miércoles, 14 de marzo de 2007

¿Ah si?

¿Ah si? ¿A sí que esto es un blog? Señores y señoras, compañeros y compañeros, niños chiquitos. enanos y cualquier ente que se haya atrevido a entrar a este blog, le informó que nunca antes había estado en una modalidad tan cibernética. Ahora sí me siento como un ser modernizado, un ser que cada vez escala más y mejor por la parafernalia tecnológica. Esto es una mera introducción, pero me parece que el principal uso para este tipo de método comunicactivo será principalmente mostrar mis ideas, esas que de pronto te llegan como las ganas que me acaban de dar de comerme una de esas pizzas de Julio's, muy buenas, por cierto. De modo que usted quedese muy quietecito en su lugar, le aseguro que no le va a doler demasiado. Quizás se vuelva tedioso y aburrido. Si es el caso, entonces por favor no cierre la ventan, mejor mándeme un pequeño comentarito y me dice "óyeme chamaco obsoleto, este tipo de cosas deben de ser entretenidas, de lo cual tú, pedazo de cosa, no tienes nada", y no se me quedan ahí, también me dicen cómo le hago para mejorar. Lo más seguro es que les haga caso, aunque puede suceder que nada más me ría un poco y siga con lo que sigo; pero no se escamen, aviéntense a ver qué pasa.

Bueno, ahora sí, ya dejando la pequeñísima introducción, pasemos a lo que me truje a mí mismo. ¡Resulta que acabo de terminar mi catarro! Aplausos. Después de casi tres semanas de continuos medicamentos, inyectados, inhalados y absorbidos, todo parece indicar que la enfermedad sucumbió ante el hombre, una vez más. Todo comenzó hace dos años, cuando por alguna razón me hacía falta respirar. Me hiciero estudios, análisis, me subieron a básculas, me presentaron los métodos más extraños y extravagantes, y todo parecía indicar lo obvio: ¿quién sabe qué tenía? Total que por esos años, añejos y muy felices, me lancé como todo un argonauta hacia las gélidas y sórdidas tierras londinenses, y ¡oh sorpresa!, tan pronto pise los suburbios de Harrow, todo malestar mostró su boleto de regreso para México y me dejaron tranquilo por seis largos meses.

¡Cuál sería mi sorpresa que al regresar, esos antiguos malestares comenzaron a retomar fuerzas! Pero eso, como bien se lo pueden imaginar, eso yo no lo imaginaba. La universidad terminó, el trabajo empezó, mi vida cambió y cuando todo parecía indicar que de los malestares sólo quedaba un recuerdo que difícilmente retornaba a mi cerebro, éstos regresaron, pero no en forma de una sombra de remembranzas inocuas, sino con todo su poder. Comencé el año nuevo con nuevas dificultades respiratorias que conforme avanzaba el mes se hacían más y más escandalosas.

El culmen del desenlace hacia un siguiente climax, que en ese momento yo no preveía, sucedió una noche en donde domir me fue imposible. Un ataque de tos tremebundo me dejó prácticamente con el ojo pelón. Entonces decidí y decidieron las personas más allegadas a mí, léase mi ama, que era necesario visitar al señor doctor. Total que ahí me tienen haciendo citas y citas con los otorrinolaringólogos -especialistas que hojalatean todo aquello que tenga que ver con oídos, garganta y nariz- y cuando todo parecía indicar que el día de la consulta se acercaba algo ocurría que no podía ir, ya fuera una cancelación, o que la secretaria de la doctora ese día decidió que no quería trabajar más, o que a los huelguistas de Atenco les dio por hacer una nueva megamarcha, o que a la Britney se le ocurrió raparse y declararse bulímica y alucinada, o que se atravesó el día del taco o lo que ustedes digan y manden, pero el chiste es que el dichoso día no llegó.

