo y si no hubiera sabido que eso era una, pues una cueva, cualquiera me hubiera confundido con que eso era la matriz de una diosa o de la diosa de los dioses o yo qué sé. Lo único cierto es que estaba perplejo. El hombro lo dejaba de sentir pero mis piernas estaban fuertes y revisé las paredes (la pared quizás porque era una gran esfera) con cuidado y con mucha, mucha curiosidad.

Eran rasgos escarvados en la piedra volcánica, una piedra volcánica que se iluminaba por una grieta finísima. Eran movimientos bruscos que representaban escenas trágicas, escenas cómicas y escenas tristes. Eran hombres de piedra eternizados en un momento cúlmen de su historia. Un marinero luchando contra una serpiente gigante en forma de ola, un carnicero peleando a mordidas con un macho cabrío, una mujer tratando de que los dos hombres de su vida no cayeran en el precipicio de su propia inconciencia, un viejo dominando el fuego y sucumbiendo ante el poder que le regalaba el regalo de los dioses, un astronauta (eso parecía a mis ojos, a los de los nativos arenbos quién lo puede decir) deshaciéndose ante los rayos de la luna, un mago dominando los demonios de sus propios hechizos, un cazador llevando a sus hombres a la emboscada de una presa que a su vez les preparaba una emboscada con su propia manada, una sacerdotiza abriéndo el corazón de un hombre (¿o una mujer?) para ver porqué no podía amar a sus semejantes, un gigante pisando a miles de hombres enanos (logré distinguir al terrible demonio que ahora me dejaba el antebrazo sin sensibilidad) desesperado por la suerte que le habían traído, una leñadora entre miles de palos y ramas (millones quizás si hubiese tenido una antorcha para ver mejor) incapaz de decidir cuál tomar ante su sueño hecho realidad.

Y mientras seguía observando la vida de muchos encerrada en un instante, mis ojos no pudieron dejar de asombrarse cuando vieron a un hombre de carne y hueso emparedado en la piedra, como si ésta lo estuviera tragando poco a poco, lentamente. Su cabeza miraba hacia la endidura superior, esa que llenaba de una ligerísima luz; sus ojos se veían perdidos en la inmensidad, su mirada estaba ida, su presencia estaba en otro lugar. Parecía muerto pero no lo estaba, sus brazos colgaban sin fuerza al igual que sus pies, el resto de su cuerpo lo engullía la gran matriz.

"Miras al cielo y quieres salir volando ¿no es así?" pregunté al hombre. No me contestó pero algo en su rostro me llenó de un terror inesperado, violento. Me alejé de él. Me alejé de mí. Era yo. Era mi persona la que estaba atascada, la que estaba atrapada. Era yo, mis ojos, mi rostro. Mi cara. Quize correr pero las piernas dejaron de hacerme caso, sólo mis brazos impedían que cayera. El corazón se volteaba dentro del tórax. ¿Qué hacía yo atrapado por miles de brazos de piedra? Porque a lo lejos podía ver que miles de pequeñas manos detenían a aquél hombre, a mí, lo avalanzaban al suelo, lo retenían a la pared.

"¡Déjenlo!" Ordené, pero la quijada ya no me permitía articular palabra alguna.
"¡Déjenme! ¡Déjenme! ¡Por favor! ¡Déjenme!"empezó a balbucear el hombre. No era yo, de eso me dí cuenta cuando comenzó a mover los ojos. Pero se parecía a mí. Era mi otro yo, quizás el hermano que nunca tuve. Y me conmovió, estaba ahí, atrapado, sin poder moverse. No pertenecía al mundo de los rasgos, de las representaciones, pero tampoco al mundo de los vivos. Sólo había intentado salir volando a aquél rasguño de luz, pero su mundo, las piedras no lo dejaron moverse más allá de donde estaba. Tuvo la voluntad de romper un mundo, quizo nacer, casi lo hizo, pero no pudo hacerlo. Las manos lo demostraban, las manos lo detenían, las manos le devolvían a la piedra pero lo castigaban no dejándolo vivir ahí. En el limbo habitaba, en la mitad de todo, en una grieta de su sistema, con la tortura de ver su meta a unos pasos pero sabiendo, entendiendo, asimiliando eternamente que nunca pondría un pie en él y jamás regresaría con los suyo. Maldito para siempre, esperaba el día de su muerte que nunca llegaría porque era de piedra y la piedra nunca muere. Bendecido por el resto de sus días por haber tenido el valor de destrozar y de abrir la brecha que ahora lo ahorcaba, bendecido por saber que estaba más cerca que nunca lo estaría de su sueño, de lo que estaba predeterminado a hacer.

¿Cómo no conmoverme con tal muestra de pasión? El hombre era yo, persiguió su instinto, siguió su naturaleza y terminó hecho prisionero de su propio ser. Mis últimas fuerzas fueron bien utilizadas, me arrastré como pude hacerlo y le di la mano. No estás solo. Yo también muero por mi propia culpa. Ahora sólo esperemos a que la sangre deje de llegar a mi cerebro para dejar de pensar, para congelar los sintagmas, para endurecer este momento, hermano. Miremos la luz, qué bella es, ¿no es así?

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