Mi esposa y yo (sí, sé que se escucha arcaico eso de tener esposa, pero qué quieren, soy un hombre de compromisos) queríamos tener un hijo. Ya nos había advertido el ginecólogo que sería muy difícil lograrlo y que, en todo caso, teníamos que recurrir a métodos especiales (y caros, eso no lo dijo, pero debí suponerlo en el momento en que hizo aquel gesto terrible). Fueron varios días de deliberar, pues también habíamos pensado en adoptar un niño (o niña, por supuesto). Finalmente, el azar quiso que eligiéramos la fertilización.
Todo resultó un verdadero éxito (descontando el hecho de sentir un hueco en la cartera pero lleno el corazón) y nueve meses después teníamos trillizos. Luis, Caltronio y Luci eran nuestros tres retoños. La vida no fue nada fácil, pues nos costó mucho trabajo acoplarnos a los horarios de tres bebés. De por sí, mi sueño es ligero, con tres bebés la situación se hizo mucho más difícil. Finalmente, logramos controlarlo y de hecho, puedo apostarlo, nos convertimos en unos verdaderos expertos en el arte de cuidar a tres hijos, casi al mismo tiempo.
Nuestra vida era bastante común, con algunas salidas aquí y otras allá. Recuerdo la tarde del 5 de agosto, los bebés ya tendrían ocho meses y yo recibirían la llamada más extraña que nos sumergiría en un mundo, como diría mi amigo francés Jean Luc Tomasi, bizarre. Mi esposa llevaba un par de minutos fuera, pues quería ver a su madre. Yo me quedé en casa, como siempre, escribiendo artículos de medicina. El teléfono timbró dos veces y lo contesté. "¿Se encuentra el señor Bradellion?". "¿Quién le busca?". "Hablamos de la clínica Fertilicé". "Él habla, ¿en qué le puedo ayudar?". "Señor Bradellion, hablamos para comentarle que el tiempo de almacenamiento de los óvulos fertilizados está por expirar, ¿qué quiere hacer con ellos?".
¿Qué quiero hacer con ellos? ¿Óvulos fertilizados? ¿Señor Bradellion? Por alguna razón no había caído en cuenta que el tratamiento requería fertilizar por lo menos media docena de óvulos y eso que diariamente escribía sobre cosas parecidas, pero aparentemente cuando uno está inmerso en las cosas, esas cosas se ven con menor claridad en la vida común. "Tengo que consultarlo con mi esposa...". "Muy bien, sólo le recuerdo que tiene 48 horas para informarnos qué hacer, de lo contrario los óvulos serán desechados". El sonido lánguido del final de la conversación telefónica me dejó atónito. Recuerdo no haber podido articular palabra ni hablada ni escrita y esperé a que mi esposa regresará de la visita con su madre.
"Por supuesto que iremos por ellos". No sé porqué no tuve la misma tenacidad de decirle a la señorita que iría por los niños en seguida. Gracias a Dios, mi esposa sí reaccionó a tiempo. Salimos en seguida, aunque la verdad yo creo que no teníamos idea de qué hacer. ¿Cómo transportas a un hijo cuando sólo es un óvulo? Por suerte, al llegar, nos los dieron en un pequeño recipiente, una especie de contenedor para hielos. "Aquí están sus óvulos". Recuerdo que mi esposa se estremeció y creo haber escuchado que sus dientes chirriaban de coraje pues segundos después reconocí que habían llamado "óvulos" a sus hijos.
Nos despedimos de la señorita y nos llevamos a nuestros seis hijos en el asiento trasero. Recuerdo haber hecho malabares al volante para evitar que les cayeran el sol, pues, saben, son mucho más delicados a esa edad. Al llegar a casa no supimos qué hacer, ¿cómo se debe tratar a un hijo que a penas es un óvulo? Es verdad que nos habían dado una buena dotación de sustancia para evitar que se descongelaran (¿esa fue la palabra que usaron?) pero en algún momento teníamos que sacarlos del contendeor. Después de una breve deliberación, decidí comprar un frigorífico y dejarlo en la habitación de los trillizos, pues de alguna forma eran hermanos.
