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Por la tarde, me vino a la mente mi tía Sara. La recordé afuera del portón que daba entrada a los pequeños departamentos (a la edad de cinco, me parecían miles de ellos) en los que vivía con sus hijas. La recordé portando el vestido amarillo y café con flores, con sus zapatos negros desgastados, con su cabellos chinos, con su sonrisa al vernos (a mi hermano y a mí). También recordé que había muerto hacía ya cinco años y los recuerdos me parecieron arrancados, como quien ve las fotografías en una revista y las arranca y en su lugar me llegaron las imágenes de lo que hoy está ahí, una tienda nueva, una parada de autobuses, la fachada de los edificios completamente reconstruidos. Arrancaron mis memorias, como quien arranca las fotografías de un álbum desgastado. Sólo han transcurrido cinco años y las olas del tiempo ya se habían llevado los castillos de arena que levanté con mi tía. Aún puedo verla, con su vestido amarillo y café y floreado, con sus zapatos desgastados, aún puedo verla cómo se confunde con la imágenes novedosas y frescas. Ahí está; perdida. La siento y lo siento tanto. Mientras lo recuerdo y en mi memoria se reconstruyen las imágenes, suena a lo lejos una melodía que no puede distinguirse y mi mente comienza a interpretar. Es un sonido de un radio, de una tonada monótona y rítmica y seguramente lo que escucho nada tiene que ver con lo que realmente es. Pero me languidece, me ayuda a recordar; a apartarme del sillón en el que leo la novela de Yukio Mishima; de alejarme de la mesita de café que compré con Beyoncé hace cinco días en un bazar de usado y que nos salió más caro que ni una mesa nueva; la musiquilla suena y ya no sé si suena en el aire o suena en mi cerebro; ya no sé si soy yo o es una máquina la que hace tal revoltijo en mis neuronas; y entre los destellos de la tía Sara, el ronroneo impaciente de Topo Gigo y la música que ahí está y no está, escucho el lamento de mi hijo, a lo lejos, quizás sea parte de los mismos ecos que hasta mí llegan. Quizás no. Quizás en mi letargo, he logrado confundirme con las ondas sonoras, y mi cuerpo se ha convertido en picos y en valles y en astros y en átomos y poco a poco me vuelvo uno con el todo y puedo escuchar a mi hijo, que duerme en su cuna a doscientos pasos de mí. Lo escucho quejarse y estoy en sus sueños. En la vigilia sonríe; en los sueños se estremece y puedo imaginarlo, verlo sin salida, ¿perseguido por un gran perro? ¿que no nos puede alcanzar por más que anda? ¿la soledad infinita? ¿la tristeza? ¿por qué lloras?Dímelo para calmarte. Ven, yo te conforto. Te acurrucas en mis brazos. Me miras con tus ojos de miel. Me sonríes con tus dientes chuecos. Te quiero. Y me llega el relámpago de los recuerdos y miro a Beyoncé en un auto. Pero ella está muerta. La miro en un automóvil y ahora recuerdo que eso no fue un sueño. Recuerdo conducir hacia la casa, y toparme, en un alto, un auto como el de ella y ser conducido por alguien como ella, y de hecho la mujer volteó y por algunos segundos mi corazón quiso que fuera ella. Y aquí, en los sueños, mientras dormito y me abandono, los escucho a los dos, los tengo a los dos, y recuerdo que en el carro pensé estar dormido y poco me faltó para soltar el volante y correr a abrazarla pero el aire frío me tiró a la realidad. Ahora, en domingo, escucho a mi hijo llorar y lo conforto, mientras acaricio el cabello negro de Beyoncé. No quisiera despertar jamás y aún así no estoy seguro de estar dormido.
Fotografía: Hombre Herido de Gustave Courbet