Total que para no hacer este relato más largo de lo que ya es -todo se parece a su dueño y yo soy dueño de este relato- me decidí a acudir con un médico familiar. Nadie se trata el dolor de estómago con el oculista, pero no me quedaba de otra, así que me fui con el médico general -se supone que ellos son conocedores de todo y especialistas de nada- el cual, después de escucharme atentamente y lanzarme una mirada burlonesca, me dijo que le enseñara mis narinas. Total que después de revisarme y todo ese asunto, me dijo lo insospechado: "Señor, usted lo que tiene es un problema de rinitis crónica, ha desarrollado una alergia a la ciudad de México".

Difícilmente algún parachutista acapulqueño desarrollará alergia a la arena; o algún suicida musulmán tendrá alguna alergía a las bombas; o Bill Gates se volverá alérgico al dinero. Pero nanai, a mí me tocó ser alérgico a la contaminación. La mucosa de mi nariz estaba -y sigue estando- destrozada, lastimada, diezmada, menguada, derruida, carcomida, en pocas palabras, estaba -y sigue estando- jodida. Total que el señor doctor, cuyo nombre no quiero recordar, me recetó una sustancia que pertenece a la familia de los corticoides y corticoesteroides tópicos, una madre que llaman pomposamente mometasona. ¡Una maravilla! Me dieron un inhalador y después de un par de sprayazos, la vida regresó a mi nariz. Volví a respirar como cuando era un bebé recién nacido.

Pero las telenovelas nos han enseñado que la vida no puede ser siempre feliz y dos semanas después, el tiempo le dio la razón a Karla Estrada. El aire entraba magníficamente a mis narinas y yo respiraba tranquilamente el aroma de las féminas mientras me paseaba por una conocida plaza al sur de la ciudad cuando, de la nada, las piernas comenzaron a dolerme. Al principio creí que el dolor se debía a que en la semana había hecho ejercicio y quizás me había pasado de menso con las repeticiones. Pero a la noche, la cruel realidad me mostró su rostro. La fiebre se hizo presente y 39 grados daban fe de lo indecible. Caí en cama y todo el domingo estuve noqueado. Mi vida estuvo activada por un medicamento llamado Tempra y otro llamado Bactrim, pero eran insuficientes los esfuerzos maternos, así que se decidió lo más correcto: llamar al doctor.

El lunes me la pasé derrumbado en mi cama, con hipertermia y dolores terribles y ya estaba presente lo más horrible de mi enfermedad: el temible dolor de garganta. Me costaba trabajo tragar saliva. Los alimentos no se deslizaban con la soltura de la mantequilla, ¡no! Al contario, parecía que me tragaba una piña con todo y cáscara; parecía que me tragaba al pesado de Juan Osorio, con todo y sus malas telenovelas, que eso sí, cómo dejan dinero a Televisa; parecía que me pasaba un gato con sus uñitas todas filosas; parecía que me tragaba unas lijas; fue horrible, fue horrible.

Pero ahí no termina todo. Llegó el martes y tuve que ir directamente con el doctor, ya que el domingo sólo lo habíamos localizado vía telefónica. Llegué con el doctor que me había mandado la mometasona. Escuchó nuevamente mi historia y un nuevo trazo de sorna se esbozó en su cara. Me dijo "haber joven, abra la boca" y entonces, mientras la abría, su mano se levantó y encendió una lamparita muy curiosita; y mientras el haz de luz iluminaba mi garganta, sus mirada cambió su confiado talante por un horripilante gesto de incredulidad, asco, desesperación, dolor y gargarismos de hiel. "¡No puede ser!" dijo, y mi corazón comenzó a temblar y mis oídos a zumbir y sentí cómo choques eléctricos enfriaban mi cuerpo. "¿Qué tengo? ¡Qué tengo!" gritaba mi cabeza, pero no podía decir nada, porque para ese martes, ya me era casi imposible hablar. Entonces, después del detestable silencio, vino la frase más demoledora que había escuchado hasta ese momento "Tienes hasta pus". ¿Qué! ¡Qué! ¿Cómo? ¿Es posible tener pus en la garganta? ¿Es posible estar tan mal? Sentí asco y sentí repulsión. Pus...