Las cosas parecían tomar su cause, pero la mirada de mi esposa no era la misma. Por las noches, mi esposa se levantaba repentinamente y se escabullía en la penumbra. Yo escuchaba la bocina que nos conectaba con el cuarto de nuestros hijos, pero no escuchaba llantos de los trillizos. Ella regresaba después de cincuenta o setenta minutos, con las manos heladas, la mirada alerta y los ojos rojos y llorosos. Eso siguió por dos o tres noches más. Entonces decidí seguirla para ver qué hacía. Había dejado la puerta de los trillizos entreabierta y al asomarme pude ver una frugal luz que cortaba su rostro con una verticalidad exacta. Ahí estaba mi esposa en cuclillas, arrullando el contenedor, "Ya, ya mis amores, tranquilos. No lloren. Mamá está aquí con ustedes, ya, tranquilos. A la ro, ro niños, a la ro, ro ya, duérmanse amores, duérmanse ya".
La escena me llenó de ternura y de miedo. Hasta ese momento caí en cuenta de que habíamos transportado óvulos y quién sabe si realmente había óvulos adentro, pero mi esposa los tenía como si fueran bebés reales. Regresé a la cama y la esperé hecho un ovillo. Cuando sentí que se metía entre las cobijas, le pregunté por lo que había pasado. "Estaban llorando, no puedo dejar que mis hijos sufran, ¿lo entiendes, verdad?". No me atreví a decirle lo que pensaba y la abracé. "¿Qué vamos a hacer? No podemos permitir que sigan ahí adentro. Tienen frío. Tienen hambre. No saben qué pasa. Están confundidos. Me preguntaron que porqué no están con sus hermanos. Me preguntaron cómo era el sol. No puedo dejar que sigan sufriendo".
Nos quedamos abrazados y dormimos una media hora (yo sentí que habían sido años) cuando dejé de sentir su calor y me di cuenta de que se había levantado por la noche. Sabía que estaba en el cuarto de los trillizos y me levanté para seguirla. Intenté encender el interruptor, pero al parecer no había luz. Caminé a obscuras, tentando paredes y pisos con mucha precaución. Finalmente sentí el canto de la puerta y la abrí con lentitud. "Shh, shh, shh, chiquitos, no teman, ya está aquí mamá. Ve por hielos, se fue la luz y están sufriendo". No pude creerlo. En verdad se escuchaban pequeños alaridos, nada parecido a llantos de niños, pero el sufrimiento era mayúsculo. La piel se me erizó y por unos momentos no supe qué ocurría. "¡Los hielos, rápido!"
No veía la cara de mi esposa, pero su voz se escuchaba histérica. "Ya mis amores, ya". Los gritos eran cada vez más fuerte. "Ayuuda, ayuuda, morimooos, duele, mamá, mamá". Escuchar la palabra "mamá" terminó con mis nervios. No era posible escuchar con tanta claridad tantas palabras de dolor. Ahí estaban mis hijos, sufriendo, en un contenedor, lejos de los brazos de sus papás. Ahí estaban, muriendo de a poco y yo no podía hacer nada. Estaba paralizado, congelado, con un sentimiento de miedo y desesperación e impotencia. "¡Los hielos!"
Corrí como nunca había corrido. Mis bebés se morían. Los escuchaba por el pasillo. Los escuchaba en las escaleras. Los escuchaba en la cocina. Abrí el refrigerador y sus gritos eran más fuertes. Eran chillidos. Sufrían. "¡Se mueren!", gritó mi esposa y el llanto de los trillizos se unió al coro que agonizaba. ¿Cuánto tiempo habíamos estado sin luz? Buscaba los hielos. ¿Cómo puede ser que griten. ¡Son óvulos! ¡Son óvulos! Tomé el balde y lo llené tanto que varios cayeron al suelo. Subí tan rápido que escuchaba el golpeteo de mi sangre en los oídos. De pronto, silencio. Sólo sollozos y llantos de los trillizos. ¿Qué pasó? ¡Qué pasó! ¡Aquí están los hielos, aquí están los hielos!
Ahí estaba mi esposa, intentado meter a los pequeños en su cuerpo, para envolverlos con su calor y darles un respiro más de vida. Ya no los escuchaba. Había pedazos de cristales y de plásticos regados y mi esposa en medio de un pequeño charco, intentando empujar con sus manos llenas de lágrimas y sangre a sus bebés de vuelta al seno de donde nunca debieron salir. "Ya, ya, mis bebés. Ya están con mamá. Ya están con mamá".
Epílogo
Nuestros hijos ya son grandes y recuerdo cuando Luci nos contó que quería recurrir a un método de fertilidad. Mi esposa puso la mirada en donde yo no podía alcanzarla, "adopta, Luci, mejor adopta", y su mirada se volvía a perder en la penumbra. Todavía recuerdo esos días y me estremezco.