Me mandó medicamento doble, climdamicina y otra madre, "con esto te curas". Salí, y fui a comprar los medicamentos. Pero la curiosidad no tardó mucho tiempo en llegar y tan pronto llegué a mi casa, tuve que correr por un espejo y entonces abrí la boca y ahí estaban. Mis dos anginas eran del tamaño de dos sandías, y tenían una cosa blancuzca, como un chicle, como dos placas de corrector líquido marca Bic, y cada vez parecía que el monstruo empezaba a crecer más y más.

Al día siguiente mi madre decidió que tenía que llevarme con alguien más, ya que el medicamento del señor doctor parecía no dar resultados, pues las dos anginas seguían ahí, llenas de esa colonia infernal, en donde las bacterias se reían de mí y yo no me podía reír de ellas. Entonces, me llevó al décimo piso de la clínica de especialidades médicas que se encuentra en la calle de no sé qué... Ahí nos atendió la siempre célebre doctora ¡Wong! Claro, que para poder llegar a sus atenciones tuve que chutarme ni más ni menos que cuatro benditas horas. ¡Cuatro horas en medio de niños berrincheando, señoras con cara de que ya no aguanto al marido, tremendo! Pero al fin, al fin del día, hacia las nueve de la noche me atendió. Miró mis anginas y nuevamente una cara de terror se dibujo en su rostro. Con avidez se puso a buscar en sus literatura algo que describiera lo que sus ojos le mostraban. Entonces dio con un cuadernillo que decía: "Angina de Ludwig".

¿Qué es eso? Es un tipo de infección en donde la colonia bacteriana se extiende más allá de las anginas, y en donde las anginas crecen tanto que obstruyen la respiración del paciente por lo que puede ser mortal, para evitarlo es necesario aplicar la técnica ancestral de la traqueotomía, es decir, te hacen un hoyito en la garganta por donde te entuban para poder respirar. ¿Yo tenía eso? ¿Tenía riesgo de quedar entubado? ¿Podía morir ahogado por mis propias anginas? Terrible el panorama era. La doctora no lo dudó un segundo más y luego, luego me dijo: "¡A las inyecciones! Te inyectaré un medicamento que es muy doloroso pero verás que con esto, aplicándolo en cinco días, estarás como nuevo".

Y ahí estaba yo, recibiendo una inyección que efectivamente, al siguiente día dio resultados. Mi madre revisó mis anginas y la temible placa indestructible estaba segmentada. Ese mismo día, el jueves, Carolina me llevó con la doctora Bri, o sease su cuñada. Dra. Bri miró mis anginas y decidió que no era angina de Ludwig, "de lo contrario ya estarías en el hospital desde hace años". Dra. Bri me mandó más pastillas y más las pastillas que me había mandado Dra. Wong, yo sentía que ya no podía más, pero todo fuera por salir de esa infección. Y así estuve, viernes en la mañana, cocktail de medicamentos; viernes en la tarde, cocktail de medicamentos; viernes en la noche, cocktail de medicamentos. Y el sábado llegó y mientras veía la película del Padrino, me echaba mis cocktailes, y así estuve hasta que el domingo en la mañana, día de mi último cocktailazo parecía que la enfermedad finalmente había cedido.

Las siguientes semanas todo fue una delicia. La garganta ya no me quemaba ni me dolía ni nada, finalmente podía disfrutar mi vida como pocas veces. Pero la dulzura terminó cuando a mi nariz regresó la temible rinitis crónica alérgica.

1 comentario:

patzarella dijo...

si es tu conciencia y se llama Eke
ten cuidado !!!!
aléjate de ella !!!!
y deja de construir paredes donde nada debría existir más que la eterna esclavitud de sabernos libres !!!
ah! Carolina sí que es una tipaza !!!